José Jiménez Lozano falleció la madrugada del 9 de marzo, en Alcazarén. Desde la coordinación de la web oficial de José Jiménez Lozano, invitamos a lectores, amigos y discípulos al envío de un texto de homenaje a la persona y/o la obra del escritor español. El envío se hará a la siguiente dirección: contacto@jimenezlozano.com
EXTRAÑEZA
A mi padre. IN MEMORIAM
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Comparto con ustedes este último correo electrónico que recibí de don José, estimadísimo maestro y amigo. Data del 3 de enero de 2020 y dice así:
"SABER DE USTED
José J. Lozano"
Desde el 9 de marzo releo una y otra vez estas últimas líneas para hacerle frente a la desolación: Confortación y alegría. Un cargamento que don José supo siempre hacerme llegar a Berlín. Tan atento, tan humano. Tan cerca.
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Lo primero que se ocurre decir es: menos mal que JOSÉ se ha evitado todo este carajal, pero a renglón seguido, y habida cuenta que estoy, estamos, en cuarentena, no puedo sino decir que qué suerte de haber podido disfrutar de su obra y de haber sido objetivo de su simpatía, en el sentido griego de la palabra, y de su alegría ante todo lo que estuviese vivo. Ese solo hecho, me consuela, y no poco, de muchos de mis pesares actuales, entre otros, el de tratar de poner la muerte reciente de mi madre en el lugar que corresponde, es decir, en un presente continuo que me permita celebrar la eterna novedad del mundo y, claro, de poder seguir dando las gracias.
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El último verso de José Jiménez Lozano
Conocí a Jiménez Lozano hace 30 años, en unos cursos de verano de la Universidad Complutense en El Escorial, debió ser el año 1989 o 1990. Había programada una sesión sobre Periodismo y Literatura. De entre el grupo de los periodistas y escritores que por allí pululaban, vi llegar una figura graciosa, muy dinámica, de un señor con un bolso de piel en bandolera, vestido a la serrana, de voz muy fina y rápida, que me dejó manuscrita su ponencia -yo entonces era la joven secretaria del curso-, con una letra muy apretada, muy bonita, en la que afirmaba con total rotundidad que las relaciones entre el periodismo y la literatura son como las relaciones entre la fontanería y el periodismo, es decir, ningunas, y que si hay un periodista escritor o un escritor que hace periodismo es una pura casualidad. Entonces todo el mundo llamaba Pepe a Jiménez Lozano, y él tenía una agilidad de pensamiento, de palabra, una viveza, que me llamaron mucho la atención.
Recuerdo haber transcrito, para su edición en los cursos de verano, aquella ponencia, sin saber aún muy bien a quién transcribía, y que cuando leí a fondo el manuscrito, comprendí la razón de aquel dinamismo humano, pues me deslumbró la inteligencia que desbordaba. Pensé: ¡Vaya, un escritor de verdad!, sorprendida, pues hay, como sabía Don José, tantos falsos escritores, casi se diría que encontrar un escritor es un auténtico milagro en esta época de impostaciones y premios, de eminencias y faraones de la palabra, que en una década o dos trasponen su fulgor hacia el ocaso y dejan de ser reconocidos. Yo pude reconocer en aquella fineza de pensamiento, en ese dinamismo cultural, a un escritor de los buenos. Y comencé a leerle, también porque vi que aunaba sus ideas, y sus intervenciones, con autores a los que yo admiraba, y tenía un impecable juicio clínico sobre el mundo de los escritores, los pensadores o la literatura. Era un autor multidisciplinar en su capacidad de juicio. Lo que más me impresionó, en aquellos años, era su absoluta humildad intelectual y el sentido de justicia que practicaba respecto al mundo de la literatura y de la cultura, como un auténtico gentleman de las letras españolas, pero con un sentido humano y cercano de la creación literaria.
Pasaron muchos años, y en torno al 2005 volví a encontrarme con Jiménez Lozano en una lectura de poemas que hizo en el Museo Lázaro Galdeano de Madrid. Entonces había envejecido, ya no era ese dinámico hombre del campo que llegó al Escorial, sino una figura más elegante y respetable, más rodeado de su público y admiradores, más acompañado de autoridades y premios. En ese lapso de tiempo yo había leído todos sus ensayos y descubierto su poesía, que considero la mejor producción en lengua española de la segunda mitad del siglo XX, digna continuadora del 27 y restauradora de la poesía pura en lengua española. Fui al encuentro del escritor para que me firmara los libros de poemas, lo que hizo con enorme simpatía. Seguía siendo la misma persona cercana y amable, y seguía teniendo la misma humildad intelectual. Por aquel entonces, su gran estudiosa y admiradora, mi compañera Guadalupe Arbona, me proporcionó su correo y comencé una correspondencia con Jiménez Lozano, que constituye para mí un verdadero tesoro, porque el autor me abrió las puertas de su amistad, que como sabemos sus lectores, cultivaba de un modo tan noble y profundo que se sentía uno sinceramente honrado con ella por la altura, la nobleza de su trato. Recuerdo asombrarme de ver que un autor de esta categoría acudía a correos a enviarme sus nuevos libros publicados, con total sencillez.
Pude intercambiar con Jiménez Lozano opiniones literarias, discusiones académicas, bromas de todo tipo, y también le rogué varias veces que no tirara a la hoguera los papeles escritos con sus poemas. Compartimos el amor por los pájaros y disquisiciones sobre la lengua alada, y pude sentir la camaradería de un autor único en lengua poética, como un privilegio personal. Me dio a leer manuscritos y yo le mandé traducciones y compartimos algunos proyectos. De toda la amistad, recuerdo haber estado en su casa, con mi perro Turrón, una primavera lluviosa. Recuerdo lo goloso y lo vivaracho que estaba, ya en 2016, y cómo disfrutamos de una tarde de junio de parleta, como decía, su insaciable curiosidad intelectual y su capacidad para prolongar el interés por sus amigos y por la literatura más allá de todo límite.
Unos días antes de morir, le escribí un correo disculpándome porque no podía asistir al homenaje que le iban a hacer sus amigos, con motivo de su 90 cumpleaños. Recuerdo bromear con él, pues me decía que más que el homenaje, le hubiera gustado tener en Westminster una placa de plata por suscripción de lectores, en la que se dijera que su obra había sido traducida por mí." ya ve que humor no me falta", me decía. Y se despedía, a pocas horas de su muerte, pidiendo que el verano le fuera más piadoso que el invierno, pues lo había tenido malo, y mira que le gustaba disfrutar de la esencia más delicada de esa estación, y espiar todos sus encantos, en los increíbles poemas que nos ha dejado.
Mi opinión es que la obra de Jiménez Lozano, particularmente la poesía, va a seguir creciendo de década en década en la admiración y consideración de los expertos lectores. Creo sinceramente que se trata de una obra absolutamente magistral, a la altura de un Juan de la Cruz, de un Juan Ramón o de un Miguel Hernández. Su escritura poética alcanza un ritmo, una sencillez, una limpieza, absolutamente extraordinarias, y así se lo dije muchas veces al autor. Creo que Jiménez Lozano ha devuelto la poesía española de los últimos decenios al lugar inmortal del que, por azares políticos, sociales, salió a partir del 1950.
Recuerdo preguntarle cómo había sido capaz de escribir esas maravillas de tres, cuatro versos, con una métrica sorprendente, y cómo lo conseguía. Sonriendo, se tocaba la oreja una y otra vez. Oído, oído, oído, le entendía yo. Era perfectamente consciente del sacrificio y vocación del escritor, de cómo debe cuidar su ejercicio, de sus necesarias reclusiones, de sus marcas heroicas, y con su sagaz visión conocía el mundo literario, y sus moscas, como conocía cada pájaro que volaba en la tierra de Alcazarén. Recuerdo su inmensa generosidad regalando sus libros, sus correos largos y generosos, cómo sabía ser el más opulento y magnánimo de los anfitriones. No he ido a un templo literario más increíble y fastuoso que a su casa en Alcazarén, porque los regalos que hacía a sus amigos eran únicos, y nunca, nunca, dejaba de corresponder. Era un gusto mandarle alguna joya literaria porque siempre a vuelta de correo enviaba él otra.
Los poemas de Jiménez Lozano, de su primer libro, "Tantas Devastaciones", al último, quizás en imprenta -así lo deseo-, titulado "Esperas y Esperanzas", son un conjunto simple e inmenso en la poesía en nuestra lengua. Como el del mudejarillo Juan de Yepes, que escribió pocos versos, pero inmortales, con el mismo amor a las montañas, las aves o las florecillas. Esos versos que son como cuadros completos de un pintor magistral, se seguirán leyendo, se seguirán amando, y se implorará con ellos, cuando todos nosotros ya no estemos. En la manera en que Jiménez Lozano termina el poema, hay un rastro angélico. No tengo mayor certeza.
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In Memoriam
Ha muerto uno de los pocos sabios que en el mundo han sido, no me cabe ninguna duda al respecto. A partir de ahora, ante lo irreparable, después del dolor, nos quedará su memoria y una obra, en torno a setenta títulos exentos, toda una literatura, de una verticalidad única, que vivirá y crecerá con el tiempo hasta convertirse en lo que es: una de las más sustanciales y sustantivas de las letras españolas de este siglo y el anterior, si no la que más. Poco consuelo, con todo, en estos momentos para quienes lo hemos admirado y apreciado tanto, si bien justamente la capacidad de consolar es una de las virtudes principales, entre muchas otras, de su escritura. Y a ello consagró su vida y nos hemos atenido y atendremos siempre.
