Premios y reconocimientos

2008

Doctor Honoris Causa en Humanidades por la Universidad  Francisco de Vitoria  y Socio de Honor de la Asociación para la Investigación y la Docencia Universitas
(Discurso completo)

 

"Personas y lugares en San Manuel Bueno, Mártir"

Como va de suyo, lo primero que tengo que hacer desde esta tribuna es agradecer, desde los adentros y no solamente como obligada cortesía, el honor de ocuparla para abrir el curso académico de esta universidad que lleva el glorioso nombre de Francisco de Victoria, y con una añadida gratitud, porque me vincula a ella el haber sido investido "Doctor Honoris Causa" de su claustro.           

Un don, como el que se me hace, no es ningún concurso de méritos, y ello me dispensa del tener que andar cavilando sobre la eventualidad de los míos, y su gratuidad me permite, sin embargo, el orgullo de sentirme el receptor de una tal muestra de atención, con la conciencia y seriedad que tenía Simone Weil acerca del hecho de que la atención es lo más importante que podemos ofrecer y recibir. Esta Universidad lo ha hecho con mi escritura y mi persona, y aquí, justamente, va, a quienes tal honor me han concedido, mi sencillo agradecimiento. Ahora, sólo espero, por mi parte, saber llevar con la exigible dignidad tal distinción y regalo.

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Me ha parecido que un momento como el presente, el aquí y ahora muy concretos, en el que por todas partes un poco - y en España de un modo eminencial y hasta prácticamente exclusivo - el texto literario recibe una lectura privilegiada o exclusivamente ideológica y ya va siendo construido a su socaire - ofrecía buena ocasión para una reflexión en este sentido, y he pensado que tendría algún significado hacerlo, volviendo la mirada a un texto como el San Manuel Bueno, mártir de Miguel de Unamuno, que ya de por sí fue un texto que resultó extraño en el momento de su publicación, y no ha dejado de serlo después, tanto en su recepción como en los comentarios críticos, y en su, digamos, tracto administrativo o paso por la vida académica, en la que durante unos años fue una lectura prescrita en los estudios medios, y luego alejada por su supuesto carácter religioso, y enseguida sustituida por El árbol de la ciencia de don Pío Baroja, supuestamente también «más acorde con los tiempos»; lo que es declarar, sin más, una concepción cada día más ideologizada del texto literario, que ya va conllevando o el adoctrinamiento, o la exclusión pura y simple en él de sus complejidades históricas y culturales, y la reducción de lo que es "una mezcla de tradición y excitación inmediata, de silogismo e información, de aprendizaje y metáfora" a puro juego mental y verbal, como ya hace más de cincuenta años advirtió Paul Goodman.

De lejos viene, desde luego, entre nosotros, el hecho de una fundante confusión a este respecto del carácter religioso o no de una realidad artística; y ni siquiera aparece claro todavía el hecho de que la literatura está en la misma relación con lo religioso cristiano que el arte y la cultura entera, y que fue incluso un Papa, Gregorio I (590-604), quien se vio obligado a establecer esa relación de manera formal, afirmando que las pinturas no son epifanías divinas, ni acciones religiosas, sino asuntos de este mundo, de manera que en Occidente no existe pintura religiosa y religiosamente ejecutada, como ocurre en el Oriente con el icono, sino pintura de tema religioso, pero de realización y mostración naturalistas. Y lo mismo ocurre en el ámbito de la literatura, de modo que una vividura religiosa es, para el narrador una vividura humana más - aunque quizás la más intensa de todas desde el punto de vista literario -; y la tarea del novelista, por lo tanto, es aquí, como en cualquier otro ámbito humano, el mundo de las pasiones, y no el mundo de la teología. Otra cuestión distinta es que una obra artística esté levantada según la concepción de la belleza, como unida al "verum", y al "bonum" en tanto que transcendentales de "lo que es", o que sea alzada por la autoconciencia de un artista o escritor demiúrgicos, que se consideran a sí mismos fuente de la belleza misma, y no están en secundariedad con la belleza o el drama del mundo.

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Lo que hay que comenzar diciendo, en cualquier caso, es que San Manuel Bueno, mártir es una novela, dentro de un gran conjunto de ellas en toda Europa y en América, que podríamos decir que abordan en sus personajes «la dificultad de ser cristiano», según la expresión kierkegaardiana, tras la crisis de la cristiandad burguesa provocada por el positivismo científico, la crítica histórica de las religiones, la hermenéutica bíblica racionalista y la psicología religiosa, y que se muestra en dos ámbitos fundamentales dan­do lugar a la crisis del protestantismo liberal y a la crisis modernista del catolicismo romano. Todas ellas son novelas de «la agonía del cristianismo» en la cultura occidental y en el alma de muchos hombres y mujeres, y no sólo clérigos, sino también gentes de la inteligencia y el arte, cristianos o sin confesionalidad religiosa alguna, ateos o racionalistas, que ven en esa experiencia agónica y en esa agonía histórica de la sociedad occidental un profundo drama humano y un instante esencial en la historia de las ideas y del mismo devenir social.

