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2008

 

II

Pero tenemos que preguntarnos: ¿dónde sucedió esta tan singular historia? Es decir, tenemos que preguntarnos por el «topos» y el paisaje; un paisaje que en Unamuno nunca es mero descripcionismo, presencia estética formal, o telón de fondo, y mucho menos ámbito en el que respiramos, sino fondo de la intrahistoria, paisaje existencialmente asumido, e incluso torsionado.

En el prólogo que puso Unamuno a San Manuel Bueno, mártir, y tres historias más, en 1933, habla de "la trágica y miserabilísima aldea de Riba de Lago", junto a San Martín de Castañeda, donde "en aquellos pobrísimos tugurios, casuchas de armazón de madera cubierto de adobes y barro de una desolación tan grande como la de Las Hurdes se hacina un pueblo al que ni le es permitido pescar las ricas truchas en las que abunda el lago y sobre las que una supuesta señora creía haber heredado el monopolio que tenían los monjes bernardos de San Martín de Castañeda, otra aldea con las ruinas del humilde monasterio que está también junto al lago como lo está Galende, aunque ninguno de los tres pudo ser ni fue el modelo de mi Valverde de Lucerna", el pueblo de don Manuel Bueno, de Ángela y Lázaro Carballino, de Blasillo y de Perote".

En 1948, en la Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, Luis L. Cortés invoca la leyenda de la ciudad sumergida, llamada "Luiserne" en la "Chanson" francesa de Anseis de Cartago, que estaría en el fondo, o con la que se podría relacionar la novela unamuniana. La leyenda parece que se habría diversificado en varios cuentos de aquella región zamorana del lago de Sanabria, y en uno de ellos se habla de que, un día, en una antigüedad remota, apareció por aquel pueblo, ahora sumergido, un mendigo al que se le cerraron todas las puertas, excepto las de un horno en el que unas mujeres estaban cociendo pan con el que le socorrieron. El mendigo dijo a las mujeres que abandonasen el lugar porque iba a maldecirlo por su falta de compasión, y que sería anegado por las aguas, como en efecto sucedió. Tan sólo quedó en medio del lago, que anegó la aldea, una islita en el lugar en que estuvo el horno, y en adelante cualquiera que se acercase al lago en la madrugada de San Juan oiría tocar las campanas de la sumergida Valverde de Lucerna, que es como el autor de "San Manuel Bueno" tradujo "Luiserne".

Unamuno estuvo en el lago de Sanabria, en junio de 1930, escribió dos poemas en su Cancionero en los que expresó su vividura y sus vivencias espirituales de ese lugar y esos paisajes del alma. Y se supone que allí se le habló de esta leyenda, pero ni esta suposición, ni la hipótesis erudita de que la "Chanson" fuera traída a España por los peregrinos franceses a Santiago de Compostela, importan realmente al asunto, ni tienen relevancia entitativa alguna en la novela. Y es obvio que en la leyenda se trata de una parábola o moralidad medieval más de tipo didáctico o catequético, que debe aproximarse a las de San Cristóbal y San Martín, patrón por cierto del monasterio que está junto al lago. 

Pero la leyenda medieval románica del lago tiene, además, sonoridades realmente terribles para nosotros que leemos la novela unamuniana y allí escuchamos las campanas de la ciudad sumergida en el lago, después del arrasamiento de Rivadelago, una de aquellas aldeas, por las aguas en aluvión, producido por la ruptura de los muros de la cercana presa de agua de Vega de Tera, en la noche del 9 de enero de 1959. Y la propia historia de don Manuel se colorea con similar dramatismo, cuando sabemos que sus «sucesores», los párrocos de estos pueblos -y concretamente el de Galende, don Tomás Rodríguez Chimeno, asesinado el 19 de abril de 1940, y enterrado en el atrio de su iglesia parroquial- fueron víctimas de la violencia política de las guerrillas de la post-guerra civil. Por donde habría otro engarce con las «cuestiones de Salomón», como Unamuno llamaba a las cuestiones políticas, en relación con las otras «cuestiones de Abisag» de las que se habló más arriba; es decir, el engarce entre don Manuel y don Tomás, y el Lago mismo, que también sepultó en sus aguas a víctimas de la misma guerra civil; y quizás se oirían sus voces, unidas al canto de los monjes en el monasterio sumergido.

