Premios y reconocimientos

1988

 

II

Cualquiera que sea el juicio que pueda emitirse desde distintos planos y puntos de vista sobre la nueva forma autonómica del Estado español, y por encima o al margen de los peligros de ambigüedad que hay en todo hecho histórico y pueden hacerse realidad en este caso encendiendo o avivando el miserable espíritu de campanario -tan fácil de conjurar, sin embargo, por su misma insignificancia-, hay, sin duda, en este hecho autonómico, si llega a alcanzar fortuna, histórica, el ofrecimiento y la posibilidad de una dimensión cultural de gran importancia. En primer lugar y ante todo, porque ayudaría a crear un «topos» y un ámbito de todavía humanas proporciones en todos los órdenes de cosas, y, al mismo tiempo, proveería a conservar una herencia histórica -aun de dimensiones tan universales como la castellana- más individualizada; para, desde ahí, poder resistir a la «macrocultura» o cultura planetaria, homologadora y niveladora, fabricada en la aldea transnacional de las comunicaciones, y repartida e impuesta, luego, como un «prêt-à-porter» o uniforme.

Es la civilización babélica ya iniciada hace algún tiempo, y que continuamos levantando, en la que todos los hombres debemos mover los labios del mismo modo, pronunciar las mismas palabras y decir las mismas cosas, porque también deberemos tener los mismos pensamientos y las mismas actitudes ante la realidad y la existencia: es decir, una ortodoxia y una ortopraxis, que lleva el curioso nombre de «pluralismo».

Nunca, en la historia, el mundo ha sido más municipal o parroquial que ahora, gracias al hecho transnacional de las comunicaciones, ni, como acabo de señalar, tan uniforme en tantas lenguas, pero cada vez más reducidas éstas a comunicación unidimensional. Pero, por esto mismo precisamente, nunca ha sido tan difícil, desde el jardín de la propia casa tocar el cielo con los dedos, según el verso de John Keats, que dice que es eso lo que hay que hacer para lograr algo con algún grosor y adentros en el plano de las ideas o del arte. Y, desde luego, éste es el adecuado exorcismo para conjurar con eficacia esa civilización babélica, a la que acabo de referirme, y mover nuestros labios de otro modo que el prescrito.

Naturalmente, no es que yo esté tratando de hacer, entonces, ni siquiera el más somero guiño de complicidad con nociones de cultura como manifestación numénica de la propia tierra, o del Volksgeist o espíritu del pueblo, o como desvelamiento de la verdad en algún «lucus a (non) lucendo» o «claror del bosque» de nuestra aldea, ni que trate de afirmar la validez de ningún localismo para regir al mundo; pero sí estoy diciendo que lo que la cultura es, exige que se produzca libérrimamente en la «cosmópolis» y en el claror del bosque de mi tierra. Esto es, sin la constricción del miedo y sin el control ni censura del sátrapa, pero también sin sus equivalentes actuales: los ucases del espíritu del tiempo, las constricciones a lamer los zapatos de la multitud, los macrodiseños de producción industrial de la cultura, tan objetivos y cuantificados, higiénicos o agnósticos, sin color ni sabor -o sin «enjundia» y «sustancia» que diríamos entre nosotros- para puro consumo de un público universal e indiferenciado, sin ninguna clase de intereses comunes, por no decir en el vacío absoluto de toda clase de intereses espirituales y culturales, porque se ha apagado en él el sentido y noción misma de ellos.

Lo que la cultura hace es exactamente lo contrario: cada concreta e individuada visión del mundo se convierte en símbolo y polisemia universales. Por ejemplo, el Cristo estepario de Unamuno que es el símbolo universal de esta tierra nuestra; el mudéjar como altísima y profunda expresión estética de desposamiento de diferencias, «el soto y su donaire» de unos alamillos en torno a un manantial, y un morabito con su gallo como despertador en el alféizar de la ventana de su casita blanca con un zócalo de color zarco, o un arquillo mozárabe como una «Porta Coeli» en lo alto de la montaña blanca, que son verdaderos iconos de Castilla y León, en sus adentros.

Y éstos son el calado y grosor de una cultura y de quienes expresaron genialmente, desde su rincón, el hondón de la realidad y el resplandor de la belleza: que, cuando vemos lirios o cipreses, ya no podemos verlos sino por los ojos de Van Gogh, si hemos llegado a ver sus cuadros; o cuando «la soledad sonora» es escuchada por cualquier hombre en el ancho mundo -«la insonoridad audible del rocío», diría Sören Kierkegaard- ya no podrá oírla, sino brotando de los versos de Juan de Fontiveros: su memoria carnal.

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