San Manuel Bueno, mártir aparece publicado en el número 461 de la colección La Novela de hoy del 13 de marzo de 1931, y, según explica su autor, cinco meses después de ser escrito, tras una visita al Lago de Sanabria y su entorno, en junio de 1930, que le sugiere el paisaje de la narración -; y luego se recoge en libro, junto a otras dos novelas del autor, La novela de don Sandalio y Un pobre hombre rico, en 1936. Y estas fechas indican que el libro está en el centro u ojo de este huracán y de este terremoto histórico. 

La crisis del protestantismo liberal ha comenzado cien años antes de la publicación de esta novela unamuniana. Friedrich Theodor Vischer, el íntimo amigo de David Friedrich Strauss en la Facultad de Teología de Tubinga, donde también estudiaron Hölderlin, Hegel o Schelling, nos dice que, "en los ejercicios de examen, toda la promoción de 1834, salvo tres alumnos, niega la inmortalidad del alma"; y Strauss concretamente escribirá una Vida de Jesús, que produce un verdadero seísmo espiritual en la época, en los ámbitos teológicos e intelectuales, como más tarde ocurrirá en el ámbito del gran público con la Vida de Jesús de Ernest Renan, un libro más bien de carácter literario y sentimental, que es de 1863. Y se cuenta que la novelista inglesa, Mrs. George Elliot, mientras traducía a su idioma la Vida de Jesús, de Strauss, se sintió como obligada a echar un ve­lo sobre el crucifijo que había en su cuarto de estudio en vista de las co­sas que iba leyendo en aquel en aquel libro; pero todavía cuando el gran arqueólogo catalán, Bosch Gimpera, va a estudiar a Alemania en 1912, se hospeda en una casa -en la que por cierto don Julián Besteiro había estado ya de pupilaje- que estaba regentada por la viuda de un pastor luterano que había abandonado su Iglesia al no poder seguir creyendo en la divinidad de Jesús, se había visto obligado a ganarse de algún modo la vida, y había abierto aquella casa de huéspedes. Y, en el último tercio del siglo pasado, el Prof. Adolf von Harnack podía decir a su secretaria después del servicio religioso, que había celebrado con intensa piedad, que le preparase todo el material de clase para dirigirse a la Facultad de Teología a torturar críticamente los textos evangélicos para que se contradijesen, los unos a los otros, como lo exigían la disciplina académica y la moda cultural.

El Viernes Santo de 1913, otro luterano, tío abuelo por cierto de Jean Paul Sartre, abandona Europa para irse a África. Se llama Álbert Schweitzer, y es un teólogo y pastor que, "familiarizado con el miedo, el odio y la falta de fe disfrazada de religiosidad que impregnan el continente", decide vivir en aquel continente "un cristianismo sin palabras". Ha pasado a través del fuego de la crítica decimonónica de los Evangelios, y dice de la primera versión de la Vida de Jesús de Strauss, de 1835, que es "una de las más perfectas de cuantas registra la literatura científica universal"; y este drama de Strauss, que fue el de pensar que tenía que sacrificar a la verdad científica parcelas enteras de su fe, conmovió ciertamente al propio Unamuno, que precisamente recordaba a Strauss, mientras leía, conmovido, Karl, un relato del escritor colombiano, Pérez de Triana. Porque todo esto está aún en carne viva en los años en que Unamuno escribe, y podríamos citar, como textos cimeros de aquella situación, la publicación, en 1919, de la Carta a los Romanos, de Karl Barth, o del Jesús, de Rudolf Bultmann, en 1926, dos manifestaciones de teologías opuestas, cuyo impacto intelectual y emocional duró decenios. Y, en realidad, el asunto siguió coleando hasta nuestros días con Paul Tillich y Dietrich Bonhoeffer, las teologías americanas de William Hamilton, Gabriel Vahaniam, Van Buren, o Thomas Altizer, etc. E incluso queda el reflejo de todo eso hasta en el cine, como en Los comulgantes de Ingmar Bergman, o con mayor densidad estética y teológica en varias películas de Carl Theodor Dreyer, especialmente, en su película Ordet o "La Palabra".

 

A finales del XIX y principios del XX, un asunto como el del abate Loyson, que abandonó la Iglesia, con un cierto aparato filosófico, retórico, y de escándalo, se convirtió en todo un «affaire» europeo, y Unamuno se referirá insistentemente a él en La agonía del cristianismo; pero, en seguida, cuando llegue la crisis modernista, será un caso más - y menor, ciertamente - entre los de Alfred Loisy, George Tyrrell, Marcel Hébert, Albert Houtain, Prosper Alfaric, Joseph Turmell, o Félix Klein; el barón Von Hügel, Miss Maude Petre, Murri o Buonaiutti; y toda una pléyade de hombres de letras y escrito­res, católicos o racionalistas, y clérigos, se verán implicados en estas cuestiones: desde Fogazzaro a Paul Couchoud, que le pide La agonía del cristia­nismo a Unamuno para su colección Christianisme, o Jean Baruzzi, que ha escrito un libro fundamental sobre San Juan de la Cruz, y Roger Martin du Gard, el autor de Les Thibault y amigo personal de Marcel Hébert.

