Premios y reconocimientos

1988

 

III   

Y es la memoria, al fin y al cabo, la que deberá sostenernos en un mundo como el nuestro en el que quizás ella sola puede suscitar la subversión y el rechazo de un orden que trata de abolir el pasado, mediante el olvido, y el futuro, mediante su configuración como presente, haciendo opciones irreversibles que roban a las futuras generaciones su libertad.

La memoria, no el sentido nietzscheano de «un grado de insomnio, de rumia, de sentido histórico que causa daño a todo lo viviente», sino como «solidaridad hacia atrás» de la que J. B. Metz ha escrito que es «una solidaridad rememorativa con los muertos y los vencidos, solidaridad que rompe el embrujo de una historia interpretada desde la perspectiva evolucionista o dialéctica como historia de los vencedores», o del progreso. Irrumpe en el ámbito de lo fáctico y lo trastorna, desmonta los mecanismos del encubrimiento y de la mixtificación, desvelándonos a qué precio de sufrimiento se pagó todo eso, y devolviendo su voz a la verdad silenciada o encubierta: haciendo, así, posible para nosotros el cumplimiento de esperanzas truncadas.

Esa memoria es razón como libertad abierta hacia adelante, «una conciencia implicada en historias» que hay que contar, porque narrar es vivir y revivir otras vidas en la nuestra, en el plano individual y colectivo. Ahora precisamente, cuando la historia no sólo no es ya «magistra vitae», y el arte y el placer de narrar han sido expulsados tanto de la ciencia histórica como de la novela y la narración, sino que la historia y la aventura humana mismas serían únicamente un mero conjunto de datos objetivos sin trama y cuya memoria sólo puede ser cibernética.

Pero el hombre es el hombre, y mucho tendría que deteriorarse su antigua consistencia, en medio de este estruendoso fracaso de la modernidad y su precipitación en alejandrinismos y modelos de alta costura cultural, para que no conserve el recuerdo del sufrimiento o no espere algo mejor para el mañana de sus hijos. Y sólo olvidando o soterrando esa común condición humana podrían los hombres de letras y de ciencia o los artistas renegar de esa memoria del pasado que a ellos mismos les cuestiona.

Pero todos podemos renegar y traicionar, y mejor es traer a mientes estas cosas antes de dar más pasos en ese regreso a la inhumanidad de que hablaba Th. Adorno: un camino de mal retorno que se abre, sin duda, ante los hombres cuando éstos olvidan su eslabón con los muertos, pero también cuando las sociedades se quedan sin fiestas, que es decir sin conmemoraciones ni esperanzas.

No hemos perdido nosotros afortunadamente este don, en este rincón del mundo, y estamos, ahora mismo reunidos para una conmemoración colectiva, en un día de fiesta, que es ruptura de la constricción del trabajo diario y afirmación de la primacía de lo lúdico y gratuito, que no es posible ordenar, proyectar, ni planificar, sino que es libertad pura.

 

IV

Desde el puente sobre el Duero, que está en esta ciudad de Zamora, decía Unamuno que se podía obtener «una lección fundamental y preliminar de la historia de

España, porque va por aquí el Duero casi siempre rojizo, turbio y enfangado, y puede calcularse y aforarse el agua que el río lleva y la enorme cantidad de tierra vegetal que arrastra hasta el mar o hasta su desembocadura en Oporto. Y esto, un año y otro, y un siglo tras otro siglo. Y luego vuélvase el estudioso a la meseta y vea a la recia encina, toda ella corazón, levantar como flor de piedra su verdura perenne, entre berruecos, en un terreno cascajoso o rocoso, en una tierra toda ella corazón también, corazón de piedra, corazón de hueso, y se verá cómo este interior de España, donde afloran a sobrehaz las entrañas poderosas de la tierra, es una meseta lavada y desollada por aguas seculares». Como un símbolo de desnudamiento y franqueza entre alcores grises y del color de la herrumbre: el del barro de la vasija primigenia y el de la textura del hombre en el mito bíblico.

Pero, contemplando Safo de Lesbos las encinas agitadas furiosamente por el viento y ofreciendo su melena de plata a la luz de la luna, no encontró mejor símbolo que éste para referirse a las tormentas del amor en el corazón y la carne del hombre: su gloria y sus devastaciones. Y tal es la sutil y misteriosa cadena de que está hecha la cultura humana al simbolizar lo real que está en nuestra casa y hacer resonar sus trasuntos de punta a punta del espacio y el tiempo de todo el universo de lo real. De manera que, por eso mismo, son necesarias todas las voces, y distintas todas ellas; pero quizás, sobre todo, son las más necesarias las más pequeñas e inaudibles y las que proceden de la memoria de los muertos que dijeron verdad.

Hemos, pues, de hacer todo lo posible y lo imposible por mantener la nuestra y expresarla en un lenguaje verdadero: en el lenguaje carnal de nuestro pueblo que, como hace cuatro mil años y en lenguas primigenias y fundantes de nuestra propia cultura hacían los viejos campesinos babilónicos o hebreos, sigue llamando a los almendros «los que primero asoman», «los madrugadores» o «vigilantes», quienes avisan de la letal helada y los primeros que anuncian la primavera. Es decir, un tiempo que en esta tierra nuestra es tan incierto y necesario como la esperanza.

José Jiménez Lozano
Premio de las Letras de Castilla y León
23 de abril de 1988

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