Ha muerto un escritor impar, tan impar que renegaba incluso de tal condición para abajarse a escribidor, cuando pocas veces en nuestro idioma ha sido recogida y anotada, como en sus páginas, tanta belleza, sin inmiscuirse, sin mancillar nunca su hondura. Una belleza, en su caso, a la vez leve y entrañada como pocas, que sencillamente oyó, recogió, porque estuvo atento a ese rumorcillo de allá dentro o a aquel silencio. Y en susurro nos transmite el soplo espiritual que la alienta, por encima de los desvaríos retóricos y del fragor alocado de la modernidad. Desde el estreno de su mundo literario en Historia de un otoño mantuvo la clarividencia de su prosa y de su verso, que guardan, por añadidura, la maravilla de la oralidad de las pobres gentes, el misterio de la sobria pureza del castellano, transparentado por una sapiencia sin alardes, en voz baja, al servicio de la clarificación en medio de tanto ruido superfluo.
Esta tarde, mientras esperábamos en el atrio de la iglesia de Alcazarén la llegada del féretro con sus restos, soplaba ese vientecillo fino que trae el resfrior, el escalofrío que he sentido tantas veces con sus escritos, en esta época tan desabrigada. He recordado su mirada piadosa, inclinada ante el misterio del universo, de la creación y de nuestra mísera y milagrosa condición: la que nos hace preguntarnos una y otra vez sobre el enigma de nuestra existencia -y de los adentros, como a él le gustaba llamarlos-, consumida en el tiempo y sin embargo llamada a trascenderlo; la que viene del manadero teresiano y sanjuanista, tamizada por lo mejor de la literatura universal, pues pocos lectores habrá habido de su enjundia, para desvelar, e implícitamente denunciar, cómo la sociedad del espectáculo ha hecho suyas las argucias de los totalitarismos, sus horrores, en medio del encanallamiento y la anomia moral imperantes.
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Una luz compasiva
Los ojos de Jiménez Lozano sabían ver las cosas sin mácula, sin doblez, alumbrándolas con una luz melancólica y compasiva, la luz del atardecer, donde las sombras se agigantan y adquieren consistencia de alma. Escribía en susurro o con voz queda, como si sólo apuntara a decir, callando, la experiencia del Dios oculto, su deseo de absoluto. Enemigo del yo, de la vanidad, del orgullo, apostó por la estética jansenista de 'lo simple natural', una estética de la desnudez, el desdén y la simplicidad. El secreto es comunicar todo con casi nada, sintiendo la realidad en su desnudez, en su transparencia. Puesto que Dios habita en el detalle y lo minúsculo nunca es intrascendente, el escritor debe mostrar la sencillez y verdad de las cosas pequeñas, sin hinchazón ni retóricas. Esa agua clara que encontramos en las historias de la Biblia o que supieron destilar literariamente los griegos.
Nada de simulacros, nada de estilos. La regla primordial es no mentir. De esa relación con lo real, con la verdad, ya nacerá después -de forma natural- la belleza.
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El adiós
Pasamos un día estupendo con don José en Alcazarén. Me pareció un moderno, en el buen sentido de la palabra. Al verme con la cámara me pidió que lo sacara bien. Me gustó su coquetería, simpática y nada afectada. A una edad, la vanidad adolescente se ha vuelto ya amargura pero era obvio que en don José brillaba otra bien distinta, amiga de los años, luminosa y agradecida. Ternura por el regalo de uno mismo y de la existencia. Como escribía él, "admiración de que el mundo sea, pudiendo no haber sido". Al editar las fotos decidí subir el contraste y acentuar las arrugas del tiempo, asumiendo el riesgo de que a él no le gustaran.
Siempre queda algo en el tintero. Quería haberle pedido, a través de Guada, su opinión sobre una idea relacionada con un relato de La querencia de los búhos. Estará disfrutando enormemente de su estancia en el Cielo, y espero que desde allí nos inspire para que podamos distinguir lo viable de lo quimérico.
Con afecto, respeto y enorme simpatía,
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Siempre me ha gustado el aire. Sentirlo, "verlo", ¿tocarlo?, saber que existe. Creo que es lo que comparto con los pájaros. Esos animales fascinantes que juegan con la gravedad por el mundo, incluso en Madrid, existen. Si escucho en el silencio, oigo sus cantos de buenos días y de buenas noches, si miro por la ventana, ahí están con serenidad, y si voy distraída me recolocan en mi bendito presente.
Siempre me he preguntado cómo vuelan, cómo son sus cuerpos, el por qué la variedad de formas, cantos y maneras de vivir. Qué esconden y que amigos tienen. Cuál fue su origen y sobre todo cuanta naturaleza mantienen.
Y entonces mi amiga que me conocía me regaló Pájaros de su maestro José, quién a su vez conocía al Maestro, quien dijo que mirara a las aves del cielo "que no siembran, ni siegan, ni recogen en graneros, y sin embargo, vuestro Padre celestial las alimenta".
Y entonces en sus palabras en esas precisas palabras, encuentro
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Paisaje interior
amapolas, acianos, y desnudos
árboles de invierno entre la niebla
(José Jiménez Lozano)
Voces, alas de viento, rocas duras,
pétalos de añoranza, cielo y niebla,
rumores de cascadas, luz, tiniebla
habitan en mi bosque. Rosas puras,
helechos de otros tiempos, amarguras
de noches sin retorno. Se me puebla
la vida de capullos. Se repuebla
el alma de amapolas. Son figuras
de las llagas sin sangre, mil heridas
antiguas, sin cerrarse, sin dolerme
por las viejas batallas ya perdidas,
sin rencores ni altivas reconquistas
que simulan montañas mientras duerme
la paz en mis plegarias imprevistas.
Ofrezco mi aportación al homenaje del querido e inolvidable Don José Jiménez Lozano.
Con inmensa gratitud por lo que he recibido de su persona y obra.
+ César Franco
Obispo de Segovia
Para José Jiménez Lozano
Muy poco se han llevado las muertes de dos muy queridos amigos: Ernesto Cardenal y, poco después, José Jiménez Lozano. A los dos los hemos querido, y los dos muchas veces nos han consolado, nos han ayudado a ser resistentes.
He buscado aquí, en este apartamiento necesario, su primer libro. Sabía que estaba, pero no dónde. Su primer libro. Martín Descalzo lo dice en el texto de solapas: "El nombre de José Jiménez Lozano salta, por primera vez, a los escaparates de las librerías". Vuelvo a abrir el libro, leído, quizá, a comienzo de los setenta. Es libro muy "fatigado", con subrayados, signos de admiración (y alguno de interrogación), con marcas de ceniza (era cuando todos fumábamos, él también, y a veces picadura selecta). Un cristiano en rebeldía es el título. En la primera parte recoge sus crónicas sobre el concilio Vaticano II para El Norte de Castilla (Delibes, etc.). Y las otras dos las dedica a descargar su bagaje de nombres "que han cautivado mi afecto". Todos ellos de la misma familia y con las mismas marcas: cristianos y rebeldes. Bernanos, los Maritain, Bloy, Péguy, Machado., pero también los señores de Port-Royal, por las mismas razones que los demás. Y siempre con lealtad, en defensa muchas veces de causas perdidas. También alude, en una ocasión, al Señor Kruschef y al Señor Lumumba.
Hace ya muchos años, me pidió que "allanase" el tratamiento (= que le tuteara), y así lo vine haciendo desde entonces (aunque el "allanamiento" no llegara a tanto como para llamarle Pepe). Hasta la primavera pasada, ahora hace un año, en Alcazarén, donde me acerqué para tratar de algún asunto relacionado con la publicación de parte de su correspondencia. Hablamos de todo, de lo nuevo y de lo de entonces, de aquí y de allá, de Cipriano de Reina y de los últimos paganos. y, además, comimos juntos en Olmedo. Los del restaurante le conocían bien. Un camarero: "Últimamente don José come muy poco".
Alguno de mis amigos me ha pedido "información" sobre él. Y he ido prestando El mudejarillo, Sara de Ur, Historia de un otoño y un libro que publicamos nosotros (Trotta) hace algún tiempo: Retratos y naturalezas muertas. Son libros que, me temo, no recuperaré. Alguno me consideraba casi de la familia ("No conozco a nadie próximo a él), y me daba algo parecido al pésame y me ofrecía su consuelo.
En su libro, José recoge una cita: "Sufro una dilatación de la esperanza". Y Cardenal escribió un poema una semana antes de "ascender a las lejanísimas estrellas". Por allí andarán ellos dos.
Alejandro Sierra
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La sencillez de la sabiduría
Los libros de José Jiménez Lozano tienen un espíritu que parece anterior a cualquier sofisticación de nuestro tiempo, anterior a las muchas palabras de más que vertemos sobre el mundo, y quizá por ello su lectura sosiega. Sus personajes, tan sencillos y humanos, tan humildemente vivos que volverán por sí mismos al pensamiento del lector. ¡no! No vuelven a su inteligencia, sino a su corazón, pues la literatura de Jiménez Lozano es de las que convencen, con su inteligente ternura, de que la literatura es para los sensibles.
Su obra refleja la sencillez de la sabiduría, distinta a la erudición y a la academia, conquista lenta de este escritor que tanto leyó, estudió, e intentó comprender, y que sin embargo (o quizá por ello) se expresó siempre con claridad y con verdad. Se diría al leerle que su expresión es el fruto de una serena contemplación nunca olvidada por él, y que esa serena contemplación es hoy, en el tiempo en el que él ha muerto, una forma hermosa y moderna de no buscada rebeldía o de novedad.
Sus últimos cuentos, recogidos en La querencia de los búhos, escritos siendo ya viejo, tienen frescura porque conectan con la inocencia que hemos dejado atrás al andar más artificiales caminos. Inocencia que no significa ingenuidad ni negación del mal y de la complejidad de la realidad, sino "candor, sencillez", según dice el diccionario; ese candor reluce en el fondo de los cuentos de Jiménez Lozano, subyace a su retrato de personajes que viven y sufren, y al relato del dolor, de la pobreza y de la alegría.