Pero, por lo que a España respecta, lo que podemos decir es que, una vez más, todo pasa sobre nuestras cabezas o "inter do­mesticos parietes" de unas cuantas individualidades. Y, así, no puede hablarse, en efecto, más allá de ciertas afinidades o complicidades intelectuales de todo eso en algún eclesiástico aislado y más o menos automarginado, como sería el caso del canónigo López Carballeira, de Valladolid; o hablar de que Alberto Jiménez Fraud acoge en su editorial El Evan­gelio y la Iglesia de A. Loisy, único libro de todo el movimiento modernista traducido al castellano; o de que el Presidente Azaña asiste a algún curso del propio Loisy durante su estancia en París, porque al fin y al cabo el modernismo ofrece un cierto «coté» intelectualmente distinguido. En realidad, sólo Xavier Zubiri puede ser definido estrictamente como católico y sacerdote modernista, que abandona el sacerdocio, aunque mantiene unas prolongadas y estrechas relaciones personales con el cuerpo público eclesiástico, y desde luego en el ámbito intelectual. Es amigo personal de don Juan Zaragüeta y el obispo de Madrid Eijo y Garay, y, durante la guerra civil, es invitado a dar una conferencia en el Instituto Católico de París, lo que produce, por cierto, no escasa perplejidad y desconcierto, en especial entre los pocos españoles asistentes al acto, y precisamente en razón de la personalidad del conferenciante.

En 1905, aparece II santo, de Fogazzaro: la primera de las obras literarias en las que el drama del modernismo católico se refleja. En 1906, se publica Out of due time, de Mrs. Wilfrid Ward: una historia inspirada en el "caso Lamennais" y en algunos de cuyos personajes se pueden sorprender rasgos del barón Von Hügel. En 1909, Jean Nesmy, pseudónimo de Henry Surchamp, publica La Lumière de la maison; y en 1911, aparece The Case of Richard Meynell, de Mrs. Humphry Ward, en torno a la aventura religiosa y humana de Alfred Loisy. Pero Mrs. Humphry Ward había publicado ya, en l888, otra novela sobre el drama de un protestante liberal, con el título de Robert Elsmere que sabemos que Unamuno leyó y que le impresionó tanto como uno de los relatos de Santiago Pérez Triana: el titulado Karl de su libro Reminiscencias tudescas, al que ya me he referido, y que cuenta "la historia de un pastor protestante que ha perdido la fe y sigue, sin embargo, rigiendo realmente su parroquia y buscando consuelo en el cultivo de la filología", escribe el propio Unamuno. Y concluye: que "leyendo esta historia, que tanto me interesó, recordaba la vida de Federico Strauss y a aquel Robert Elsmere, de la novela de Mr. (sic) Humphry Ward".

En 1913, aparece la gran novela de Roger Martin du Gard, Jean Barois, que es la historia de un hombre educado en la Iglesia Católica, que pierde la fe, a sus ojos irreconciliable con las verdades científicas y con la actitud ética ante el caso Dreyfuss. Y también es la historia de la claudicación de la razón ante lo irracional, en momentos de debilidad o miedo. Pero es una historia íntimamente ligada al modernismo en la que uno de sus personajes: el abate Schertz, es puro trasunto literario de la persona y de las ideas de Marcel Hébert, profesor de religión de Martin du Gard en L'Ecole Fenelon.

En 1914, Paul Bourget, entonces un autor exitoso y de moda, aborda también en una de sus novelas, Le Démon de Midi, este asunto modernista; aunque, como vio muy bien Loisy, mostró en su libro que "conocía mejor las pasiones humanas del amor que las pasiones religiosas". Y en 1933, en fin, aparece Augustin ou le Maître est lá, de Joseph Malègue: un verdadero «chef d'oeuvre»; y no puede dejar de evocarse el maravilloso, terrible cuento de James Joyce, Las hermanas, el primero de su volumen Dubliness, que es de 1914.

 

En los Estados Unidos cabe destacar The Priest, A tale of Modernism in New England, de William L. Sullivan, publicado en 1911; y Father Ralph, de Gerald O'Donovan, un sacerdote irlandés modernista él mismo, publicada en 1914. Y en 1936, Pío Baroja publica entre nosotros El cura de Monleón en cuyas páginas, cuando se habla del hundimiento de la creencia religiosa escolásticamente racionalizada del protagonista, don Javier Olarán, se alude a Loisy, a Strauss y a Renan; pero es más bien como meras referencias, porque en la novela no sólo no hay rastro de angustia religiosa, ni tampoco de verdadera crisis intelectual, y el catolicismo de sus personajes, clérigos o no, no afecta a lo hondo de la personalidad y no tiene con ésta una relación existencial. No puede decirnos gran cosa entonces la novela de los problemas y pasiones religiosos propiamente dichos.

