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Poética

 
Por otro lado, estas figuras e historias le permiten sucesivas encarnaciones: «Desde niño has llorado porque José fue vendido por sus hermanos y te ha dado pena de que Ulises no se quedara con Nausica, que tenía los ojos glaucos, en vez de volver a la rutina de su casa. Has conocido Antígonas en la posguerra civil, y has sido Hamlet. Las muchachas te han parecido Ofelia, y has pasado veladas enteras con las Brontë en el presbiterio de Haworth; has estado en los monasterios rusos con Aliosha y has conocido Costancicas y Caballeros del Verde Gabán y hombres de cristal. O Voltaire y Swift te han acostumbrado al sarcasmo y a la ironía, a reírte de la comedia diaria» ("Por qué se escribe", 1992).
     Se trata de una reciprocidad de relación. «Podría decir también que ‘nos hemos reconocido', y luego establecido esa complicidad en lo más profundo. He visto el mundo por sus ojos, o me parecía que ellos lo veían por los míos. Y esto sigue sucediendo así, y sucederá por siempre, sin duda» (Una estancia holandesa, 1998). Y así se figura un mundo de viajes imaginarios que comparten sus personajes de ficción, aun perteneciendo a mundos literarios diversos: «Aliosha en Port-Royal, Simone Weil junto a Sara de Ur (...) toda una muchedumbre realmente ante la que yo compareceré al final y comparezco cada día» ("Por qué se escribe", 1992). Estos amigos brindan «un juicio, pero también una fabulosa charla, un ser tú mismo realmente, un gozo y la verdadera vida» ("Por qué se escribe", 1992). De esta manera, entrando en los mundos que otros han creado, se vuelve a la vida como en condición de exiliado.
    Con todos y cada uno de los cómplices se viven cosas diferentes. Entre ellos se encuentran los platos fuertes de la Biblia (Qohelet y los relatos de la Pasión) y los griegos (se arrima más a Eurípides). Pero también los filósofos o los maestros del pensar (Agustín, Descartes, Spinoza, Pascal) y, por supuesto, la experiencia de libertad frente al poder de las monjas de Port-Royal. Con Kierkegaard le parece que ha «vivido en Jutlandia» (Una estancia holandesa, 1998) y con Simone Weil experimentó el shock de hallarse ante «alguien, y de una importancia espiritual decisiva y con una vida como engullida por los demás (...), me enseñó a mirar a los seres de desgracia (...), ¿tendría que añadir que otra fascinación de esta mujer es su inteligencia? Es en ella, como la hoja de un cuchillo» (Una estancia holandesa, 1998). También tiene siempre a mano a San Agustín, a los rusos (Tolstoi y Dostoievski), a los americanos (Faulkner, Hawthorne y Melville) y, especialmente, a las americanas (Emily Dickinson, Flannery O'Connor, Carson McCullers, Willa Cather y Eudora Welty). De los ingleses, se queda por supuesto con Shakespeare, las Brontë, el irónico Swift, pero también con otros riachuelos pequeños como Barbara Pym, Muriel Spark o P.D. James y George Borrow. La mirada hacia Oriente encuentra a los japoneses Kawabata, Tanizaki y Endo. De entre los españoles, aprecia a quienes le enseñan el valor y el uso de las palabras (Fray Luis, Santa Teresa y San Juan de la Cruz, Lucas Fernández, Lope de Rueda), y a quien le enseñó a despreciar las «baratijas» de la fama y a construir la casa de la palabra (Miguel de Cervantes). Del barroco español, sólo quiere en su compañía a Góngora. Su estima por los españoles más cercanos descansa en el bien contar de Galdós, el saber mirar de Azorín, el pensar existencial de Unamuno. Además de Galdós, añade a otros realistas: Verga, Manzoni, Valera. De la escritura francesa, que viaja desde el existencialismo y el socialismo al cristianismo, prefiere a Péguy y a Julien Green. No falta una mirada hacia Europa (los vieneses Zweig y Roth); y más al  Norte hasta Islandia (Laxness y Gunnar Gunnarson) y Noruega (Knut Hamsun y Sigrid Undset).
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