El cuento "El árbol seco", que es muy bonito, sucede en medio de la emigración masiva a las ciudades y el abandono de los pueblos, "que no era una emigración, sino como una riada y una devastación". El panadero, "que traía el pan a aquel pueblecillo", ya tiene planes de marcharse, pero después de conocer la historia del árbol seco, que floreció de pronto después de muchos años porque un pobre tuvo misericordia de él, le asalta la duda. Duda porque le cuentan la historia completa, esa historia extraordinaria en la que todo el pueblo cree firmemente, y que tan alejada está de los intereses de la historia oficial y de las preguntas de aquel periodista que visitó una vez el pueblo. Esta historia extraordinaria de la humanidad, que incluye el afecto y la impresión del mundo sobre el alma, se ofrece en la obra de José Jiménez Lozano. Y, así, la señora Tecla, la hornera, dice en el cementerio, en un párrafo al que alude Antonio Martínez Illán en su hermoso epílogo: "---Yo creo que muchos de estos muertos (.), además de a sus seres queridos se llevarían añusgados en la garganta, otras muchas cosas, como una mañana de mayo temprana con el alboroto de los pájaros, o las bandadas de patos en el cielo cuando iban a la laguna, porque quien ha visto una cosa así ya no la olvida, ni querría morir nunca aunque fuese solo por esto".
Cada una de estas líneas desvela la atenta fidelidad del escritor a la contemplación serena del mundo, y hace intuir al lector una constancia alejada de modas, de cualquier otra seducción más allá del puro acto de escribir lo que ante él se presenta. Esa insólita persistencia desemboca en la sencillez de la sabiduría que habita su obra, y convierte a José Jiménez Lozano en un escritor atemporal, que merece toda atención, admiración y gratitud.
Paloma Torres
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A JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO. IN MEMORIAM
¿Acaso sabe alguien
cuando acaba la vida?
¿No sería más sabio aprender de la tierra
cuyas rojas heridas
siempre florecen?
José Mateos
Este poema se publicó en un libro titulado El perro de las huertas (Pre-Textos, 2013) y seguramente fue escrito tres o cuatro años antes, o quizá más. Por esa época, era muy frecuente recibir cartas (electrónicas) de José Jiménez Lozano, cartas largas, de varias páginas, a las que yo contestaba con otras de la misma amplitud. Nos enredábamos en mil y un matices, argumentos y contra argumentos, sobre cosas graves, para los dos decisivas. Fue muy importante para mí. Recuerdo esa compañía como la de nadie igual de generoso, que se avenía a razonar, recordar y también desbaratarlo todo de repente, conmigo. Las conservo por ahí, en archivos que algún día ordenaré. Son muchísimas, las cruzamos durante mucho tiempo. Supe pronto que este poema, que me salió oscuro y claro al mismo tiempo, era para él, con gratitud por esa compañía en -como él decía- la misma longitud de onda.
EL CANTO DEL CUCO
A Pepe Jiménez Lozano, en longitud de onda
Toda la tarde conmigo
el cuco cantando;
ya nunca voy a olvidarlo,
la tarde de abril.
Nunca, nunca, Dios mío.
Pero, este nunca, ¿hasta cuándo?
Que, ¿quién, si no, va a decir
lo que significa nunca?
Y, así, ¿hasta cuándo el olvido?
¿Y quién podía pensarlo
según estaba la tarde
con todas sus maravillas?
Sólo quien vuela más alto
de todo, puede decirlo.
¿Pero por dónde va el pájaro?
Y ya sin tarde ni abril.
Las entrañas florecidas
de los espinos te esconden.
Hay galerías del monte
con luces que te simulan.
Y, entonces,
¿no eres aquel del que dicen
que matas todos los pájaros?
¿Que es tu cantar, su morir?
Tú, que los matas cantando
y al tiempo les das la vida,
tú eres, mi amigo, ese pájaro,
que es el pájaro enemigo.
Las cosas se fueron todas
cuando tu canto empezaba.
¡Y cuántos nidos dejaste
vacíos con tu cantar!
Sonaba el agua del monte.
Por las fresnedas topaban,
ciegas, las manos del sol.
Y era, tu canto, o las cosas.
Mientras, yo andaba arrancando
toda la tarde zarzales
por los linderos, y el canto
duró hasta el anochecer.
Pero si me detenía,
también el canto callaba,
y en ese tiempo los ojos
se me ahogaban entre espinas.
Ahora, de todo el recuerdo,
lo que me queda es aquello
que tú ibas diciéndole a todo,
pero diciéndome a mí:
Óyeme,
óyeme sólo y olvida,
y sólo a mí,
sólo a mí.
Enrique Andrés Ruiz
Gracias. ¡y un poco de silencio!
Querido don José:
¡Qué gracia tan grande haberle conocido! No sé si estaba escrito que un biblista como yo, que dialoga por oficio con los personajes del Antiguo Testamento, tenía por fuerza que conocer a un amigo íntimo de Abram, el incrédulo hijo de Teraj, o de su mujer Sara, la que se reía, o de Jonás, ese profeta muy pequeño, y de otro sin fin de gentes pretéritas.
El caso es que no he tenido tiempo suficiente para darle las gracias por hacerse también amigo de mis amigos. Y es que aceptó mi invitación a entrar en la corte del rey Asuero y conversar con la reina Ester, afligida por las triquiñuelas del malvado Amán. Y más tarde salió también al encuentro de mi deseo y se acercó al muladar de Job para tener con él una media charleta, justo después de que el varón de Us se entrevistara con el Señor. Gracias a ello hemos recuperado las palabras perdidas de Job, que parecía haberse quedado mudo ante el Altísimo. Si no han salido todavía a la luz no es por su culpa, don José, es porque este pobre escribano no ha tenido tiempo de entregarlas a Gutenberg. Todo se andará, don José, todo se andará.
Y ya me da lastima a mí que no haya seguido entrevistándose con otros vetustos amigos, que usted lo de periodista lo lleva en la sangre. Y es que la Biblia está llena de recovecos que necesitan ser recontados. ¿De qué hablaría Abram con su hijo Isaac durante tres jornadas de camino? Hoy cualquier director de periódico mandaría a un becario a cubrirlo. Allí estaba usted. Y que alguien se atreva a decir que esas entrevistas non son material inspirado.
¿Pero cómo darle gracias sin caer en la cuenta de aquello que usted mismo me dijo un día? "Y ya sabe que según Santo Tomás, que tenía sus mundanidades, un don o regalo no puede agradecerse inmediatamente sino de manera muy provisional, porque de lo contrario significaría que uno puede pagarlo o al menos se quita la alegría de regalar a quien lo hace". Pues yo no le digo gracias porque no puedo pagarle. Y además ya le veo allí, a lo lejos, en el seno de Abram, el Patriarca regocijado de haber visto el día de Jesús, pidiéndome callar.
Pues nada, obedezco, y dejo a mi audiencia este poema que usted me regaló hace unas Navidades, en el que nos invita a contemplar el Misterio que usted ve cara a cara, dejando a un lado trajines y palabrerías:
LA ASNILLA
Con tanto ruido de trajines
de mundo y palabrería interminable
acerca de las fiestas del solsticio de invierno
durante más de dos mil años,
habló, al fin, la asnilla del establo
de Belén, nieta de la del profeta
Balaám, y dijo incomodada:
Please, my lords!
¡Un poco de silencio!
Ignacio Carbajosa Pérez
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Ya ha pasado un tiempo de su muerte. Sé los días y las semanas si acudo al calendario, pero sin él cerca me parece que ha sido esta mañana o como mucho ayer. La cuarentena ha abolido el tiempo y los paseos. Todo ocurre en casa y durante un momento angosto y sin horizonte. Aun así y a pesar de todo, cada tarde, después del café, me siento con sus versos y me alcanza su compañía. Y me doy cuenta, ahora que no está, de lo mucho que le tengo en la mirada. Me asomo a la ventana y al plátano de mi acera le empiezan a brotar sus diminutas manos; una urraca se agarra a su rama; el zureo de una paloma que hasta hace nada dormía en una cornisa estrena el silencio de la calle; la fachada del piso de enfrente, esa mole blanca sin apenas ventanas, parece una gran sábana puesta a añilar. O hace un rato, cuando me he puesto la película Una pastelería en Tokyo, parecía que la veía con sus ojos. ¿La conoce? Le habría parecido preciosa. Se habría sentido tan amigo como yo de Tokue, aquella anciana leprosa que preparaba la confitura de alubias como acariciándolas con el temblor de las manos; que hablaba a los pájaros y a los árboles; que celebraba el almendro en flor; leía a, como usted los llamaba, sus amigos los japoneses y que decía algo parecido a lo del Ismael de Melville: «En todas las cosas se alberga algún significado cierto, o de otro modo, todas las cosas valen muy poco, y el mismo mundo redondo no es más que un signo vacío».
¿No es esa la lección de cada tarde, que el mundo -y la vida- valen y que las cosas tienen algo que decir sobre nuestra condición de humanos? ¿No es quizá la única lección?
Raúl Asencio Navarro
Conocí a don José a través de su novela Historia de un otoño, allí, lo primero que me conmovió fue la descripción de las manos del arzobispo de París, monseñor de Noailles, al llegar al monasterio de Port-Royal. De sus personajes, guardo en el recuerdo de mademoiselle de Joncoux y su alegría y desparpajo en defender al jansenismo y, sobretodo, al abbé Dubois: ¡cuánta sintonía con aquella risa y aquella libertad de espíritu! Tampoco se me olvida la escena del arzobispo de París, hacia el final, mirándose al espejo con el orinal de sus excrementos en la mano.. Supongo que aquello con lo que vibra nuestro corazón es reflejo de cómo somos o de cómo deseamos ser.
En una ocasión, hace muchos años, un amigo me pasó un artículo, La reconstrucción del recuerdo, que más tarde caí en la cuenta que era de don José. Allí narraba como en tiempo de la guerra civil una mujer se alzó en grito ante los asesinos de un vecino, para defender la dignidad del difunto, que según ellos "no tenía derecho" a ser llorado y enterrado como una persona.