En La agonía del cristianismo, nos cuenta Unamuno, refiriéndose al libro de Houtain sobre el abate Loisy: "Lo he leído, devorado más bien, con una angustia creciente. Es una de las más intensas tragedias que he leído"; y sobre el otro drama de Loisy le dice a Jiménez Ilundain, en una carta de 1889, que está prestando las Memorias del abate francés a los curas de Salamanca y causando gran perturbación en ellos. Aunque, años después, se encuentre desencantado del modernismo y concretamente de Loisy, Tyrrel y Hébert, como muestra su correspondencia con Luis de Zulueta. Sin ir más lejos, en una carta del 3 de mayo de 1905, cuya fecha debería ser retenida por los críticos de la obra y la personalidad unamunianas que han lanzado la hipótesis de un Unamuno que, para 1931, y en San Manuel Bueno, mártir, rechaza "su vieja idea de la lucha (oponiéndose de paso al concepto socialista de lucha de clases) y duda de la importancia del progreso y de toda preocupación histórica", o se despide de "todas las soluciones a que quiso agarrarse en toda su vida y se refugia en el amor", como dice Blanco Aguinaga. En esa carta, en efecto, escribe Unamuno a Zulueta: "Ya no me interesa tanto Hébert. Le preocupa el destino de la Iglesia y no la inmortalidad del alma... ¡Político! ¡Socialista! A mí, cada vez me importa menos lo que será España dentro de cien años, lo que me inquieta es lo que será dentro de cien años de nosotros, los españoles que hoy vivimos en España, de usted, de mí, de los demás". Pero es que, ya para esas fechas, un cierto Unamuno que, desde luego sería absolutamente impropio entender como kierkegaardiano y pascaliano o luterano, podría decirse, para entendernos, que habría zarandeado en cierto modo al seguro racionalista. Ya habría dejado un tanto atrás su período de búsqueda de razón para la creencia o de eventual revalidación de la creencia por la ética, que es lo que había venido haciendo en su larga conversación con los teólogos protestantes liberales alemanes, franceses y anglosajones, Harnack, Vinet, los dos Sabatier, Robintson, Julius Kaftan, Richtls y Troelts, por ejemplo.

Y se podría apuntar un dato más a este respecto, recordando el artículo de 1919, que Unamuno dedica a la memoria de su amigo, Francisco de Uturribarría, que acaba de morir joven, y ha vivido, "como Kierkegaard", en una "desesperación resignada"; paralelo, por cierto, que no tiene ningún sentido porque Kierkegaard no ha vivido ni ha muerto en ninguna clase de desesperación religiosa, y, menos, en una desesperación resignada. Pero el caso es que en ese artículo, habla don Miguel de una poesía que es religión y de una religión que es poesía, como por otra parte hacía por entonces Paul Couchoud en Francia. Y estaríamos, en este caso, en una especie de interludio de irracionalismo o refugio sentimental, muy lejos desde luego de una concepción de la palabra poética que puede y debe ser "casa de lo que es", para decirlo con una afortunada expresión heideggeriana, o que "no diga más que lo que hay" para decirlo como Kierkegaard; pero nunca espejuelo, ni vacío o "faux brillants". Y lo que nos gustaría saber exactamente sería la reacción de Unamuno a la «algo cortante» carta de Jacques Maritain, quien, cuando lee La agonía del cristianismo, le escribe el 2 de febrero de 1926, diciéndole que ha leído el libro "con gran tristeza, porque le veo a usted moverse ampliamente en las apariencias, y brillos de las palabras, y desconocer lo esencial, olvidar La VERDAD. Sí: la Verdad crucificada y, en agonía hasta el fin del mundo, pero ante todo es la Verdad, y si esto no fuera La Verdad ¿adónde estaría el drama? Y si es la Verdad es preciso ante todo creer lo que dice. Y en segundo lugar esta agonía no es la que usted dice. La verdadera agonía, la verdadera lucha no es la de una fe que duda (concepto absurdo) sino de una fe que vence al mundo porque no duda".

 

Pero entrar en este asunto nos llevaría a tocar no sólo la cuestión de la palabra literaria y de la palabra religiosa, sino también la de la religiosidad unamuniana - y la mariteniana - y aquí sólo se trata de comprender de qué «humus» procede o en qué «humus» cultural, histórico y literario podría haber nacido el personaje central y la historia de San Manuel Bueno, mártir; porque hasta ha llegado a hablarse incluso de la decepción causada en Unamuno por la República de 1931 como el «humus» político del que se levantaría esa figura. Aunque no sé si tiene realmente sentido esta insistente pregunta de los críticos literarios convencionales por el modelo de un personaje real o de ficción, ya que los personajes vivos de una narración no se construyen ni se mimetizan de la realidad como caracteres, sino que el novelista se los encuentra, o de otra manera son personajes de diseño o fabricados, como ya había denunciado Knut Hamsun, en un magnífico texto de 1870, hablando de la Else de Kielland, y, en general, de esa concepción funcional del ser humano y su construcción caracteriológica en la novela. La «doxa» y la «praxis» eran que los clérigos fueran siempre hipócritas y deshonestos, los burgueses glotones, libidinosos y avaros; las mujeres que no eran damas tenían difícil caracterización, salvo como prostitutas o monjas, y entonces tampoco eran mujeres sino construcciones masculinas; los hombres pertenecientes a las clases populares eran igualmente tipos: aguadores, aldeanos, maleantes u obreros; pero «nadie» igualmente. Todo consistía en fabricar un esquema de ser humano, o someter, a un ser humano real, a un tratamiento psicologista, que en este caso se llamaba "estudio de un alma". Pero las cosas han proseguido, más o menos, lo mismo tras esa advertencia de Hamsun y, de todos modos, los críticos se han puesto a la caza de modelos históricos o literarios por doquier, y también para San Manuel Bueno.

