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Poética

 
La cadena de hombres y mujeres que aparecen por las páginas y escritos del autor, que él ha querido a su lado, son aquellos autores a la sombra de los cuales escribe. No son meras influencias que han podido aportarle una sugerencia, una palabra, un gesto o una anécdota, no; tampoco son una preferencia hacia la que él se haya inclinado porque haya sopesado de quién le gusta el estilo o de quién los temas; ni son autores sancionados o aceptados por todos como autoridades (lo que se ha llamado el canon); ni siquiera eso que Goethe llamaba afinidades electivas y que veíamos más arriba. Se trata de una fascinación, de un atractivo, que arrastra toda la libertad del escritor hacia estos autores y de los que ya no se puede desprender; vuelve una y otra vez a sus escritos, desde diferentes perspectivas, curioseando entre sus aristas, removiendo las novedades, recreando, desde la distancia y con respeto, las escrituras, las palabras, imaginando sus humores, sus angustias o sus dones. Lo que se presenta al principio como fascinación llega a convertirse en una nueva familia a la que se pertenece, lo que Jiménez Lozano llama una familia espiritual «larga, compleja y contradictoria» ("Por qué se escribe", 1992). Es así porque entran en su vida «forzándola per fenestras o por alguna puerta trasera, y me he encontrado tan a gusto de ser así violentado. O me han seducido» (Una estancia holandesa, 1998). Aquí y de un modo general, nos interesa ver este rasgo constante de la literatura occidental - en la que, como dice Steiner, «los escritos más serios incorporan, citan, niegan o remiten a escritos previos» (Presencias reales, 1989)- y el movimiento del autor hacia estos escritores, es decir, la fuerza de atracción y la ligazón con la que se une a ellos y a sus escrituras. Se siente vinculado a estos autores como si les uniesen de verdad lazos de familia. La energía que le arrastra hacia ellos está movida por la intuición o constatación de que responden a esa pregunta que acompaña la infancia, y que no sólo no se acaba con ella, sino que se acentúa con el paso del tiempo y la buena compañía: «La pervivencia de las inquietantes preguntas de la infancia: ¿Y por qué?, que no mueren con ella y buscan respuesta hasta poner todo patas arriba, rebuscar en los laberintos de las personas y de las historias, y mirar por detrás para ver cómo está hecho el tapiz de la vida». Desde esas búsquedas y rebuscamientos llega a hacerse con una familia: «¿Y cómo se hace uno con esa familia? ¿Cómo me encontré con ella y nací, y crecí, y vivo con ella? (...) porque se busca más vida u otra vida que tu propia vida y la vida que te rodea. [Llevado por] un instinto que te arrastra, o una pasión irreprimible, o un amor profundo del que no puedes librarte» ("Por qué se escribe", 1992).
A esta familia la ha llamado sus cómplices; creo no equivocarme si digo que precisamente en virtud de su variedad y complejidad; ninguno de ellos es previsible y todos entran de diferentes formas en el ámbito del autor. Porque los cómplices de la escritura de Jiménez Lozano pueden encontrarse tanto «entre los viejos griegos», como en el gesto «de la mendiga que alarga su mano» ("Sobre este oficio de escribir", 1996). Entre las aguas que alimentan el gran océano que es la literatura, pueden ser o grandes ríos de aguas caudalosas o pequeños riachuelos, ya que, sin éstos, aquéllos no llegarían a serlo. Pueden ser grandes escritores y maestros de la filosofía, pero también figuras que desde la vida permiten que las palabras sean leídas, escuchadas, vivificadas de nuevo; personas que, «siendo nadie, han importado más que un César o un filósofo para hacerte hombre» ("Por qué se escribe", 1992). Esta familia empezó a formarse cuando Jiménez Lozano, siendo niño, conoció a los primeros miembros en la escuela rural a la que asistió. La entrada en ese mundo se le reveló como una maravillosa y fantástica aventura: «En las viejas y algo destartaladas escuelas rurales (...) sucedía (...) algo tan extraordinario como en el cuento de la Cenicienta, cuando ésta se queda en casa a realizar las hazanas más serviles de ella, mientras su madrastra y hermanas asisten a una brillante fiesta en un palacio. Esto es, sucedía que aparecía una carroza de cristal en la que iba un príncipe, nos invitaba a subir, y partíamos. No sabíamos adónde, y ni siquiera si regresaríamos. Tal y tan fantástico, en efecto, es, en el acto de leer, el encuentro primero y radical con un escritor y una escritura, que nos hacen admirar, cuando tenemos todavía intacta nuestra capacidad de maravillarnos, incluso si entonces no le entendemos a derechas, ni podríamos entenderlo» ("Palabras y baratijas", 2003).
Más adelante, con Azorín entendió que había formas de ilustrar lo habitual: «iluminaban lo que oíamos y veíamos, revelándonos la verdad de esos textos» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990).
 
Desde entonces, la conversación con esos cómplices se hace constante. Las idas y venidas entre la vida real y la vida vicaria de la literatura se ilustran con ejemplos de cómo las palabras permiten leer y dar profundidad a las cosas que Jiménez Lozano vio siendo niño: «Una mujer que fue mi madrina de bautismo se comportó en aquellos años como Antígona frente a la brutalidad del poder y de las leyes, invocando la ley de la humanidad inscrita en el corazón de todos los hombres y la humanidad de lo cristiano (...) y lo hizo a gritos como una Ménade. Pero, a la vez, con una especie de tranquila y soberana autoridad moral, que amedrentó a los asesinos y liberó la conciencia moral de las otras gentes (...) Era una Antígona que invocaba solamente la condición humana y la sacralidad de la vida, la solemnidad de la pobreza y la soledad o el sufrimiento de un ser humano (...), el derecho a llorar a los muertos y reverenciarlos, incluirlos en nuestra vida y en la historia mediante el recuerdo (...). Y seguramente nosotros no entendíamos, ni podíamos entender, la Antígona de Sófocles que leíamos, pero descubrimos que aquella mujer de que hablo era como Antígona, o Antígona misma, y que aquella historia antigua era verdad» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990).
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