Pero Unamuno dice a propósito de los lugares de su novela que, "tratando de narrar la oscura y dolorosa congoja cotidiana que atormenta al espíritu de la carne y al espíritu del hueso de hombres y mujeres de carne y hueso espirituales, ¿iba a entretenerme en la tan hacedera tarea de describir revestimientos pasajeros y de puro viso?". Evidentemente, no se entretuvo, en modo alguno.

 

Adolfo P. Carpio, en su estudio Unamuno, filósofo de la subjetividad ha visto muy bien que don Miguel llama «nivolas» a sus novelas, porque quiere subrayar con todo énfasis su oposición al realismo o al naturalismo cuasi-científico de destrucción o enmudecimiento de la realidad, e igualmente quiere enfatizar que la novela es en sí "proceso de creación, producción de la realidad con sólo quererlo, fe que crea su objeto". De manera que ni siquiera se entretuvo en lograr encarnadura para sus personajes; y, pese a que se nos proporcionan ciertas informaciones acerca de su físico - de don Manuel se nos dice, por ejemplo, que era alto y delgado y poseía una maravillosa voz-, no logramos verle ni sentirle. Y eso mismo nos ocurre con los demás personajes, que son almas que viven-desviviéndose en los adentros de su almario, como se nos dice igualmente, y sus nombres y otras determinaciones resultan ser el puro soporte de la espiritual aventura que se cuenta. Y «espirituales» son las casas, las calles, las cuadras, el lago y la montaña. Lo que hay en el lago no es agua, sino el pueblo entero de Valverde de Lucerna, creyendo, cuando recita el «Credo», como formando parte de esa iglesia sumergida; es espejo del cielo, cuna de la muerte para la nieve cuando sobre él cae, y acogimiento misterioso de las miradas agónicas de don Manuel, según también se nos dice; aunque inevitablemente tenemos que preguntarnos cómo puede haber agonía sin carnalidad. La atmósfera del relato se torna onírica. 

¿Y la diócesis de Renada? En otra ciudad de Renada, transcurre la acción de Nada menos que todo un hombre y de El espejo de la muerte; y yo no me atrevería a decir que tal nombre tenga una clara significación alegórica, y no ya simbólica, como tampoco en el caso de los nombres de los personajes: Manuel, Lázaro, Ángela, etc. aunque parece bastante claro que tal debió de ser la pretensión unamuniana. Pero, sin duda, se hacen ciertos guiños con esos nombres, aunque no son seguros y esenciales, sino siempre equívocos; y en el caso de Renada me parece igualmente que se trata de una mera intencionalidad y de juego verbal del autor. Porque éste, en efecto, en un artículo de 1918: Res=Nada, en el que juega con los vocablos "a la pelota hasta reventarlos y que suelten las tripas -tripas de ideas"-, examina la estirpe lingüística de los «res» y explica que "a lo que en castellano llaman reses es a lo que han conducido todos esos «res» examinados" y que «res» en latín significa cosa, pero en catalán "en que comenzó significando algo, ha concluido como en francés en «rien», y en castellano «nada» (cosa nacida) por significar «nada»". ¿Sería entonces «Renada» lo mismo que «Renacida» o que «Doble Nada»? ¿O la pura ambigüedad de las dos cosas? Hermoso nombre, en cualquier caso, para un «topos» onírico, pero que, si lo pensamos como real, evapora en sueño todo lo que allí sucede.