Sánchez Barbudo, y con él todos los críticos posteriores, apuntan, como a un indudable modelo, al protagonista y a la historia de la Profession de foi du Vicaire Savoyard, de Rousseau. Unamuno - escribe el mentado crítico- era admirador de Rousseau, conocía la historia El Vicario Saboyano "y los dos clérigos de Rousseau y Unamuno se parecen bastante". Pero lo que hay que decir a to­do esto es que, cualesquiera que puedan ser las coincidencias externas de dos relatos o de una historia real con un relato, para comprobar su relación y parentesco no son suficientes similitudes o hasta identidad de argumento. Porque a este respecto, también podríamos invocar, con mayor razón, las figuras históricas del cura Meslier del que Unamuno pudo tener noticia al menos por la pequeña información ofrecida por Voltaire; o de Joseph Turmel (1859-1943), un clérigo modernista que no abandonó la sotana al perder la fe, y del que sin duda tuvo noticia el Rector de Salamanca, siquiera a través de sus lecturas de Loisy y Houtain. O también podríamos hablar del propio Hebert e incluso del mismo Loisy. Pero no se puede deducir de aquí el mínimo parentesco modernista del cura don Manuel, que no es hombre metido en el mundo de las ideas y la teología. Y, desde luego, la similitud apuntada con Rousseau es puramente formal y argumentaria, y hay todo un abismo en la diferencia cualitativa de El Vicario Saboyano - una figura dieciochesca de una fe sentimental y un racionalismo ingenuo - con la de don Manuel, que encarna el pensar y sentir de un liberal-racionalista en una retórica religiosa de un pietismo tradicional y popular. Y ya hemos visto cómo el modernismo desencantó a Unamuno al revelársele su componente histórico-político, tanto como le habían impresionado tragedias o dramas religiosos como los de Loisy, que Unamuno debió de suponer místicos y agónicos, pero que fueron también fundamentalmente dramas racionalistas.

 

Y hay, ciertamente, un elemento romántico en Unamuno, que funciona unido a lo religioso-sentimental y por donde cabría «atarlo» a Rousseau de algún modo, pero eso fue en su experiencia de adolescente en Cebeiro de la que dice que "el campo en silencio me susurró al corazón el misterio de la vida". Y hay también un romanticismo literario, concretamente en la vivencia religiosa de algún personaje de sus novelas como Pachico Zabalbide, de Paz en la guerra. Pero ahí queda todo. En el plano literario mismo, Unamuno no se nutre como Gautier, pongamos por caso -y tantos otros románticos y no románticos- de lo anecdótico vivencial, folklórico y terruñal, o de lo mistérico que empapa las distintas literatu­ras románticas e irremediablemente nacionales, vivificadas y también cercenadas para siempre de universalismo por el imperialismo intelectual y moral, pero también estético, del «Volkgeist» o Espíritu del pueblo. Desde el punto de vista religioso, es claro que Unamuno no tiene nada que ver con religiones nacionales, ni con el cristianismo natural y nacional que estaría en la sangre de un pueblo o habitaría su tierra y la conformaría. Unamuno parece tener también claro que la fe cristiana no es religión natural, ni nacional, ni los cristianos o los ateos son como las ovejas merinas, según Kierkegaard había tenido que recordárselo a la Iglesia estatal danesa, que consideraba cristiano a todo danés. Y, en La agonía del cristianismo, pero también por ejemplo en un artículo como Respuesta a un pésame, deja muy claro don Miguel esta cuestión de la religión nacional o de la tierra, o religión política, que es la concepción de un cierto catolicismo romántico, - y la de un cierto Dostoievski - que él rechaza, incluso si, como se ha insinuado ya, en otros momentos de su vida había buscado, en la naturaleza un asidero sentimental a la creencia o a la fe. Es decir, la razón de la vida contra la razón del intelecto, como los teólogos liberales, que la apoyaron en el "ethos", y con quienes entonces estaba Unamuno en conversación y, como ha mostrado Nelson Orringer, le marcaron de manera definitiva.

