Premios y reconocimientos

1988

Recibe el Premio Nacional de la Crítica por la antología de cuentos El grano de maíz rojo, y el Premio Castilla y León de las Letras por el conjunto de su obra
(discurso completo)
 

Premio de las Letras de Castilla y León, 1988

Me corresponde el honor de hablar en este acto en nombre de quienes, como yo, han sido galardonados con una distinción que, al margen de su valor o prestigio específico, ofrece un símbolo: el del reconocimiento de la tierra donde hemos nacido y el don mismo que en su nombre nos hace el Gobierno regional. De manera que lo primero que he de hacer es expresar nuestra gratitud, y eso del modo más simple y sencillo: con ese sentido antiguo del pudor que es un valor central de la civilización, y, entre nosotros, puede adoptar hasta la forma de la sequedad. Porque, en esta tierra, es el silencio mismo, a veces, la mayor espontaneidad en que vertemos nuestros sentimientos verdaderos y más profundos. Y no es mala cosa, ciertamente: es una expresión de nuestro modo de ser y de nuestra herencia antropológica o sistema de valores y actitudes existenciales que, como otras muchas, debiéramos preservar en un mundo, como en el que vivimos, de tanto ruido y tanta expresividad de nadas o banalidades.

Ocurre, sin embargo, que quienes, éste como otros años, hemos sido distinguidos con los Premios de Castilla y León en sus distintas modalidades, somos gentes de libros, pinceles, gubias, planos o laboratorios, y que precisamente se nos ha galardonado por eso. De manera que ésta es una circunstancia específica que exige una siquiera pequeña reflexión en unos cuantos aspectos.

Somos nosotros, efectivamente, individuos de un grupo social singular que en el lejano pasado recibieron el nombre de «clérigos» o «letrados» con una cierta ambigüedad, y en nuestro tiempo reciben el no menos equívoco, ni menos pedante nombre de «intelectuales». Y ni a mi peor enemigo -si es que lo tengo- desearía ponerle un mote así, cargarle con un tal sambenito. Pero no cabe duda de que, por oficio -como un mozo de estación, aunque sea hombre canijo y de mediocres fuerzas ha de andar a vueltas con pesadas maletas de otros ciudadanos que quizás son incluso verdaderos hércules- andamos a vueltas nosotros con el mundo de las ideas y los problemas del conocimiento, la expresión artística, la estructura y dinámica de la naturaleza, pero también en torno al rostro y la historia de los hombres o su «hábitat»: es decir, tenemos que ver con todo el universo de lo real y lo pensable, y la aventura de la belleza. Algo que en su mera enunciación y en la realidad de las cosas resulta una tarea ingente aunque sólo sea en los breves instantes de nuestra vida que pasa por nuestras manos, heredada de otros y que a otros traspasaremos, como lo que es en verdad: como un oficio fascinante y pesado, glorioso y humilde al mismo tiempo. Pero no un «status», ni un «cursus honorum».

 

En cierta manera, estas distinciones ciudadanas contradicen «in re» el consejo de Platón de no admitir en la República a los poetas, o de expulsarlos de ella. Aunque, claro está que Platón se refiere a aquellos retóricos, sofistas y encantadores de la forma que fascinan a sus conciudadanos con mentiras hermosas, sin relación alguna con la verdad y la eticidad. Y, ciertamente, la historia ha abundado en Repúblicas políticas que han sido inspiradas o diseñadas por esos fabricantes de encantamientos, o en las que éstos, en cualquier caso, se han sentado en los bancos del honor y del poder, o han servido de decoración de sus fastos, o incluso de bufones cantores de sus glorias; y esto a lo largo y a lo ancho de una diversidad de regímenes o sistemas políticos a los que esos ilustres cortesanos se han adaptado muy bien. Mientras la verdad y el sentido de lo justo o la eticidad han debido refugiarse entre los muertos. «Como pocas gentes se atreven a decir la verdad a los grandes -decía Renato d' Anjou de su tiempo- no había sino los muertos para hacerlo, a través de los escritos que nos han dejado».

