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Poética

 
Ahora bien, para mantenerse en diálogo con estas grandes amistades, es necesario rehuir ciertos demonios, que él ha denominado «los demonios del escritor». Figuras que el escritor divide en dos: los externos y los internos. Los primeros responden a «esa constricción sociocultural, o doxa y estereotipo, aceptados y compartidos por la inmensa mayoría que, aunque no tenga el poder político, es realmente un imperio, hasta tal punto que el poder político no es más que la objetivación de esa doxa» (El narrador y sus historias, 2003). Estos demonios externos pueden encontrar consentimiento y apoyo en el escritor: es la búsqueda del éxito. Este término para Jiménez Lozano no puede confundirse con la gloria (aere perennius, más perenne que el bronce). El éxito puede jugar muy malas pasadas a los escritores: «Desde la pura información de que tiene compradores y aumenta su cuenta corriente, hasta el (...) endiosamiento, y conversión en algo así como en una cámara de resonancia de sí mismo donde su nombre se hace mayor que su obra» (El narrador y sus historias, 2003). Estos demonios externos también pueden afectar en un sentido aparentemente distinto, pero que constituye la otra cara de la misma moneda: se trata del lamento del escritor que, consciente de que no se ajusta a los enaltecimientos de la moda, se siente diana de las mayores injusticias, y se lamenta de ser un fracasado, se ve como «un genio incomprendido, desposando en seguida la misma necia altanería del escritor exitoso. ¿Y a cuántos escritores no ha consumido este fuego? ¿Cuántos otros abandonaron la escritura? ¿Cuántas páginas no están manchadas incluso por el resentimiento más justificado, pero resentimiento?» (El narrador y sus historias, 2003).
Los demonios externos son una tentación permanente para el escritor -la fama y el éxito- y en nuestro mundo de la mercantilización de la cultura pueden llegar a destruir una escritura. Cuando el artista se amolda a lo que se llama el público de masas, o escribe pensando en las ventas previstas por el mercado, o doblegándose a los gustos de la opinión pública, sucumbe a uno de esos demonios externos. La consecuencia se ve en los productos: best-sellers, narraciones estandarizadas, series de textos repetitivos, obras que se venden porque están escritas por un famoso, sentimentalización de la historia, literatura de entretenimiento y un largo etcétera. 
La distinción entre demonios externos e internos es muy pertinente en la reflexión de Jiménez Lozano porque, por mucho que el mundo envejezca con la oferta de estos productos y tiente al escritor con sus ventajas de fama, éxito, poder y dinero, la libertad del artista es indestructible e irreductible si no se deja llevar por los demonios internos. Es decir, el discurso del abulense no es un lamento sobre la cultura actual, pero sí una revisión crítica de sus trampas. No considera que sea algo irremediable, la situación requiere todas las energías posibles para evitar la victoria de los demonios, que supone «el aplastamiento de la verdad y la belleza». En el espacio que separa y diferencia el triunfo de la derrota está la libertad: «El vencer a esos demonios exige también siempre, de algún modo, el perder la vida (...) los escritores arrastrados por su total libertad exigen también lectores con ese mismo valor de perder su vida con un libro; y un verdadero crítico que también esté dispuesto a perderla, al fin y al cabo» (El narrador y sus historias, 2003).
Los ejemplos de la fuerza de los demonios externos actuando sobre los autores son muchos a lo largo de la historia de la literatura; Jiménez Lozano cita en El narrador y sus historias a varios: Cervantes o Fray Luis bajo la Inquisición, Dostoievski bajo el zarismo, Solzhenitsyn bajo el régimen soviético. También hay testimonios sobre la fascinación de los demonios interiores: es el caso de Tolstoi, que cayó en la tentación de convertirse en demiurgo de sus historias, aunque rectificó en sus cuentos; o de la subversión de la escritura de Melville, que no sucumbió a la fama. Asimismo, habla de aquellos escritores paradigmáticos, cuya escritura se alza sobre cualquier presión externa o interna y que son referencia continua en el pensar y vivir de Jiménez Lozano: Cervantes y Dostoievski, a quienes considera dos outsiders; a su sombra se sitúa el autor.
En resumen, la crítica al mundo es terrible, ya no sólo al mundo literario, sino a la sociedad en general, que se somete a modos de vida que entierran el gusto por vivir, la esperanza,y que parece ha elegido un camino dirigido a que «ese imperio de los señores, con medio mundo en la residencia de ancianos, los niños en sus catequesis psicológicas, los jóvenes integrados al consumo lúdico incluso de las drogas, y el resto del mundo tan feliz de ser moderno, se asiente por mil años y resplandezca como el sol, mientras nuestras esperanzas están bien enterradas en un ataúd de plomo y a veinte metros bajo tierra». Pero la crítica no es totalmente desesperanzada («lo verdaderamente importante, sin embargo, sería que allí siguieran irradiando») y por eso «tiene más importancia que nunca contar historias de hombre, hacer presente la belleza de la poesía y el arte» (Una estancia holandesa , 1998).
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