Pero ¿es que hay que preguntarse realmente por un modelo concreto de personaje e historia para San Manuel Bueno, mártir en un momento histórico de crisis de fe por doquier, como el que hemos evocado? No sólo en el plano de la racionalidad científica es inadmisible el «post hoc, ergo propter hoc», sino también en el estudio de las llamadas inspiraciones, influencias o antecedentes literarios. En uno y otro caso, esa especie de «filiación darwinista» - de algo que procede de algo o de algo que influye en algo - precisa ser demostrado por a y por b; y, obviamente, en el plano de la creación literaria eso es imposible, incluso si parecen tenerse todas las cartas en la mano. El proceso de creación literaria pertenece al ámbito más profundo de la libertad y, por lo tanto, de la gratuidad; es todo un profundo enigma de experiencia humana en lo hondo y sólo podemos rastrearlo como tanteamos la vida, que es la conclusión a que llegó Sigmund Freud, a su propia costa, tras el fracasado buceo en las biografías de Dostoievski y Leonardo da Vinci.

Sólo podemos saber, ciertamente, en que útero histórico-social o de vividura personal del creador nacen sus versos, sus historias o sus personajes, de qué carne y sangre son. Pero muy difícilmente de qué encuentro del creador con la realidad surgieron, que es algo que no está claro, con harta frecuencia, ni para el mismo creador. Ahora bien, ¿cuál es esa singularidad de la criatura unamuniana de Don Manuel y de su historia, nacidas de la singularidad de las ideas y de la vividura religiosa en Unamuno, o de los dramas religiosos de la realidad y que, a la vez, es una expresión artística de lo que le ocurre al cristianismo mismo desde mediados del siglo XIX?

 

En una carta del 3 de noviembre de 1902, decía Unamuno a su amigo el poe­ta catalán, Jordi Maragall: "Ahora ando metido en una nueva novela: Laa, historia de una joven que, rechazando novios, se queda soltera para cuidar de sus sobrinos, hijos de una hermana que se le muere... Satisfecho el instinto de maternidad, ¿para qué ha de perder su virginidad? Es virgen madre. Conozco el caso". Y, ciertamente, los había a montones en todo el mundo occidental y en España también, naturalmente. Y los novelistas, desde George Elliot, habían venido ocupándose de ellos o incluso los habían encarnado o visto encarnarse en sus propias vidas, como las hermanas Brontë o Dickens, por ejemplo. Así es que esto mismo es lo que podría haber contestado Unamuno a la pregunta por don Manuel y su drama personal: "Conozco el caso". Lo que iba a ocurrir, sin embargo, es que, tanto en un caso como en otro: en el de La tía Tula como el de San Manuel Bueno, y el de tantas crisis o agonías racionalistas y religiosas del tiempo que hemos descrito, iba a darse naturalmente un proceso de creación, o más bien de acomodación de ideas expresadas a través de un relato, que convertirían a esos personajes y a sus historias en San Manuel Bueno, mártir y en La tía Tula. Y lo que trato de subrayar es que, para ambos casos o en ambos casos, fue un mismo proceso, y una misma o muy similar cocción intelectual, espiritual y artística.

Ambas novelas son como gemelos univitelinos entre sí, y tienen estrecha relación con otro libro, La agonía del cristianismo que, primero, aparece en francés en 1924 -tres años después que La tía Tula- y, luego, en castellano el mismo año que San Manuel Bueno, mártir: 1936. Y las novelas nacen de un encuentro bíblico con la figura y la historia de Abisag, la Sunamita, en los primeros versos del cap. I del Lib.II de los Reyes, al que Unamuno hace explícita referencia en el prólogo a La tía Tula, anunciando que a esa Sunamita piensa dedicar "todo un libro que no será precisamente una novela. Ni una nivola". Y el libro sería La agonía del cristianismo, que acabo de citar; pero también habrá novela o nivola: San Manuel Bueno, mártir.

Y me explico preguntando: ¿acaso el fondo de San Manuel Bueno, mártir no es el hecho de que don Manuel, que no tiene fe, sostiene la fe de sus fieles, y el fondo de La Tía Tula ¿acaso no es el de la virgen que no engendra ni quiere engendrar en la carne, pero es madre y matriarca de los hijos de su hermana Rosa, viva y muerta, del marido de ésta, de los hijos de éste con la hospiciana Manuela y hasta de don Primitivo, el tío cura que a Rosa y a Gertrudis-Tula sirvió de padre? ¿Y no se nos dice que don Manuel era también maternal? ¿Y no es ésta la historia de la sunamíta Abisag, que Unamuno comenta especialmente en el cap. V de La agonía del cristianismo?