Es tal, en efecto, la condición humana, que tanto desde el lado de los políticos como desde el de los «intelectuales» -al fin y al cabo, el mismo lado, porque se trata de poderes, y el «partido intelectual», como diría Péguy, es bastante indiferenciable del «parti-prêtre»- hay la tentación al menos de fabricar entre todos una gran fascinación y una gran mentira. O, lo que es lo mismo y está en gran parte ante nuestros ojos y a escala planetaria: una esplendorosa maquinaria cultural de nadas, una colosal empresa de ontologización de lo banal, un aparato justificativo del poder o cómplice con él, porque lo científico o lo artístico o el discurso cultural de cualquier clase se han tornado igualmente un poder, como acabo de decir: juicios últimos y entendimientos globales, expresiones artísticas cerradas sin dimensión relacional alguna, demiúrgicas. Y, entonces, ocurre, como nos advirtió Julien Benda que «la sensibilidad artística está mucho más recompensada por un sistema que tiende a la realización de la fuerza y la grandeza que por otro que tiende al establecimiento de la justicia... La sensibilidad artística está especialmente exaltada por el espectáculo de una masa de individuos que están subordinados, unos a otros, hasta llegar a la cabeza suprema que los domina a todos». Y Dilthey, por su parte, nos ha mostrado las complicidades del pensamiento y del método científico en las depredaciones de la historia moderna y en la organización de lo cuántico como referencia esencial y exclusiva del conocimiento y de la praxis, y también como axiología absoluta. No hace falta que entremos en detalles y menciones que nos avergüencen, una vez más, al señalarnos a algunas de las más altas inteligencias de nuestro mismo tiempo aplaudiendo, sosteniendo o incluso sugiriendo la ignominia. O callando ante ella con un silencio cómplice, en cualquier caso.

El propio Julien Benda, extrayendo conclusiones de lo que ocurrió en vísperas de la Primera Gran Guerra y de lo que estaba sucediendo al borde de los años treinta de nuestro siglo, acusó abiertamente a esos «clérigos» o «intelectuales» de «la organización intelectual de odios políticos»; esto es, de pura traición a sí mismos y a su oficio, su misión o su papel: «La trahison des clercs», llamó a su libro, en el que esto quedaba denunciado. Porque tanto si esos «clérigos» o «intelectuales» habían permanecido hasta entonces en sus gabinetes, «dedicados a la actividad puramente desinteresada del espíritu», como si andaban predicando «en nombre de la humanidad y la justicia la adopción un principio abstracto superior» y directamente opuesto a las presiones políticas de la multitud, irrumpieron de hecho en la vida pública aceptando y haciendo suyos eslóganes como «Equivocado o acertado, es mi país». O mucho peores: «Con razón o sin ella, es nuestro partido de intelectuales». Es decir, desposaron lo profundo y constitutivo de la multitud y del rebaño,  anegando allí su «yo», y apuntalando la irracionalidad y la fuerza. Traicionando su específico deber de preservar los valores del conocimiento y la expresión artística en el ámbito de lo no útil ni instrumentizable.

El escritor, el científico o el artista podrán optar por los compromisos políticos que honestamente estimen que deben optar -como cualquier otro ciudadano- pero deben mantener su obra incontaminada de esas opciones. O la tornarán puro instrumento para cualquier cosa, y, al fin, para lo peor: el disenso, el odio, el escalamiento social, la loa, el desposorio de los estereotipos triunfantes o las peores miserias de la vida política y social. Algunos de los más grandes talentos, aun teniendo las intenciones más puras, se han manchado en los pasillos del poder -y hablo del poder cultural mismo- cuando han pretendido ordenar la cosa pública. Tal es el «síndrome de Syracusa» que hizo sus víctimas hasta en Platón y en Hegel. ¿Quién podría, entonces, considerarse inmune?