"Descubrí que aquella mujer era como Antígona, o Antígona misma, y que aquella historia antigua era verdad.... Si yo acertara a narrar ese recuerdo, como otros, la historia universal se arruinaría por un momento al menos - el de su lectura- para el lector..."
Me impresionó tanto que lo puse como cabecera de un trabajo de hermenéutica bíblica sobre el evangelio de san Juan, para mostrar como el recuerdo de un acontecimiento impactante puede ser narrado con el sustrato de un relato antiguo que ilumina el presente.
Luego fueron los cuentos de Los grandes relatos los que acabaron de completar mi fascinación y encanto por don José. Aquella ternura e inocencia de sus pequeños personajes: La Zótica, El Abilito, don Abdón, la señorita Obdulia.. "Y mira que era bonito", esta cantinela que repiten los niños en la preciosa y divertida narración de La Sulamita, muestran una sensibilidad y espíritu infantil tan encantadores, hasta el punto que esa expresión la usamos con una amiga, que también aprecia a don José, cuando nos encantamos con algo bello.
Más tarde leí Un dedo en los labios, con el encantador relato de "La Luisilla" o "La escritora". De las recreaciones bíblicas leí Sara de Ur, con sus pequeños senos como manzanas en agraz y su rostro de cervatilla y su risa, que me gustó mucho, no así el de Jonás, quizá porque uno prefiere la brevedad y el encanto del original.
Hay frases que han pasado al propio repertorio lingüístico como el hablar de "los adentros" o de la propia alma en el "almario", o aquella de: "Cuando escribo, me esfuerzo en no mentir. Eso es todo (Seifer) (.) Sobretodo si se fabula", que cito con frecuencia.
De don José admiro y aprecio su radicalidad cristiana, su defensa aferrizada de los pobres y olvidados, su indignación contra las injusticias.. De su manera de narrar, la ternura, su sensibilidad y ese estilo sobrio, románico, desnudo, sin aderezos.. Me fascina su manera de mirar la realidad en sus detalles, contemplativa, reposada, silente, capaz de encandilarse con la luz de una candela, el vuelo de un gorrión, la conversación de una anciana o el silencio de una estancia., y ver lo que hay más allá. De su léxico hay palabras que me encantan: enjalbegar, zagalejo, halda.
¿Como se puede querer tanto a alguien que sólo conoces a través de sus escritos?.... Pues, precisamente, porqué a través de sus letras, don José nos ha abierto su alma y nos ha regalado el tesoro de sus "adentros". Y cuando alguien te obsequia de tal manera, nace el cariño. ¡Gracias, don José!
José Manuel Vallejo
Querido don José:
Se ha ido deprisa y en silencio, a su manera, sin darnos tiempo a intuir que el hilo que sostenía su vida se estaba debilitando. No fui capaz de percibirlo la última vez que nos vimos, el 19 de febrero. Pero dentro del pesar y la tristeza que nos embarga, nos queda la satisfacción de haberlo conocido, de haberlo escuchado y de contar con su legado.
Pero quiero decirle algo: En estos momentos en los que estamos asimilando su ausencia, nos sentimos muy afortunados. Nuestros alumnos (Estos chicos "nuestros", como me escribió usted en un correo) han sido unos privilegiados. De su mano descubrieron a Jonás, que era un profeta pequeño; conocieron a la risueña Sara y a su esposo Abrán, supieron de la existencia de un mudejarillo muy especial; se enteraron de las zozobras de la Teresa; le recitaron -muy a su pesar- los poemas limpios y temperados de los que usted no quería hablar demasiado (aunque con la boca pequeña como decía Dora); se adentraron en las vidas de unos personajes, en su mayoría pobres y desvalidos, a los que usted dotó de una voz que clamaba justicia y dignidad. ¿Se acuerda de la Rita de El arreglo de boda, de los pesares de Los cuquillos, de La Zótica, del asombrado cobrador de El recibo de la luz.? Y. ¿qué me dice, don José, del escalofrío que sintieron cuando les llegó el olor ignominioso que desprendía El albarán? Fue un regalo con el que usted nos obsequió y que nos acompañará siempre. La Biblioteca de nuestro instituto guardará celosamente esos momentos de cercanía, de conexión entre el maestro y los discípulos, de arrobo por las palabras acendradas y precisas que salían de sus labios. En fin, nuestro centro será un mudo testigo de la privilegiada experiencia literaria vivida al lado de un gran hombre sabio y humilde.
Pero quiero que sepa que, en las aulas que usted visitó y en las que entraba para saludar a nuestros alumnos siempre con la sonrisa en los labios, seguiré hablando de los pesares de los hombres, de la blancura que buscan en los pañizuelos las lavanderas al añilarlos, de la candela que ha de iluminar nuestras vidas, de los desvalidos gorrioncillos que son alimentados por el Creador, de los tempranos almendros que no escarmientan, de los cántaros y de los espartillos para las vasijas, de la obstinada niebla y también, ¿por qué no? de la historia que se viste con mandil de carnicero, para que nunca más lo haga.
Y otra cosa, don José: ¿Qué fue de aquello que me escribió "[.] habrá que pensar un día en una especie de charleta- diálogo con los chavales, lo que sea. Yo pongo aquí mi buena voluntad."? Pero no ha podido ser; lo tendremos que dejar para más adelante. La charleta pendiente se realizará bajo la sonriente mirada del Altísimo que escuchará embelesado sus palabras, al igual que nosotros y como Padre amoroso nos cobijará en sus brazos.
Ahora el sudario le ha cubierto el rostro, pero no impide que su voz siga hablándome. Porque sí, don José. Cuando me acerco a sus libros, es su voz segura y resuelta la que me habla, con sus cadencias, sus silencios, su risa, su fina ironía siempre inteligente y misericorde. Me obsequia con sus sentires, sus pesares, sus zozobras, sus críticas, su vislumbre de un futuro incierto y desasosegante. Luego, me quedo ensimismada y sus palabras penetran en los adentros. Siento la dicha de que usted las quiera compartir conmigo, con nosotros. Tiempo después, el momento mágico se interrumpe. Un esquilín de gloria rompe el silencio de la estancia y unos ojuelos vivarachos contemplan la escena desde el cielo.
Siempre en mi recuerdo,
Conchi (y también, si quiere, Inmaculada, don José)
NOTA: Desde esta casa de enseñanza como don José la denominó en la primera carta que escribió al instituto, vaya nuestro más sincero pesar por su fallecimiento.
Agradecemos la generosidad y la cercanía que siempre nos prodigó. Fueron varias las visitas que realizó al centro. Eran encuentros literarios en los que nos deleitaba -a profesores y alumnos- con su envidiable sabiduría y bagaje cultural. Cuando por la tarde le llevaba a Alcazarén (muy a su pesar, porque quería regresar en el coche de línea), después de haberle recogido por la mañana, lo hacía con la certeza de haber compartido unas horas inolvidables al lado de alguien muy especial.
La humildad y sencillez le acompañaron siempre, al igual que la alegría y la disponibilidad. Prueba de ello es la entrevista que cinco de nuestros alumnos le hicieron en su casa el día 19 de febrero para la revista del instituto De punta en negro. Como siempre ha hecho, nos abrió generosamente sus puertas. Gracias don José. Gracias Dora.
Ha dejado en este instituto nuestro -su instituto- una huella indeleble que nunca se perderá.
Concepción González Hernández
Departamento de Lengua castellana y Literatura
IES José Jiménez Lozano
Valladolid
D. José,
Estamos viviendo un tiempo raro desde que se ha ido. Si no fuera porque sé que nada de lo humano le es ajeno, pensaría que ha sido una travesura su marcha. Que sabía cuanta palabrería se nos venía encima y ha decidido verla desde otro balcón.
El día que se marchó, nos encerramos todos en casa. Unas fiebres o calenturillas nos han atemorizado. A diferencia de su Juanillo o de Mére Angeligne, no hemos visto en ellas a una compañera que nos lleva a países lejanos y que nos suministran la tibieza del amor ausente. Estamos pávidos, cargando a "las batas blancas" la incógnita de la vida. Porque en este mundo que deja, usted bien sabe, que preferimos pedir cuentas a aceptar que la cosa va de esto, de un gorrioncillo temblando.
Nos hemos metido en casa, y si fuera en el brasero de Alcazarén para pensarle ¡qué buena estancia! Pero seguimos llenos de ruido, necesitados de pertenecer a la "intelligentsia" para sentir que estamos en el bote salvavidas, en vez de, como nos recordaba usted de Moliére, "pedir un poco más de queso parmesano" y reconocer que en estos momentos de enfermedad se da lo peor y lo mejor de nuestra condición, pero también un anhelo tal de vida que todo lo transfigura. Y nosotros, como nos decía recordando a su D. Miguel, de lo que estamos muy necesitados es de misericordia con el prójimo y mucha ironía con nosotros mismos.
Y ahora no paro de escucharle. Su voz profética, que ya lo era antes de que la señora de los espejos viniera, hoy se hace presente en medio del acontecimiento como un grito. Pero usted erre que erre, nada de grandes veladas literarias, sino uno a uno con una tacita de loza, como mucho Dora, la raíz y la copa, ahí sirviendo. No vaya a ser que el yo sangre. Pero su yo ha cambiado el mío. Y leo las noticias, escucho las conversaciones de mis vecinos y observo al lilo que tengo en el jardín con su palabra susurrándome al oído con gracia. Como un índice que me coge de la barbilla y me lleva la mirada fuera de los panes multiplicados para hacerme fijar en los lirios como alimento.
Verdaderamente veo sus ojos claros, tras una afirmación seria, hacerse chinos y llenarse de picaresca para que yo también me ría y entienda que no hay que tomarse tan en serio. ¡Naturalmente!, le oigo decir. Y así que no sólo no trivializa el sufrimiento sino que lo ensalza porque lo deja desnudo y le quita la pesadez "de los técnicos". Se queda con ese "pobrecilla la mujer, ¿no?" que exclama su don Agustín en el cuento "La estepa rusa" tras haber enterrado a su marido joven y llevar varias horas en silencio sin querer manchar la nieve blanca con sus palabras. Cuánto echo de menos la suya, don José.