Don Manuel no tiene fe, no es claro que quisiera tenerla, y lo es que no agoniza de no tenerla, pero engendraría y sostendría la fe de sus fieles -como el eunuco de la reina Candace, dirá el mismo Unamuno-, con su reparto de consolación. Exactamente como La tía Tula no tiene hijos pero acaba por ser la gran madre matriarca de todos, pero sobre todo con la confesión de la fe en la recitación del «Credo» con su pueblo, aunque calle al llegar a la esperanza en la resurrección de la carne, porque "es puro deseo y ganas, que son cosas de la carne", dice. Porque, aunque don Manuel calle en ese momento, confiesan los demás, y aquí está la otra cues­tión de la fe que se vive o se desvive en un cuerpo místico, en el que cada uno cree, descree o duda por y con los otros, hasta el punto de que Unamuno mismo dirá que el ateo vive «parasitariamente» de la fe en las sociedades cristianas, y quienes tienen fe pueden sentir su corazón roído por la duda o el silencio de Dios, y estar zarandeados por la experiencia del «Deus absconditus». Pero toda esta radicalidad queda realmente desactivada, porque "la pobre alma" don Manuel sólo está "hambrienta y sedienta de inmortalidad y de resurrección de su carne, hambrienta y sedienta de Dios-Hombre a lo cristiano, o de Hombre-Dios a lo pagano", dice el narrador, que es el propio Unamuno, haciendo sus juegos de palabras y conceptos. Y, aunque nada de esto sea discernible en su personaje ciertamente, se nos asegura que "consume su virginidad maternal en besos y abrazos al agonizante eterno", dando vida a la fe de sus ovejas, como padre a un niño sin él, y el pobre Perote, que acepta ser su padre, "inválido (y) paralítico, tiene como báculo y consuelo de su vida al hijo aquél que, contagiado por la santidad de don Manuel, reconoció por suyo, no siéndolo".

 

La fe verdaderamente viva -escribe don Miguel también a propósito de la Sunamita-, la que vive de dudas y no las sobrepuja... es una voluntad de saber que cambia en querer amar, una voluntad de comprender que se hace comprensión de voluntad, y no unas ganas de creer que acaban por virilidad en la nada. Y todo esto en agonía, en lucha". ¿En lucha? No lo sé, la lucha y la agonía no se ven en don Manuel, y sólo es el narrador quien lo dice, a menos que llame así éste a la preocupación de don Manuel para que sus ovejas no sepan la no verdad en la que creen, y sigan creyendo en ella.

Don Manuel aparece, en efecto, en la novela, defendiendo la religión tradicional y tratando de mantener en ella al pueblo por razones empíricas; esto es para que las gentes sencillas se consuelen y vivan, como en un fraude o con un láudano piadosos, y éste es un cálculo político. Porque, ciertamente, "lo primero -decía don Manuel- es que el pueblo esté contento, que estén todos contentos de vivir. El contentamiento de vivir es lo primero de todo"; y, así don Manuel alaba al payaso, cuya mujer muere en un rincón de la cuadra de la posada del pueblo, porque hacía su trabajo no sólo para ganar el sustento de sus hijos "sino también para dar alegría a los de los otros". Y ahí está, sobre todo, el episodio de Lázaro que, tras su «conversión», hace su Primera Comunión para dar alegría al pueblo, y a quien don Manuel ha pedido no que creyera, sino que no escandalizara, que diera buen ejemplo, que se incorporase a la vida religiosa de la aldea, que fingiera creer si no creía, porque «¡Eso no es fingir! Toma agua bendita que dijo alguien, y acabarás creyendo!» Y, como yo mirándole a los ojos le dijese «¿Y usted celebrando misa a acabado por creer?», él bajó la mirada al lago y se le llenaron los ojos de lágrimas". Y, estando contando esto Lázaro a su hermana Ángela, fue cuando pasó Blasillo, el tonto del pueblo, clamando su "«¡Dios mío, Dios mío! ¿por qué me has abandonado? » Y Lázaro se estremeció creyendo oír la voz de don Manuel, acaso la de Nuestro Señor Jesucristo".

Conviene subrayar que ese «alguien», que dijo que tomando agua bendita se concluye creyendo, fue Blas Pascal, pero resulta que don Manuel utiliza esa anunciación en su materialidad literal, aislada del contexto pascaliano y como píldora o receta, y no se entiende bien, entonces, la reacción emocional de las lágrimas cuando su interlocutor le sitúa a él, a don Manuel, ante la ineficacia de ese medicamento recetado por él mismo. Pero Unamuno descontextualiza y materializa en receta igualmente a Kierkegaard, y, en el prólogo puesto a San Manuel Bueno, mártir cuando es recogido en libro en 1936, cita unas líneas de O lo uno o lo Otro de Sören Kierkegaard, en las que se dice que "será la más completa burla al mundo, si el que hubiera expuesto la más profunda verdad, no hubiera sido un soñador sino un dudador y que no es impensable que nadie pueda exponer la verdad positiva tan exactamente como un dudador". Con lo que ya estamos lejos del sentido de esta paradoja kierkegaardiana, y, desde luego, don Manuel no es un dudador.

