Poética

 
En este texto, que ya digo que no es una confesión del autor, sino una ficcionalización de su experiencia, aparece claramente la escritura como oficio, pero como un oficio superior, en la medida que permite conocer, padecer, amar o aborrecer, en definitiva, experimentar todos los demás oficios. En la primera parte describe el desgaste físico en la escritura y los peligros que se deben afrontar (los ladrones, las fieras del desierto, los gritos del lobo, del chacal, de la hiena y del león) para evitar las copias («tenía que vigilar, igualmente mis anotaciones y valijas para que mis notas no fueran leídas por otros escribas y las plagiaran»), para aprender las costumbres de las mujeres («Y también tuve que entrar de aprendiz de platero y orífice, cardador, peraile, tejedor y tintorero, zapatero y tallador de piedras y cristales, perfumista, tañedor de arpa, pocero y pastor, o peluquero» Sara de Ur, 1989), para interrogar a los que habían conocido a su protagonista y cribar los testimonios, y para aprender idiomas remotos. Es decir, la escritura exige muchos desplazamientos, aprendizajes, viajes e identificaciones, que son concreciones del gran desplazamiento que es la escritura literaria misma. Así lo dice el autor en otro de sus textos sobre el oficio: «En la narración y en la poesía, es ‘el otro' de nosotros mismos el que escribe: ese ‘otro' que se nos revela a nosotros mismos cuando, leyendo nuestra propia escritura, la encontramos ajena; y, como decía Pasternak, quizá la única medida que tenemos de un cierto logro en esa nuestra escritura es precisamente esa impresión de ‘alienidad'. Es decir, que eso que leemos no parece que lo hayamos escrito nosotros, y que, si estuviera escrito por un escritor verdadero, no le deshonraría. Entonces reconocemos que eso está escrito por alguien más grande que nosotros mismos, que se nos ha concedido y debemos a los demás: a los vivos y a los muertos. Y, en realidad, es ese ‘otro' de nosotros mismos el que nos embarca a escribir esto o aquello» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
Ahora bien, el proceso no se cierra aquí porque, al igual que el escriba de Sara de Ur experimentaba «la impotencia para comprender el corazón de Sara y soportar su belleza», el escritor José Jiménez Lozano tiene miedo a traicionar la historia que escribe, «incluso por pura inhabilidad de amanuense», o siente temblor por si no ha utilizado bien las palabras: «¿Lo habrá manipulado nuestro yo?, ¿lo habremos barroquizado, estrujado, re-inventado, retorcido, banalizado, embellecido?» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
Un drama que se mantiene abierto tras la escritura y, ni siquiera cuando se ofrece a los lectores como cosa hecha, llegan a cerrarse las llagas del escriba: «y entonces preguntamos a un puñado de personas si la narración les ha sacado de sus casillas cotidianas, si han olido tierra mojada, sentido frío y calor, y visto oscuridad o relámpagos y, desde luego, si han vivido las vidas que se narran» ("Sobre este oficio de escribir", 1996). También habla de este oficio que no da tregua en el discurso de recepción del Premio Cervantes, titulado "Palabras y baratijas": «Con estas pretensiones y necesarias auto-exigencias vive un escribidor, aunque nunca las logre». Su consuelo es acercarse a otros escritores «y, porque sabe esto, a algún árbol tiene entonces que arrimarse, que dé sombra a esta empresa» ("Palabras y baratijas", 2003).
Jiménez Lozano vive esta dramática situación del escribidor y de su oficio, nunca resuelto y siempre abierto en su desproporción: «si ves a Sara o la oyes reír, no acertarás nunca a escribirlo», le dice el escriba de Sara de Ur al joven. Afortunadamente el escritor no ha abandonado su lugar que, aunque tenso, tiene el aroma de la vida y el perfume de la libertad. Jiménez Lozano no ha hecho descansar este vértigo del oficio en el abandono, podría haber dejado de escribir; tampoco se ha consolado adhiriéndose a las modas o a los atractivos de los círculos literarios, es un ‘outsider'; ni ha desoído las voces que se le imponían desde dentro. El oficio de escribir ha consistido para él en mantenerse en el sutil y siempre agudo filo de la libertad: «Siempre he tenido claras tres cosas: la una, que no quería ser escritor, sino escribir, que no es lo mismo, como puso muy bien en claro Flannery O'Connor; la segunda, que debía ser yo el que decidiera lo que escribiese; aunque luego, en último término, no lo decida yo sino que se me impone en mis adentros, pero, desde luego, nada desde mis afueras. Y la tercera, que es la misma aunque enfatizada, que, desde cuando siendo muy joven me leyeron en el señor Miguel de Cervantes que él luchó por no dejarse llevar de la corriente al uso, y me explicaron lo que esto significa, también decidí yo, entonces, que no tenía por qué mirar a ninguna parte de las corrientes y los usos» (Homenaje a José Jiménez Lozano, 2006).
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