Y en estas estábamos, cuando le cuento, nos ha sacudido a nosotros también la pena. Y un sobrinillo mío pequeñito como un jilguero ha volado a su primera mañana y nos ha dejado preguntándonos, como ese haiku que a usted tanto gusta, donde se habrá extraviado nuestro pequeño cazador de libélulas. El pequeño era un inocente de Dios, no sólo por pequeño sino por herido en sus cromosomas y en su corazón. Y a intuir que no había cántaro en el mundo que pudiera guardar tanta ternura también me ha enseñado usted. Gracias. Lleva años preparándome para ello tras tantos seres de desgracia que como cariátides les ha puesto usted a sostener el mundo. Quizá por eso se ha roto el cántaro, porque el agua tenía que manar por otros derroteros.
Por aquellos en los que usted y él andan buscando, ya sin pilla a pilla, al Hortelano. Enséñele el canto del cuco mientras llegamos.
Su amiga Rocío
Hola:
Como ya le dije hace unos días a Guadalupe por correo, ante el desgarro de la muerte no sabe uno qué decir. Y después de leer el poema de Javier, tan exacto, menos aún. Quizás si tuviera la fragilidad de los pájaros, su amor sin medida, entonces podría alzar siquiera una plegaria. Mas no soy un pájaro, sólo un hombre.
Sin embargo, en la mañana del 9 de marzo, apenas unos minutos después de recibir la llamada de un amigo que me avisaba de la muerte de don José, ahí estaba él, con su pechera de luto -¿quién le habría avisado?-, implorando, cantando su queja. Pobre gorrioncillo tembloroso, ¿quién le dará amparo?
No sé si es posible insertar el video en la página, pero a mí no se me ocurre otra cosa que pueda superar al silencio.
Con mi abrazo en el recuerdo del amigo,
Jesús García Ercilla
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De bien nacidos es ser agradecido. Lo mejor que puedo decir de José Jiménez Lozano es que es un buen amigo mío desde hace ya muchos años. Lo mejor, porque lo único que quería él con sus escritos era que acompañasen a quien los leyese. Y ya lo creo que me han acompañado. ¿No es eso lo que hace un buen amigo? Desde el primer día que lo conocí, en las Terceras del ABC, me di cuenta de que sus palabras no son palabrería; que sus razonamientos huyen de tópicos; que su escritura es real y pisa tierra. Y que estándose aposentada en lo real, sin embargo, está transida de una trascendencia y una profundidad enormes. Pero decía yo que Don José es, ante todo, un amigo. Un amigo que me prestó, y me presta, su reveladora mirada sobre el mundo. Una mirada limpia que incluye una bondad y misericordia sin las que no se le puede entender, y que a mí me ha enseñado a vivir. Yo diría incluso más: me ha hecho mejor. Sin duda alguna puedo decir que sin esas lecturas de Jiménez Lozano (sus cuadernos de notas, sus artículos, sus novelas, sus cuentos...) mi persona no sería la misma. Y eso es decir mucho. Por eso estas humildes líneas sólo sirven a un propósito, el de agradecer profundamente sus escritos a Don José. Algunos de los cuales nunca verán la luz, pues él, como su amigo el mudejarillo, los hacía pasto del fuego, consciente de que a lo mejor no eran merecedores de ser leídos. Por eso las palabras que escribía estaban libres de todo ornamento inútil, y, como diría él, nombraban, eran decideras, y ¡claro que me decían cosas a mí!
Pero lo que me llegó más adentro de todos sus escritos era el respetuoso cuidado con que se acercaba a los olvidados, esos que no interesan a la "alta literatura". Él les daba voz. Pero sobre todo posaba sobre ellos esa misericordia y ponía ante nuestros ojos toda la dignidad que tenían. Y esto, que sólo lo consiguen las personas que tienen ese mirar, a mí me reconciliaba de nuevo con el mundo. Para mí sólo ésto justifica una obra entera.
Es una gran suerte, maestro Don José, haberle encontrado en mi camino. Gracias por compartir las notas de sus diarios. Gracias por su mudejarillo, su pintor de Alejandría o su Carolina. Gracias por sus cuentos, tan sencillos y tan profundos. Gracias, en fin, porque esta vida merece vivirse porque hay pájaros; pero también porque siempre podremos releer sus palabras y ser acompañados por ellas. Espero que en el Cielo siga usted escuchando el canto del cuco, contemplando cómo vuelven a florecer los almendros o pisando ese manto blanco que dejó la nieve al pasar.
Agradecido siempre,
Samuel Tovar
Un hombre de pequeña estatura, desde su modesta casa de Alcazarén don José ha iluminado el mundo. Alcazarén, un pueblo vallisoletano cuyo nombre de origen árabe, al-qasrayn, significa 'los dos alcázares', cuenta con dos iglesias románico-mudéjares que datan del siglo XIII, y una plaza dedicada al escritor abulense José Jiménez Lozano.
En la entrada del pueblo hay una casa a mano izquierda y al lado del buzón de correos, una advertencia: Cave Canem. No sé si el cartero sabe latín, pero sí sabía que en el interior de la casa trabajaba incansablemente el vecino más ilustre del pueblo.
Llamamos al timbre y sale a nuestro encuentro un hombre risueño, jocoso, junto con Dora, su compañera del alma. La llevo (como diría don José) un ramo de flores, también modesto, que Dora recibe como si fuese un obsequio de alto valor. Hechos los saludos, don José se sienta detrás de su escritorio e inicia la conversación. Cita poetas, novelistas, filósofos, historiadores, teólogos, y trato de seguir su estela. A veces me pierdo, y cuando se ríe tras contar una anécdota graciosa, me río también, aunque no siempre estoy seguro por qué, pero contento de verle feliz.
Tras una pausa, me pregunta con cierta solemnidad: «¿Qué trae Ud. entre manos?» Y hablamos de Hermenéutica, de Cristología y de Biblia. «La Biblia moraliza mucho menos de lo que se piensa» -dice-, y habla del genio de los narradores bíblicos. Lamenta también la escasa presencia de la Biblia en la literatura española, un enorme hándicap que tanto la cristiandad como la cultura española han pagado y siguen pagando muy caro, en su opinión.
Nos levantamos para marchar al cercano pueblo de Olmedo a la hora de almorzar. Me despido de Dora, y le digo al oído: «No entiendo todo lo que dice». «Yo tampoco» contesta con una sonrisa. Don José sube al coche con dificultad y coloca su bastón. En el cruce con la carretera de Madrid me previene con tono urgente: «¡Cuidado!» y así lo hace en cada esquina del pueblo. Vienen a la mente los versos de un poemilla suyo (así los llamaba él):
Sorprendí a Qohélet en el paso de peatones.
¡Cuidado, amigo! Dije.
No todo es niebla y humo, hay coches.
Pero miraba a una muchacha.
Y no debió de oírme.
Qohélet era uno de sus personajes bíblicos favoritos, un filósofo con los pies en el suelo. Don José no era pesimista, aunque profundamente consciente de la deriva del mundo. Citó a Qohélet en su discurso de aceptación del Premio Cervantes, y se identificaba con él.
Instalados en el mesón, donde los camareros le saludan con afecto, pido lechazo, mientras don José elige merluza. Continúa con la «charleta» y escucho con atención. Después de unos minutos le pregunto: «¿No come Ud.?» «Estoy esperando el pescado» -contesta, levemente contrariado. No se da cuenta de que lo tiene en el plato delante de él, una pieza diminuta al estilo de la gastronomía moderna.
Poesía, pájaros y Biblia: tres palabras que definen el origen de nuestra relación. El descubrimiento en 1996 de un poema suyo titulado 'El petirrojo' consolidó de manera definitiva aquella amistad. En 1970 yo había sufrido una fuerte depresión, una pesadilla solo aliviada por el pequeño petirrojo que parecía acompañarme intencionadamente en mis paseos por el campo. Lo encontraba en cada recodo del camino, descubría sus nidos, observaba su diminuta silueta, y escuchaba su canto desde lo alto de la rama de un árbol.
Mas yo sólo recuerdo
haber sido asistido a veces,
de tarde en tarde, por un ángel:
un pequeño petirrojo
que quizás tenía hambre
y añoranza, frío, quizás miedo,
que desde el seto volaba hasta el alféizar
de mi ventana, inquieto,
como si me trajera, clandestino,
su socorro.
Es uno de los poemas más bonitos que conozco.
Amante de los pájaros, de la poesía y de la Biblia, nos ha dejado un hombre singular. Alcazarén ha quedado desierto, pero el ingenio y la afabilidad de don José nos acompañarán. Nos queda su palabra, y su verso nos asistirá como un ángel para traernos, clandestino, su socorro.
STUART PARK
Valladolid
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En el mes de Julio de 2015, escribí lo que sigue, sobre José Jiménez Lozano. "Hace pocos días, a una hora todavía temprana de una mañana ya calurosa, me recibió en su casa de Castilla un hombre bueno, hospitalario, afable y sabio. Hablar con él supone empaparse de conocimientos profundos sobre nuestro pasado y, también, sabe poner como nadie el dedo en la llaga de nuestro presente español, a veces tan disparatado y desorientado. Sus ochenta y cinco años de vida rezuman sensibilidad literaria y bonhomía por todos los poros de su casticismo castellano y español. Que Dios de larga vida al mejor escritor vivo que actualmente tiene España y podamos seguir leyendo las magistrales obras del sabio de Alcazarén. Me estoy refiriendo a José Jiménez Lozano, un hombre de letras que, además de haber conseguido el premio Cervantes en 2002, es muy cervantino en su vida y en su obra". Lo que antecede salió en la sección de "Cartas al Director" de uno de los periódicos en los que el gran escritor colaboraba; huía de la notoriedad y los halagos y, al leer esas palabras, me echó, a través de un correo electrónico, una bronca cariñosa; tal era su humildad de gran hombre, de humanista sabio y bueno. Ha muerto en Valladolid, sin llegar al 13 de mayo, día en que hubiera cumplido sus noventa años; y sin ver la llegada de la primavera, él que era tan amante del campo y que tan bien sabía describir en sus habituales paseos por los alrededores de Alcazarén, pueblo vallisoletano donde vivía. Últimamente me comunicaba su preocupación por el presente y la continuidad futura de esta España tan crispada. Descansa en paz, amigo Jiménez Lozano, y es la primera vez que te tuteo, en señal de admiración y cariño.
