Poética

Una poética de la alteridad

Una poética de la alteridad

Volvemos en este apartado a una de las preocupaciones constantes en la concepción del oficio de Jiménez Lozano. La escritura es un don que se recibe y, como tal, el autor literario no puede cambiar el método que está en el origen. Si aparece como un regalo que se le da al autor, sólo cabe acoger esa historia y ofrecérsela a otros. La tragedia de la mala literatura es que suspende el método inicial y pretende adueñarse de lo recibido. Por eso el escritor cree que todo el proceso de la "creación" literaria debe consistir en la obediencia a la historia que se le presenta, sin añadir nada; sin forzar lo que se quiere contar; sin poseer a los personajes, dejando que el acontecimiento irrumpa por donde quiera, cuando quiera y como quiera; dejando que nos lleve adonde quiera y en el momento en el que ocurra y dando margen a que las voces que se oigan sean las que ofrezcan la historia, procedan de una conversación, de un monólogo atormentado por la memoria, de una descripción, de una suposición no resuelta, o de otros textos: una carta, un manuscrito hallado, un informe, un inventario, etc. Ahora bien, esta concepción implica una ascesis y, de nuevo, vuelve a coincidir en esto con la escritora sureña Flannery O'Connor: «El arte es una virtud de la inteligencia práctica, y la práctica de cualquier virtud exige cierto ascetismo y relegar decididamente la parte más mezquina del ego. El escritor tiene que juzgarse a sí mismo con los ojos de un extraño, y con la severidad de un extraño: el profeta que hay en él tiene que reconocer al monstruo. Ningún arte se hunde en el yo, sino que, más bien, en el arte el yo se olvida de sí mismo a fin de satisfacer las exigencias de lo que se ha visto y de lo que se está creando» (Misterio y maneras, 2007).
Flannery O'Connor habla de la práctica de la escritura y de sus exigencias -olvidarse de sí y obedecer a lo que se ha visto-. Jiménez Lozano lo aborda desde su experiencia personal: la escritura es un descubrimiento sorprendente de que lo que ve ante sus ojos es un relato que parece escrito por otro y del que el autor se siente sólo escriba. Hasta tal extremo, que siente reparo de que su nombre aparezca en las portadas de los libros: «Pones tu nombre en los libros de esas historias, pero con temor y temblor de mentira y engaño para quienes piensen o puedan pensar que eso es hechura tuya; sólo se trata de decir, sin embargo: estas noticias tuve, sucedió esto. O de descorrer sencillamente la cortina de lo que vi o me contaron, o está ahí, y es vida que transcurre al ser leída, si yo no he traicionado todo o hasta he dejado mal aliento de mi yo» ("Por qué se escribe", 1992). Y llega a decir que en muchas ocasiones el narrador puede llegar a ser estorbo o infección cuando pretende incluir su historia en la encontrada: «un narrador, a quien ciertamente deben importar e importan más las vidas de los otros, y nada la suya, porque en nada cuenta ésta, y para nada sirve en este oficio, como no sea de puro estorbo o infección del yo» (El narrador y sus historias, 2003).
En este sentido, el autor insiste en la diferencia que existe entre la literatura, ya sea poesía o narración, y el ensayo. La primera está dominada por el encuentro de esas presencias reales con sus espacios, tiempos y dramas. Jiménez Lozano, que ha escrito muchos ensayos, señala la diferencia fundamental: «Escribir o no escribir está en función, en este caso, de lo que uno ve y oye en sus adentros; si no se ve ni se oye, hay que esperar y dejar de escribir. De otro modo será nuestro yo el que construya a su imagen o semejanza, o según unas pautas o falsillas, o un método, que es lo que se asume en la escritura del ensayo. En el ensayo, quien escribe es quien manda, pero no en la narración, ni en la poesía» (Una estancia holandesa, 1998). Rechaza con una radicalidad y contundencia extremas que en la escritura haya algo propio del escritor. Así, a la pregunta que le hace Gurutze Galsparsoro citando la receta de Faulkner («99% de talento, 99% de disciplina, 99% de trabajo») responde desechando todos estos tantos por cientos que no servirían para nada si no se encuentra la historia: «Es una boutade, claro está, pero tiene la ventaja de indicar muy claramente que todo o casi todo se le regala al escritor, y que es cosa suya luego el bregar con ello, con las palabras, con los modos de contar, con absoluta transparencia y honestidad, servicialmente por así decirlo. Porque si al escritor no se le otorga la historia que tiene que contar, ni el don de contarla, ¿qué haría con todos esos noventa y nueve por cientos?» (Una estancia holandesa, 1998).

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