La paradoja kierkegaardiana podría haber sido sostenida, no obstante, si el anunciador de la profunda verdad hubiera sido Blasillo, un idiota, o «inocente», como dice nuestro pueblo. El idiota y el payaso son la encarnación de la Verdad y símbolos de Cristo, para Kafka; burla de la razón para Shakespeare que, a través de ellos, nos desvela que la historia es "ruido y furia, y un cuento contado por un idiota", y son símbolos y experiencia evangélicos desde las leyendas de la Historia Lausiana del siglo IV: la de la mujer en la cocina, o de Marcos, el idiota en el siglo VI; leyendas y símbolos todos ellos de la «tradición humillada» de que ha hablado Michel de Certeau, subrayando que el idiota no participa en la circulación del significante; de manera que la sabiduría nace del silencio y la risa, o de la humillación y cosificación total del ser humano; y el inocente y el idiota son ciertamente un cuerpo público sacrificado a la verdad, y el "idiota de aldea" -dirá Simone Weil - siempre estará más cerca de Aristoteles de lo que Platón pudo estarlo jamás. Y sólo hace falta mirar: esos son los Blasillos, los bufoncillos y enanos de Carreño o de Velázquez. La razón es desnudada y se nos invita al "Abetissez-vous!" pascaliano: ¡idiotizáos, haceos como niños y Blasillos! Pero dudo que Unamuno entienda así las cosas, y no se limite, apelando a Pascal, a señalar algo así como la condición de que hay que dejar de ser racional para creer, y, al citar a Kierkegaard, nos quiere mostrar a un dudador; pero ni Kierkegaard lo es, ni tampoco lo es don Manuel Bueno.

 

Nada tiene que ver, ciertamente, con la duda racionalista o la agonía religiosa, la hipocresía que supone el cálculo de don Manuel sobre sus fieles; es decir, el mantenimiento de éstos en unas creencias que él «ya sabe» que son fantásticas, pero que decide que resultan ventajosas para esas mismas gentes y el orden social, como Voltaire necesitaba que su jardinero creyese en Dios para que éste actuase de gendarme y, así, aquél no le robara las peras; y como la burguesía volteriana administraba la religión como láudano u opio, según explicaba Karl Marx. E hipocresía y fingimiento de don Manuel, que él mismo aconseja a Lázaro, y podría ligarse incluso con la idea misma de las religiones invocadas como manifestaciones culturales y estéticas o herencia del pasado y signos de identidades nacionales; como viejas costumbres, e instrumentos de coherencia mitologizante para explicarse el mundo y el destino del hombre, o como afeites y confort, en fin, para embellecer y «espiritualizar» o estetizar la vida; pero estas interpretaciones de lo religioso no son dudas, naturalmente.

Está claro que lo que don Manuel pretende es que sus fieles no queden sin la esperanza, que necesitan porque no podrían aceptar los brutales «facta» de la historia como una realidad última, ni que la muerte tenga la última palabra. Pero no como en el caso de la teología marxista y atea de Bloch o Max Horkheimer, según la cual el hombre no es naturaleza, es historia; pero no puede resignarse a que ni aquélla ni ésta dicten un juicio inapelable, de manera que hay que contar con la teología, con «los osados pensamientos» que decía el propio Horkheimer; con los castillos de cristal en el aire que construye la esperanza. Estos neomarxistas de Frankfurt están preocupados, al fin y al cabo, por el destino humano histórico y son conscientes de la necesidad objetiva de la justicia como en "una segunda vuelta" y en otro destino transhistórico, «etsi non darentur». Pero de este modo de pensar está muy lejos don Manuel, que ofrece la sensación de qué él sí puede aceptar, tranquilamente y sin problema, la realidad mundanal como realidad única pensable e imaginable, y destino último. No tiene «osados pensamientos», sino solamente «pensamientos tranquilizadores» para sus fieles, que no pueden soportar tal realidad.

Según don Manuel y Unamuno explican, la fe de los sencillos apaga la sed de vida eterna que esperan, y, por lo tanto, no quieren cegar la fuente de la esperanza de estas gentes del pueblo, aunque ellos, don Manuel y Unamuno, no puedan beber de ella, porque "no a todos es dado", como dice don Miguel, quizás no sin algún cinismo, en El sentimiento trágico de la vida, y tienen que refugiarse "en la fe de Tomás" y, desesperando, esperan. ¿Puro juego de palabras? En cualquier caso, por encima de todos los cabildeos interpretativos de formulaciones más bien retóricas o líricas, lo que hay que subrayar de manera contundente es que San Manuel Bueno y mártir es novela en la que no hay ninguna agonía religiosa, y, en realidad, ningún problematismo de la razón ni de la vividura de la fe. Se trata de una historia en la que el drama de su protagonista, un sacerdote sin fe, consiste en que ha de aparentarla para que sus feligreses no la pierdan, porque la necesitan; y se ajusta a una idea de la fe como subjetividad, que fue tan predicada con frecuencia y desde luego adoptada por el liberalismo de la época, y según la cual los hombres de fe tienen mucha consolación en la vida y en la muerte. Una falsa predicación de cristiandad acomodada al mundo, decía con sarcasmo Sören Kierkegaard, que permitía a "los espíritus fuertes decir con grandes aires: «No deseo convertirme en feliz por una ilusión»". Y es con esa idea de la fe-consolación con la que se convierte don Manuel Bueno en una especie de tranquilizador o psicoterapeuta y benefactor de una colectividad, porque él pertenecería a una humanidad superior a la de sus feligreses. Política por lo tanto, tendríamos que resumir. Y se podría pensar que el diseñador de don Manuel participa de una visión maurrasiana de lo religioso como encantamiento del vivir, y artífice de la paz social y las buenas costumbres.

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