José Fuentes Miranda,
Badajoz.
Desde la Asociación para la Investigación y la Docencia Universitas queremos expresar nuestro más profundo agradecimiento a nuestro socio de honor y maestro José Jiménez Lozano, por el privilegio de su compañía y la amistad que nos ha brindado durante todos estos años. Se ha marchado un amigo, un hombre de fe, y un gigante de las letras españolas, cuya magna obra, que no ha dejado género literario sin abarcar, nos seguirá iluminando y acompañando en nuestro camino.
Desde nuestro recuerdo agradecido, descanse en paz, don José.
Un fuerte abrazo para toda la familia,
Antonio Rodríguez,
presidente de la Asociación Universitas
Me pilló con sus páginas entre los dedos. Aquella mañana, cuando me llamaron para decírmelo, estaba releyendo una de sus historias. No responde a la casualidad ni tampoco al destino, sino que es fruto de la necesidad, del hábito y de la costumbre. Una de las actividades a las que más tiempo he dedicado estos últimos años ha sido a leer las historias de don José. Después, algunas veces, he escrito sobre ellas. Sobre sus clérigos con inclinaciones platónicas, sobre sus gallos deslenguados, sobre sus antígonas valientes. Pero es ahora, ahora que se ha ido, cuando caigo en la cuenta de que lo realmente importante para mí era leerlo.
Leyendo a don José he aprendido muchas cosas. De primeras, una nueva forma de mirar el mundo. La delicada piel de un tomate, el apego de los búhos por las iglesias o la belleza ardiente de un grano de maíz rojo ya no pasan inadvertidos a mis ojos. Él me ha hecho reparar en la hermosura de los milagros cotidianos. Quizá porque su escritura comporta a mis ojos una exaltación del detalle que tiene una parte de misticismo y de poesía y otra de adelanto científico o de conocimiento a través de la palabra y el relato. Así es como lo encuentro siempre reflejado en sus cuentos y poemas. En uno de sus cuentos, precisamente, un personaje le recuerda a otro que "abril es el mes más cruel". "No, ya no", quisiera responderle. Desde ahora, para algunos de nosotros, "marzo" le ha cambiado el comienzo al verso.
"El alma tiene que estar en su almario". Eso se lo oí decir a don José en más de una ocasión, pero hasta que no empecé a leer sus dietarios no entendí plenamente el significado de la expresión. Él albergaba el convencimiento de que la verdadera felicidad del hombre reside en la libertad interior, no en el deseo de objetos que nos resultan ajenos y así fue como me lo transmitió con la lectura de sus diarios. La preocupación por mantener la alegría de los adentros la descubrí en esos Cuadernos de Rembrandt. Páginas que únicamente pueden ser leídas A la luz de una candela y que supusieron para mí el aprendizaje de un Segundo abecedario: un alfabeto del sentimiento y del pensamiento que distaba mucho de lo que yo había conocido y leído hasta ese momento. Una mirada planetaria que don José brindaba a sus lectores cada vez que publicaba, con cierto pudor, según confesaba, uno de sus cuadernos de apuntes.
¿Y qué decir de la señora Claudina o del comisario Valtodano?, ¿cómo no mencionar a Marta Estevez, Cristina Dínesen y mére Agnes? ¿Acaso puedo dejar en el olvido a Tesa y a su hermana Lita, a María y a Doña Teresa? Por no hablar de Constancia y Prudencia, más conocidas como Las señoras, de César Lagasca, de Ojo Virulé. Contemplando estos rostros he podido redescubrir la condición humana a la luz de la piedad y la misericordia, tal y como la observaba don José. La sutileza con que narraba estas "historias de hombre" desvelaba su dedicación por mostrar los afanes y las miserias que arrasan el corazón de los hombres. Esa indestructible pasión por lo humano, que siempre guío su mano en la escritura, latía fuerte mientras narraba las vidas de unos personajes cuyas historias nos recuerdan constantemente que, nos guste o no, seguimos habitando en la casa de Layo.
Después están sus ensayos, artículos periodísticos y columnas de opinión: dialéctica encarnizada con la realidad de este tiempo. Crónicas que el castellano tejía, a veces, con los hilos de la ironía, otras con los de su inmenso saber humanístico, pero las más de las veces con un ingenio y una modestia sin parangón. Un juicio discreto, a la par que certero, transformaba cada una de estas piezas en auténticas descargas de fusilería contra el capitalismo, la política de las grandes potencias y la hipocresía del sistema.
Sus críticas fueron feroces y prolongadas durante más de treinta años de trabajo intelectual y terminaron haciendo de él uno de los genuinos amotinados de la Historia moderna. Su cabeza lúcida me instruyó en distinguir las aristas de la vida; me alentó a explorar el mundo desde un ángulo más inconformista; me mostró cómo se ha de pensar con independencia y criterio propio. Aguzar el oído a los susurros de los muertos para sabernos así herederos de una herencia cultural de valor incalculable fue también otra de las enseñanzas más valiosas que me ha transmitido don José.
Nadejda Mandelstham decía en sus memorias que aprendió a leer mientras releía a Dostoievsky. Yo he aprendido a leer releyendo a don José y por eso siempre lo recordaré con cariño y gratitud. Su visión poderosa y carnal de la Literatura me acompañará cada vez que me encuentre con "lo eterno en los campos de enebro"; así como también me amparará la esperanza trascendente que vertebra toda su obra, la misma que se quedó en el fondo de la caja de Pandora.
A la luz de esta primavera sombría, vuelvo mis ojos hacia la gracia de sus letras reverdecidas. Me consuela el pensamiento de que sus historias azulearan perpetuamente el mundo, don José. No, ya no hay lugar para la duda: lo último que acabo de aprender, justo ahora que se ha ido, es que la suya es una escritura azul de eternidad, escrita con el azul sobrante utilizado por aquellos tres muchachos para pintar la bóveda celeste.
Alicia Nila Martínez Díaz
"Tus ojos me faltan,
más los míos
no los tendrá la muerte.
Tú los guardas"
[José Jiménez Lozano "Lux eterna", en Elegías menores (Valencia, Pre-Textos 2002) p. 187].
No los tendrá la muerte, no, sus ojos. Hay un Tú enigmático y luminoso al que se dirige don José -él sabía a quién se lo decía- que guardará sus ojos más allá de la muerte. ¿Quién era el Tú? ¿Quién es el Tú?
Cualquiera de nosotros podría ser ese Tú. Los allegados de siempre, los amigos de ayer y hoy, los de última hora que llegarán mañana. Es extraño; sé que yo también puedo ser ese Tú al que se confía don José, pero enseguida algo me dice que en realidad hay otro Tú más propio, más hondo. Custodiamos nuestros presentimientos sobre la identidad del Tú con cariño, con respeto, con la certeza humilde y alegre de que don José ha conocido -al menos-una relación más fuerte que la muerte. ¿Se estaría acordando del Cantar de los Cantares?
Ahora sus ojos miran, y son mirados, en la luz sin ocaso. Y pueden ver a Aquel que le llama por su nombre para que don José lo acoja con libertad -como siempre le pareció que debía ser-y diga que sí, que él también le ama porque quiere, porque le da la real gana. Qué descanso darse cuenta de que eso mismo es lo que espera el Padre bueno al invitarle a su presencia: "Cuando se ha tenido la experiencia de ser amado libremente, las sumisiones ya no presentan ningún atractivo. Cuando se ha tenido la experiencia de ser amado por hombres libres, las inclinaciones de los esclavos ya no significan nada. (...) Ser amado libremente, nada tiene ese peso, nada tiene ese valor. Esa es, desde luego, mi mayor invención" [Charles Péguy, "El misterio de los santos inocentes", en Los tres misterios (Encuentro, Madrid 2008) pp. 398-399].
Los ojos de don José, ojos pillos, ojos de sabio, se sonreirán...
Javier Mª Prades López
Madrid
He tenido la gran suerte de editarle a don José dos libros (Se llamaba Carolina y La querencia de los búhos) desde que me incorporé a la editorial en 2014, aunque su presencia como autor en el catálogo de Encuentro data de mucho antes. Concretamente del 2007, año en que se publicó La piel de los tomates, una recopilación de relatos breves que me dejaron en su día un gusto similar al que uno le presume al resplandeciente tomate que aparece en la portada del libro. A este le sucedieron varios libros de narrativa y ensayo que han ido convirtiendo a don José en un autor muy querido y valorado por los lectores de Encuentro.
Dos libros pueden parecer poco dentro de una trayectoria tan abundante y brillante como la de don José, pero me permitieron disfrutar "desde dentro" de su grandeza humana y literaria, capaz de traernos la belleza de un mundo y unos personajes "de otra época", en cierto sentido "de otro mundo", rebosantes de dignidad y mirados con una delicada ternura por parte de su autor. A esto se unía un uso del lenguaje absolutamente singular e inconfundible, distinto al de cualquier otro autor que haya conocido.
