«Las Brontë tienen una extraña lucidez para la detección del mal en el hombre de la manera más ingenua y llena de pureza. Un caso singularísimo. En Port-Royal, que sabían lo que era escribir, consideraban que el "faiseur des romans" formaba parte de quienes se aprestaban al "uso delicioso y criminal del mundo", porque tenían que vivir lo que escribían para poderlo escribir. Y tenían razón, pero no con las Brontë, en el sentido de que ellas pudieron pasar por encima de carbones encendidos, tomarlos en las manos, y no quemarse» ("El aroma del vaso", 2010).