Y, sin embargo, todos nosotros creemos saber, porque el autor lo aseguró, que ésta es una historia castellana en una aldea pobre de aquella geografía vecina del Lago de Sanabria y San Martín de Castañeda: y, en cierta medida, estos lugares ya no pueden mirarse sin ver allí esta historia. Aunque no disuelve verdaderamente la otra historia verdadera que alza la simple visión de la mole románica de la iglesia, que fue una fundación mozárabe, en 921, de los monjes que vinieron desde San Cebrían de Mazote, e iglesia que se reconstruye en 1150 por Alfonso VII y el abad Pedro Cristiano. Los monjes negros tienen en la novela una presencia puramente mística, pero no es más carnal la de todos los otros habitantes de estos aledaños, y ya es curioso que el autor nos contase que, en aquellas aldeas en torno al Lago de Sanabria, las gentes eran demasiado miserables y atrasadas para hacer creíble la historia de don Manuel; y no menos curioso que alguien como a Unamuno, que no aceptaba el ser desprendido de su carnalidad, le preocupase tan escasamente la de sus personajes, y la del mundo y de la historia.

Unamuno hizo, en fin, del paisaje castellano una categoría central de su visión del mundo y de la historia, y hasta una categoría teológica. A veces se revela muy capaz de mirar admirablemente la naturaleza, y nos encontramos en su escritura con imágenes de una nobleza clásica que están en Shakespeare o en Homero: "la roja rueda del sol", la encina levantando "como flor de piedra su verdura perenne entre berruecos" o el llover "a orvello", cediendo a una encantadora melancolía galaica. Lo que ocurre es que su mirar se interioriza en seguida, y el ojo de Unamuno opera en seguida su transfiguración lírico-religiosa.

 

"El realismo del XIX -dice con razón Paul Tillich- o el que ha venido después, en literatura sobre todo, despojó a la realidad de su poder simbólico; el expresionismo trató de restablecer ese poder resquebrajando la superficie de la realidad. El nuevo realismo da relevancia al significante espiritual de la realidad, utilizando las formas que ella ofrece". Pero la realidad puede evadirse por el camino de un realismo de pura «res extensa», o por el camino del idealismo burgués - el idealismo moral o estético - que no se infiere de la realidad misma, sino que se añade. Es decir, se idealiza la realidad en vez de transcenderla, o trans-significarla, y esta trans-significación es la que venía diciendo que Unamuno trata de hacer con el lago y la montaña, y con la tierra entera de Castilla como tierra horizontal y esteparia, símbolo del Cristo muerto que, a su vez, es tierra y puro trasunto de la tierra de Castilla, en el poema sobre el Cristo de las Claras, de Palencia. Y ambos, Cristo y Castilla, son metáfora esencial de la agonía interior. Pero el asunto está en si se da, en realidad, esa trans-significación, o también es un mero añadido retórico de lirismo verbalmente religioso.

Y lo es también el «tempo de la narración. Sabemos, desde luego, que se nos están refiriendo acontecimientos pasados, pero se quiere que sigan actuando y son revividos; y por eso la narración se hace de modo ritual. La historia de don Manuel, según se nos dice, se nos cuenta por razones canónico-eclesiásticas o con pretexto de éstas: el proceso de canonización de don Manuel ha sido abierto por el obispo de Renada, que ha visto en él un clérigo y pastor de almas ejemplar, aunque Ángela oculta al obispo la verdadera personalidad del cura, y entonces la narración transciende la pura circunstancia eclesiástica o canónica. Ángela, la supuesta narradora, queda inmersa en la doblez lírico-religiosa del relato, como buena discípula de don Manuel, realiza la «anámnesis» o «re-vivencia», la memoria de la historia de la vida terrenal de éste, y apoya la farsa de declaración de esa santidad de benefactor social, al fin y al cabo como en el caso del cura Nazarín de Galdós - aunque de otra clase de beneficencia - para que la canonización reafirme, ante los ojos de las gentes de Valverde de Lucerna, que él, don Manuel, sigue pastoreándolas desde la invisible Iglesia del más allá, para que sigan viviendo en la vana creencia que necesitan. De modo que Ángela escribe para «perpetuación de la momentaneidad» de esa vida de don Manuel. Y lo hace para introducir esa historia espiritual de increencia e hipocresía, de la que ella es testigo, "en lo eterno, sustancia del tiempo"; a imagen de lo que trata de hacer siempre la narración litúrgica, a la vez que «presentiza» el pasado; y por eso está allí la repetición del «ahora», que tanto ha extrañado a los críticos. Pero el problema es que todo esto está dicho como interpretación misma de la narración, introducida por el autor-narrador en la novela, pero es más que dudoso que esté en ella. Si no hay carne y tiempo histórico, ¿de qué pasiones humanas, religiosas o no, se podría hablar? Y, como todo es una representación onírica, el adobamiento de ésta con un juego lingüístico lírico y paradójico, concurre, tanto o más que la desencarnadura de sus personajes, a hacer increíble la historia, y hasta la fábula moral a la que apunta. El narrador ha instrumentalizado la historia y sus personajes como meros portadores de sus teologías con su yo en el centro.