Pero mucho más que la publicación de estas obras permanecerá indeleble en mi memoria la jornada que tuve el privilegio de pasar con don José con motivo del premio "Libros con valores" que le otorgó la Fundación Troa por Se llamaba Carolina a finales de mayo de 2017. Recién arrancada la Feria del Libro de Madrid fuimos Manuel, el director de la editorial, y yo a buscar a D. José a su casa por la mañana para traerle a Madrid a la entrega del premio. Partimos solo después de que don José nos hubiera enseñado con detenimiento sus "tesoros". No me separé de él hasta que vino su hijo a recogerle al final del cóctel con el que culminaba la entrega del premio, muchas horas después.
Nada más empezar el viaje en coche se inició una conversación de la que fui partícipe hasta que prácticamente arrancó el estupendo acto de entrega del premio. Me llamó la atención el tono liviano, casi festivo, con el que don José abordaba cualquier cuestión, las más serias y las más anecdóticas, ya fueran de carácter literario, político, cultural e histórico o relativas a su estado de salud. Parecía como si, en cierto sentido, su mirada estuviera ya dominada por el gozo definitivo de quien tiene una gran familiaridad con el destino bueno hacia el que todas las cosas se dirigen.
En las posteriores conversaciones telefónicas y en los intercambios de correos que tuvimos siempre me recordaba lo agradable de esa jornada que pasamos juntos y me daba una vez más las gracias por haberle acompañado a lo largo de la misma.
Gracias a usted, don José, por haber tenido el privilegio de disfrutar durante unas horas de aquella grandeza de espíritu de la que es reflejo hasta el más pequeño de sus personajes.
Carlos Perlado
Ediciones Encuentro
Querían los antiguos castellanos para sus hijos que nacieran con los mejores augurios, protecciones de santos y demás providencias. Quieren los modernos de estos días que los pequeños lleguen al mundo con el don de los idiomas o dotes futbolísticas. Queremos todos que vengan provistos de un pan debajo del brazo. Nosotros, los profesores del IES José Jiménez Lozano, nacimos a la docencia con la luz de la estrella más brillante, acunados en el sonido de sus hermosas palabras y alimentados de la hogaza mejor cocida por estas tierras. Don José.
En nuestro Instituto, el hombre que atesoraba todos los premios insignes que se conceden en la España literaria, era y siempre será, sencillamente, Don José. Venía en cuanto se le pedía a impartir magisterio sin otro adorno que su pensamiento profundo. Entraba andando despacito, pidiendo permiso no fuese a molestar, apoyado en su bastón y la sonrisa de sus labios. Pero una vez sentado delante de los jóvenes se crecía como quien sabe que tiene algo importante que contar. Muchas fueron las enseñanzas que nos transmitió en persona durante estos diez años.
Nos mostró su enorme saber sobre los más variados asuntos, pues Don José no era amigo de parcelar los conocimientos, sino de integrarlos en un todo. Aunque en ocasiones nuestros alumnos se perdían en su verbo, el mensaje quedaba bien, hay que saber de todo para poder comprender la realidad. Dicen los eruditos que él era el más sabio de todos, y que con su adiós se pierde la mejor memoria de nuestras vidas.
También nos inculcó a ser críticos con los comportamientos humanos. Cualquier ideología quedaba cuestionada desde su humanismo sincero. En nuestras aulas dudó del valor de muchas ideas, apoyado en la libertad de quien solo tiene que calmar a su conciencia. Siempre huía de los discursos manidos, de las reflexiones oportunistas, de los intereses personales. Esta independencia intelectual le procesó algunos enemigos, de los que tampoco se molestaba en exceso, todo hay que decirlo.
Pues Don José era muy respetuoso con las vidas de los demás y profundamente humilde. Escuchaba y hablaba. Ni un mal gesto, ni un aire de altivez, ni afán de protagonismo. Don José hablaba y mucho, porque era importante lo que tenía que contar. Y jamás imponía. Oía las preguntas de los alumnos como si estuviese en una convención de premios nobel. Mejor aún, las escuchaba dispuesto a aprender de ellos. En este mundo de mentiras, banalidades e imposturas, dialogar con Don José era congraciarse con la condición humana. He aquí la mayor de sus virtudes, su humanidad.
De todas estas enseñanzas nos hemos quedado huérfanos en el Instituto que lleva su nombre. Y cual huérfanos nos sentimos tristes y desorientados. También nuestra tierra ha perdido un inmenso referente intelectual, un activo cultural del máximo nivel, un patrimonio inmaterial que no volverá a darse. Por supuesto que su adiós pudiera no ser definitivo. Ahí nos lega sus escritos para mantenerlos vivos. El tiempo dirá si se le otorga el valor que se merecen o cubierto por el polvo del olvido.
A nosotros, a los profesores del IES José Jiménez Lozano, nos queda por delante una encomienda que nos transmitió sin palabras, como se dicen los mensajes de verdad. Un legado que nos compromete de cara al futuro y que nos reta: ayudar a crecer en nuestras aulas al próximo José Jiménez Lozano.
Gracias por tanto y hasta siempre, Don José.
José Francisco Alonso Ruiz
(Departamento de Filosofía)
El final de una escuela de periodistas
"Mira -dijo -, estos son los teletipos.
Como verás son unas máquinas que escriben solas.
No me digas que te lo explique, querido, porque esto para mí es un gran milagro"
Miguel Delibes - Una peseta para el tranvía. 1954
Quiso el azar que el fallecimiento hace unos días de José Jiménez Lozano coincidiera con la semana en la que se cumplen diez años del de su compañero Miguel Delibes. Ambos fueron directores de la publicación diaria más antigua de nuestro país, El Norte de Castilla. Allí hicieron una escuela de periodismo que tuvo en el escritor abulense su último referente, de la que formaron parte entre otros Francisco Umbral, Manu Leguineche o, de mayor edad que todos ellos, Francisco Javier Martín Abril.
A Umbral y a Martín Abril les unieron varias circunstancias más allá de su nombre: Paco para todos el primero y Pacorris, como dejaría escrito su tocayo, el segundo. Valladolid dedicó una calle a cada uno. Bien es verdad que a Martín Abril lo arroparon mejor pues la suya discurre desde Fray Luis de León hasta Núñez de Arce, y eso es mucha ventaja literaria. Ambos también perdieron a un hijo. El de Umbral, de niño, sería para siempre mortal y rosa en la vida del escritor. Ignacio Martín-Baró, asesinado junto a otros compañeros jesuitas en El Salvador, acompaña a su padre desde el monolito que el ayuntamiento colocó en su calle. Éste sufrió la censura en los cuarenta pero a su hijo Nacho le costó mucho más su defensa de los desheredados centroamericanos.
Contaba Delibes que Umbral y Jiménez Lozano eran las dos únicas personas que había conocido que escribían sus artículos de corrido, sin necesidad de corregir. Esa maestría en el uso del lenguaje permanece en sus muchos artículos. Así Umbral que describió a Meryl Streep como "una belleza gótica", retrato más preciso que cualquier pintura hiperrealista, reprendió a la presentadora en un programa de televisión por apuntarse a la moda de llamar "violentos" a los miembros de ETA. "Mire, señorita - interrumpió con su voz grave - violento soy yo si salto esta mesa y le meto a usted una bofetada. Ésos no son violentos, son asesinos". Claro está que la palabra bofetada la pronunció con hache mayúscula.
A El Norte se incorporó también un joven Manu Leguineche, que dejaría su impronta en el periódico y cuyo espíritu aventurero le llevó a recorrer el mundo máquina de escribir en ristre. De su comunión con una de ellas llegó a decir que su único defecto era no aplaudirle cuando terminaba un artículo. Aquel reportero, que fue otro maestro de periodistas y dejó crónicas inolvidables, pensaba que el nivel cultural de un pueblo se medía por el nivel de sus cartas al director. Terminó sus días en su casa de Brihuega, "En Castilla, no La Mancha", sin olvidar su origen vasco, como cuando contaba que siendo residente en un colegio mayor en Valladolid le despertaron dos mujeres que hablaban en euskera.
En otro pequeño pueblo, Alcazarén, se instaló Jiménez Lozano. Si según palabras de Delibes la obra de Leguineche lleva el sello del humanista, no menor es esa huella en la de Don José. Al contrario que al vizcaíno a él no le hizo falta dar la vuelta al mundo para tener lo que ahora llamamos una visión global. Escribió sobre todo lo humano y lo divino desde la base de una cultura enciclopédica y una curiosidad sabia para hacernos entender el acontecer diario. Sorprende por actual releer sus reflexiones de los años setenta en las que se preocupaba por la cantidad de información de la que podía disponer entonces la IBM y del uso que hiciera de ella. Que sólo desde lo local se puede ser universal dan buena prueba sus escritos, en especial su Guía Espiritual de Castilla, así como la felicísima iniciativa cultural de Las Edades del Hombre, que alumbró con José Velicia y otros colaboradores. Únicamente una persona que parecía conversar a diario con Kierkegaard, con Simone Weil o con Charlotte Brontë es capaz de despertarnos tanta emoción con sus obras.
La lista de periodistas de El Norte a los que ahora despedimos con la desaparición de Jiménez Lozano incluye también a profesionales tan notables como Alonso de los Ríos, Pérez Pellón, Martín Descalzo,. Ellos y los anteriores salieron de un feraz diario de provincias para escribir después en las grandes cabeceras nacionales: ABC, El Mundo, El País o La Razón. Sólo Delibes dejó la profesión tras muchas peleas con ministros del régimen y años después dijo no al ofrecimiento de dirigir El País cuando éste se fundó.
Con Jiménez Lozano se va el último de aquel grupo, de una forma de hacer periodismo. En estos días en que un único asunto lo tapa todo, convendría recordar sus comentarios sobre la muerte de Aldous Huxley, que se produjo el mismo día que el asesinato de Kennedy y que por ello fue casi ignorada por la prensa de la época. Quizá pueda servir como referencia para el joven director de este diario, que estas semanas habrá de buscar contenidos relevantes sobre lo que está ocurriendo en un mundo aletargado, que no muerto, y que sabe bien que las noticias que merecen la pena no las escriben los teletipos por su cuenta.