 

Pero, si evoco ahora esta triste memoria no es tanto por lo que entraña de lección para todos nosotros -y tanto para hoy como para mañana- en el plano de las relaciones de los intelectuales con la política, sino porque, ahora mismo, en este momento cultural preciso, una vez más los hombres de la ciencia y de la cultura pueden consumar traiciones aún peores. Y no ya en el ámbito político, sino en el ámbito de la cultura misma, si entendemos por cultura tal y como ha venido siendo determinada desde siglos como la búsqueda de sentido del mundo, la simbolización de lo real, el intento de penetración y conocimiento de los seres y las cosas, y su relación existencial con el «yo» del hombre.

Porque es, ahora, cuando el hombre parece decidido a no dar ninguna densidad ontológica o histórica pero ni siquiera significatividad alguna a la realidad, a lo que sucede y a su existencia misma; y es, ahora, cuando se ofrece al hombre de letras o de ciencia y al artista la convicción de que su hacer nada tiene que ver con la verdad, ni la eticidad, o con algún tipo de sentido y coherencia de la historia humana, y el simple enunciado de estas referencias sería un anacronismo y la expresión demasiado contundente de un pensamiento fuerte imposible ya de aceptar. O, en su caso, que la verdad y la belleza pueden fabricarse mediante procesos mentales o tecnológicos controlados, y que la eticidad sería una pura referencia a los estereotipos o convenciones del tiempo -o quizás del lenguaje y de la practicidad-, cuando no algo exclusivamente pertinente a los puntos de vista de las mayorías y a las decisiones de la multitud y del espíritu del tiempo o «el banco de arena de la temporalidad» de que habló Hegel.

Tal es la ortodoxia planetaria que nos tienta a todos a ponernos a pensar si, al fin y al cabo, lo único realista no será aceptar esta visión de las cosas de nuestro tiempo, y si no será una locura o una necedad el resistirse a ella. O algo peor aún: si no será una especie de crimen contra este espíritu del tiempo, del aquí y ahora, que se ha tornado un absoluto categórico. «La convicción de que la moda por sí sola debe dominar la opinión posee grandes ventajas -escribía Bertrand Russell hace casi cuarenta años adelantándose a nuestra experiencia cultural de hoy-, hace innecesario el pensamiento, y pone la más alta inteligencia al alcance de cualquiera». Utiliza, en efecto, palabras y conceptos que exigieron mucha reflexión a quienes los acuñaron de manera que, «como el papel moneda, originariamente eran convertibles en otro». Pero, luego, «para la mayoría de las personas se han tornado en inconvertibles, y, al depreciarse, han aumentado la riqueza nominal de ideas. Y así estamos, ahora, en condiciones de despreciar las ínfimas fortunas intelectuales de tiempos anteriores».

Pero es que, además, la actitud que se deriva de esta mentalidad del «aquí y ahora» como imperativo absoluto es la pura y determinada voluntad de este hombre del instante o de la «mentalidad modernista», como le llama Russell, «de pensar el primero lo que está a punto de ser pensado, decir lo que está por decirse, y sentir lo que está por ser sentido; no tiene ningún deseo de pensar mejores pensamientos que sus prójimos, de decir cosas que demuestren más penetración, o de tener emociones que no sean las de algún grupo de moda, sino que sólo quiere estar levemente por delante de los demás en lo referente al tiempo. Con bastante deliberación suprime en sí lo que tiene de individual en pro de su admiración por el rebaño. Una vida mentalmente solitaria como la de Copérnico, o Spinoza, o Milton después de la Restauración, parece carente de sentido de acuerdo con la norma moderna. Copérnico tendría que haber demostrado su defensa del sistema copernicano hasta que se lo pudiese poner de moda; Spinoza tendría que haber sido un buen judío o un buen cristiano; Milton tendría que haber avanzado con los tiempos, como la viuda de Cromwell, que pidió a Carlos II una pensión, basándose en que no estaba de acuerdo con la política de su esposo. ¿Por qué un individuo habría de erigirse en juez independiente?... Y, de todos modos, ¿de qué sirve una opinión excéntrica que no tiene la más mínima esperanza de conquistar a las grandes agencias de publicidad?». ¿O de no ser útil e instrumentalizable de cualquier otro modo?