El yo de don Miguel impregna omnímodamente la novela, y diríamos que no sólo a costa de don Manuel y Ángela, y de todos los otros personajes, sino del paisaje y de la historia que se cuenta, como acabo de apuntar. El yo del escritor parece no haber podido encontrar siquiera un «alter ego» con alguna singularidad individual y carnal que hable por él, y que no sería ninguna buena solución literaria, aunque, si hubiera tenido alguna alteridad, sí podría haber anclado de algún modo la novela en lo real. Pero la voz que se oye en estas páginas es unamuniana, en la que abundan los juegos y forzamientos semánticos, los dobletes de las enunciaciones, la dura sintaxis, las paradojas que enfatizan puras abstracciones, resulta única, y no oímos otras voces. ¿Es por esto también, además de por su desencarnadura, por lo que la novela, aunque tenga una gran hermosura, nos guste o nos impresione, nos resulta increíble y ahistórica?                                      

 

Inmediatamente fue visto por todo el mundo lo relativo a la ausencia de carnalidad de los personajes y de la historia real, y Gregorio Marañón dirá en una conferencia: "Personajes, lo que se dice personajes de carne y hueso ninguno. Almas, cuatro: un cura, una muchacha, un hombre y un idiota (sic)". Pero, en realidad no sólo es esto una evidencia, sino que, por un lado está dentro de, digamos, la teoría o la voluntad de novelar del autor, y, por el otro, advertido y confesado queda el carácter onírico de la narración, en las últimas páginas del libro por quien se supone que escribe esa vida de don Manuel, Ángela Carballino, que confiesa: "¿Es que esto que estoy aquí contando ha pasado, y ha pasado tal y como lo cuento? ¿Es que pueden pasar estas cosas? ¿Es que todo esto es más que un sueño soñado dentro de otro sueño?". Por esto no puede darse siquiera esa "posición de alguna manera adversa y crítica que es la condición de la novela", como, a propósito de Balzac, dice F.Taillandier.

Y, por esto mismo precisamente, San Manuel Bueno, mártir, entre todos los trasuntos literarios del momento en que se producen los intensos dramas humanos a los que da lugar lo que Karl Löwith ha llamado "la crisis de la cristiandad burguesa", es la única novela que los torna acaecer onírico, símbolo estético, o fábula moral equívoca, sentimentalismo lírico- religioso, y juego lingüístico. En la historia real, y en las otras novelas o cuentos que narraron tal drama, había carne y sangre. Aunque también algunas de ellas quedaron marcadas por "el Espíritu del tiempo" en tanto que coautor real de la escritura, y éste, como el Orco en el poema de Catulo, es siempre capaz de devorar toda belleza.

 

José JIMÉNEZ LOZANO
Universidad "Francisco de Vitoria"
10 de octubre de 2008

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