Poética

Pero también se nos regala el lenguaje  

Boris Pasternak recomendaba que, cuando se hacía la revisión de un poema, debía quitarse de él todo aquello que su autor estuviera seguro de ser capaz de volver a escribir, y dejar en el poema solamente aquello que no se sabía de dónde había venido, pero parecía que uno mismo no lo había escrito y era incapaz de hacerlo. Y, en la narración es sumamente obvio, para quien escribe, diferenciar lo que ha visto y oído de lo que él se ha inventado; y que pienso, como Pasternak, debe ser eliminado sin contemplaciones. Al fin y al cabo sólo se trata de la eliminación del "yo" del escritor, que, como afirmaron a la vez Monsieur Pascal y la "Gramática Razonada" de Port-Royal, no toleran "ni la civilidad ni la cristiandad". Ni la narración.

De manera que, sobre esta cuestión del lenguaje que es todo, precisamente "porque son las palabras las que dan el sentido", como también nos recordó Pascal, lo que hay que decir es que no deben ser manipuladas ni puestas a servicio de autor, ni debe tratarse de hacer con ellas juegos de embellecimiento o retorcimiento, ni utilizarlas como colorantes o guarnición de suculencias, o platos de "haute cuisine", ni  para exhibir gracias y talentos, que son siempre, por cierto "la forma más baja de la inteligencia, que decía Ennst Renan, y "las corrientes del uso" de las que Cervantes no se dejó llevar, y eran las contorsiones y guisotes barrocos de su tiempo, mientras, a diferencia de ellos, tendría la lengua cervantina la sosez de la leche y el pan, como ha dicho Bataillon, con una feliz formulación.

 

Sólo una lengua así de simple puede en realidad nombrar, y también dejar al silencio la mejor parte, y llevar consigo laceración y alegría, tranquilidad y armonía. Pero no se puede hacer nada por buscar ni calcular esas palabras, como los retóricos que usan balanzas para pesar palabras como el oro y las piedras preciosas, según decían también en Port-Royal. Las palabras también tienen que llegar de donde lleguen. Vienen rodando desde siglos, y desde siglos han sido manipuladas y maltratadas, banalizadas, e instrumentalizadas, pero no las de la historia que contamos, porque nunca ha sido contada, están intocadas y dicen y nombran nuevamente, si se las escucha, y luego se las escribe tal cual. Este es el problema. Y la solución es muy sencilla: tampoco el narrador debe tocarlas, sino dejarlas ahí, tal y como salen de la boca de cada cual. Porque, además, también hay palabras que en los siglos han sido ungidas de hermosura y santidad, acrisoladas y transfiguradas, y siguen teniendo la misma relucencia primigenia.

Percy Bysse Shelley, ha descrito perfectamente la lacerante experiencia del poeta ante cada poema concluido, o ante su obra entera: "Un hombre -escribe-  no puede decir: «Me voy a poner a escribir poesía». Ni siquiera el más grande de los poetas podría decirlo; pues la mente cuando crea es como una pieza de carbón a punto de extinguirse, y que por algún efecto invisible como el soplo de un viento inconstante, le es conferido un brillo transitorio; esta fuerza emerge desde el interior como el color de una flor y va desvaneciéndose y cambiando a medida que ésta se desarrolla, y así las porciones conscientes de nuestra naturaleza no son capaces de anticipar ni el momento de su llegada, ni aquél de su partida. De poder perdurar esta influencia en su fuerza y pureza originales, sería imposible predecir la grandeza de los resultados; mas cuando la composición se inicia, la inspiración ya va en declive, y la más gloriosa poesía que jamás se haya comunicado al mundo quizá sea tan sólo una tenue sombra de las concepciones que en un principio tuvo el poeta". Y el narrador, desde luego, tiene mucho más tiempo que el poeta en asistir a ese dramático proceso de decoloración entre lo que se ve y lo que se escribe, y de la espera de las palabras que digan de verdad.

Pero, entonces, es que las palabras no son las que deben ser, y no dejan transparentar lo que hemos visto, sencillamente. O quizás no hayamos visto ni oído, y hemos inventado, y las palabras no tienen nada que decir. Y podemos dar, a esta situación, el nombre de falta de lucidez o de decaimiento de ella, si queremos; y quizás debemos, porque cuanto más hermoso o terrible es lo que vemos y oímos, más difícil se torna el escribirlo, porque la realidad tiene siempre al menos una buena parte de inefabilidad. Y sabemos de sobra que no es nuestro poder de nombrar y mostrar como el de Adán, cuando fue encargado de nombrar inocentemente a cada animal con el nombre exacto que le correspondía en el lenguaje primigenio antes de la Caída, y ni siquiera como en el principio, en las lenguas primeras, cuando los hombres buscaron nombres que participaban de la naturaleza de la cosa, y llamaron, pongamos por caso, al almendro "el madrugador" porque es el primero en levantar su gloria tras la desolación dejada por los aceros y cristales del invierno.

 

José JIMÉNEZ LOZANO

INÉDITO

 

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