 

La propuesta que se nos hace es la de que la misma existencia humana carece de significatividad y polisemia, y no representa enigma alguno, ni la naturaleza otro signo que el de su instrumentación, o el arte otra consistencia que la funcionalidad o la representación de roles sociales. Y me parece que sólo si los hombres de las letras, de las artes y las ciencias resisten ahora esas propuestas u ortodoxia planetaria de que hablé más arriba, no traicionarán de nuevo. Aunque, para ello, necesitarán una muy decidida y costosa determinación, porque no es fácil para nadie elegir ser un Utrillo, pongamos por caso. Es decir, elegir ser el medio vagabundo de Montmartre sin siquiera la sospecha propia o ajena de genialidad de su obra, o el cobrador de contribuciones y soldado de fortuna que fue el señor Miguel de Cervantes, cuando se le ofrece -a través de la prótesis de la industria cultural- ser arquitecto de Faraones o su consejero áulico y recibir la púrpura resplandeciente de las laudes nacionales o internacionales por sus pinturas, sus estatuas, libros o diseños, o por una muy seria investigación científica que, como todo eso otro, sin la mediación de esa prótesis del aparato cultural, sin esas relucencias públicas y sin el aviso de los pregoneros, puede quedar oculta y arruinada. Pero el dilema ha llegado a ser tan serio: el de hacer lo que hay que hacer o embarcarse en la dorada nave del espíritu del tiempo y de la multitud, que ya no hay lugar seguramente sino para la radical elección Kierkegaardiana: «O lo uno, o lo otro».

El mismo Bertrand Russell comenta el dilema en un tono más desgarrado: «Las recompensas en dinero y la difundida aunque efímera fama que tales agentes (de la industria cultural) han hecho posible -escribe- poner en el camino de los hombres capaces tentaciones que son difíciles de resistir. Ser señalado, admirado, mencionado constantemente en la prensa, que se le ofrezcan a uno formas sencillas de ganar mucho dinero, es algo sumamente agradable; y, cuando roda esto está abierto para un hombre, la resulta a éste difícil continuar haciendo el trabajo que considera el mejor, y se siente inclinado a subordinar su juicio a la opinión general». Aunque «varios otros factores contribuyen a este resultado. Uno de ellos es la rapidez del progreso que ha hecho difícil realizar trabajos que no sean rápidamente dejados atrás. Newton duró hasta Einstein; Einstein ya es considerado por muchos como anticuado. Muy pocos hombres de ciencia, en la actualidad, se sientan a escribir una gran obra, porque saben que, mientras la están escribiendo, otros descubrirán nuevas cosas que la invalidarán antes de que aparezca. El tono emocional del mundo cambia con pareja rapidez, a medida que las guerras, depresiones y revoluciones se persiguen, las unas a las otras, a través del escenario. Y los acontecimientos públicos influyen sobre las ideas privadas con mayor energía que en épocas pasadas. Spinoza, pese a sus opiniones heréticas, podía continuar vendiendo lentes y meditando, aun cuando su país fuese invadido por enemigos extranjeros; si viviese ahora, es muy probable que fuese incorporado al ejército o encarcelado. Por esta razón, para que un hombre se enfrente a la corriente de su tiempo, es necesaria mayor energía de convicción personal que en cualquier otro período, desde el Renacimiento».

Pero el hombre de letras, de arte o de ciencia ¿qué es y en qué se conviene, si no dice su propia palabra?

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