Vidal Gago Pérez
Ingeniero de Caminos, Canales y Puertos
La Nueva España (21 de marzo de 2020)
Gracias
Don José, sólo puedo darle las gracias porque sus escritos cambiaron mi vida. No creo que su intención al escribir fuera la de enseñar, pero lo cierto es que a mí me ha enseñado muchas cosas. En primer lugar, gracias por mostrarme lo que es la auténtica libertad. Digo "auténtica" porque quizás otras muchas cosas se disfrazan de libertad cuando lo que contienen no es más que egoísmo, vanidad y hasta tiranía y sometimiento. Las monjas de Port-Royal no resistieron en balde, desde luego. En segundo lugar, gracias por hacerme ver el verdadero valor de la humildad. Y también digo "verdadero" porque su caso contrasta con el de tantos otros escritores. Usted, desde su pequeño rincón, ha transmitido experiencias inmensas a través de lo pequeño, de lo minúsculo, de los detalles más nimios. Y ha rescatado a los seres de desgracia, enseñándome que son los verdaderos protagonistas de la Historia. Gracias porque su humildad cambió mi manera de ver la vida y de relacionarme con las personas. Y, por último, gracias por hacer prevalecer siempre la esperanza. Gracias porque ese tinte azul del que están impregnados sus relatos, tiñe también mi mirada y me recuerda que ni la injusticia ni el olvido tienen la última palabra; como su propio final, que no es más que el principio de aquello que parecían atisbar sus personajes. En definitiva, gracias por su libertad, humildad y esperanza. ¿Y acaso no son parte de la misma cosa? Ahora, mientras escribo, me doy cuenta de que difícilmente pueden existir las tres por separado.
Blanca Álvarez de Toledo
D. José,
No sé si se acordará usted de mí. Me invitó un día a su casa a comer y le hice una entrevista. Soy ese señor físico, que le preguntó de todo y al que le faltó tiempo para preguntarle más.
Como escribe su y mi querida Guadalupe -usted quizás no cayó en la cuenta, pero la tenemos a ella en común, lo que dice mucho de ambos- sospecho que no va a ser fácil hacerle otra entrevista, pero nunca se sabe. Puede que Eliot y Guadalupe tengan razón. En todo caso déjeme decirle que fue un privilegio conocerle, disfrutar de su hospitalidad, su refinada amabilidad,su inmenso conocimiento, su sutil ironía y esas dosis inagotables de juventud de la que se benefician los pocos que han sabido aprovechar el regalo de la años.
Gracias por recibirme en su casa, por la comida sencilla y exquisita, el delicioso café y la inagotable conversación. Y gracias por el legado de su obra oceánica. Ahora que se ha ido usted de viaje, aprovecharé para seguir leyéndole.
Juan José Gómez-Cadenas
Físico
Reflexionando sobre el regalo que el Maestro Jiménez Lozano constituye para mi vida, descubro que es la experiencia del renacer la que en me hermana con él. La encuentro en su poética, especialmente en algunos poemas ("Mendigo muerto", "Respuesta", "Lavandera de invierno", "El precio", "La enseñanza de las garzas") que tuve el honor de leer para escribir un artículo y que representan una compañía real que me cambia la mirada.
Me fascina como él sabe devolver a las cosas la vida que le es propia, como sabe mirar y hablar haciendo vivir con su verdadera luz las criaturas animadas e inanimadas: desde el pájaro, hasta la nieve que cubre al mendigo, desde la lavandera, hasta el hielo que le rompe las manos. Cuando en la Facultad de Relaciones Internacionales de la universidad Al-Farabi de Almaty en Kazajistán, en la que daba clase, inauguramos el Centro de Estudios para la Lengua y Cultura Romances, una de mis estudiantes leyó un poema de José Jiménez Lozano -"Lavandera de Invierno"-, y el embajador español vino a darme las gracias, diciendo: "No esperaba encontrar aquí en Almaty (Kazajistán) a uno de los escritores españoles que más estimo y aprecio por la cercanía humana y la afinidad en el camino religioso que se percibe en sus trabajos". Agradecí mucho su comentario porque fue una ocasión que me permitió percibir más intensamente la creación nueva y profunda que la escritura de Jiménez Lozano tiene la fuerza de transmitir.
¡Gracias querido poeta!
Bárbara Pulimanti
PARA DON JOSÉ JIMÉNEZ LOZANO
Yo quería conocer a Don José (*). Quería conocerlo pero, más que todo, quería abrazarlo. La culpa la tuvo El Mudejarillo. Cuando acabé de leerlo estaba tan conmovida y emocionada, tan transpuesta, que no había palabras que pudieran expresar mi gratitud al autor y lo que me nacía era querer abrazarlo, si hubiera podido, ¡claro está!
Y cómo iba yo a imaginarme que los acontecimientos se concatenarían de tal forma que mi deseo se iba a cumplir unos meses después.
Fue María Jesús Beltrán, gran amiga suya, quien nos franqueó la puerta de su casa. Yo estaba algo nerviosa pero el paseo previo por el jardín, refugio del cuco y de todos los pajarillos a los que él ha regalado poemas tan bellos, ya funcionó como un bálsamo que logró serenarme. La puerta de la casa estaba abierta y Dora, su esposa, y D. José nos esperaban sonrientes y cercanos, como debían hacer con los numerosos visitantes que se acercaban a conversar con ellos.
Lo que pasó allí dentro lo tengo atesorado en mi memoria.
Los datos cobraban vida en su boca y casi se nos salían los ojos de las órbitas a fuerza de no querer perder ni una coma de su charla. Y es que con gran inocencia y pena nos decía que a él le había gustado mucho recorrer los pueblos y escuchar a las gentes; que era lo que más le gustaba, escuchar, y como más aprendía pero que, ahora, como estaba sordo, no le quedaba más remedio que acaparar un poco la conversación para enterarse de algo. Y, nosotras, encantadas, porque a eso habíamos venido, a escuchar lo que él nos tuviera que decir. Y hablamos y habló de un ciento de cosas durante casi cuatro horas que pasaron casi sin sentir. Qué maravilloso su humor socarrón, la punta de brillo que asomaba en sus ojos de un azul acuoso cuando, tras haber lanzado una frase que nos dejaba atónitas, quedaba callado a la espera de nuestra reacción con cara de no haber roto un plato. Tenía Don José algo de niño y mucho de sabio y de poeta. Pero, sobre todo, yo veo en él a un místico, pequeño, como el San Juan de la Cruz de su mudejarillo y como pequeño era su profeta Jonás. Don José aúna inteligencia y bondad a raudales, hondura y sencillez y un diestro manejo de la poda del lenguaje con la que desbroza y aclara hasta que no sobra nada, hasta que queda sólo la entraña, la esencia, la madre del cordero. Pero, además, eso que queda es de una belleza sublime, tierna y esencial que emana de lo sencillo, de lo pequeño, de las pequeñas gentes que son a la vez muy hondas, de lo de a ras de tierra que acaba ascendiendo con el pájaro y las ramas del árbol, mirando a lo alto, transcendidas a lo inefable y lo sublime. Qué inmenso conocimiento atesoraba, lo opuesto a la vacía erudición, y qué alquimia la suya para mezclar los elementos y crear maravilla. Qué suerte que, al menos, nos haya dejado tanta obra y tan variada. Sus poemas como trinos de pájaros, los cuentos como granos de maíz o flores de aciano, las novelitas con personajes bíblicos (qué culmen de misticismo alcanza en el pasaje de Jonás siendo tragado por la ballena) y todos sus cuadernos que atesoran un sinfín de pensamientos, de reflexiones, de citas. Ojalá se reedite toda la obra que no se encuentra para no privar a nadie del placer de su lectura.
Tengo en mi mesa la Guía espiritual de Castilla y otros muchos volúmenes, algunos ya leídos y otros por leer. Y estos días pienso tanto en él, que se ahorró este horror que estamos viviendo pero tengo una pena inmensa por no haberlo visto al menos una vez más. Siento cariño y veneración a partes iguales. Pero me queda el consuelo de su abrazo.
Y acabo aquí contando que, por fin, cuando nos despedimos en aquella primera visita lo abracé y lo abracé con todas mis fuerzas. Tanto que, pícaramente, me dijo algo así como: amiga, conténgase, que va a hacer usted que pierda el equilibrio y acabe en el suelo. Mientras sonreía como solo sonríen los ángeles.
(*) Así le llama siempre María Jesús Beltrán y así le he llamado y le seguiré llamando, como a un maestro respetado y querido.
Begoña Izquierdo Negredo
En mi Liber Amicorum(*)
José Jiménez Lozano acaba de fallecer, hoy 9 de marzo de 2020. Fue para mí un guía seguro a la hora de moverme por el mundo del pensamiento, desde que un libro suyo cayera en mis manos, allá por 1986.
Ha sido, con mucho, el escritor que más he leído, como bien da cuenta de ello el anaquel donde guardo sus publicaciones. Un estupendo pensador en tiempos de pensamiento anémico y light. Para mí, el pensador español más importante de las últimas décadas. A él se le podría dar el título de "avisador", en el sentido de que desde hace muchos años lleva avisándonos de por dónde va a despeñarse esta sociedad que llamamos occidental. Un pesimista lúcido y esperanzado. Un escritor que no deslumbraba, sino que iluminaba, como ilumina una pequeña candela en una habitación a oscuras. La cabeza mejor equipada ha muerto discretamente, después de una breve indisposición. Era un escritor de pocos lectores, pero muy fieles. Ya se encargaron los media importantes de colgarle el sambenito de 'escritor católico', y así condenarle a una muerte civil. Retirado en Alcazarén, como un morabito o como un ermitaño, pudo desde esa atalaya tan poco cortesana, avisar a sus pocos lectores de qué barro estamos hechos y en qué tortuosos senderos se está metiendo el hombre europeo, ajeno a la mirada de Cristo, ajeno a la verdad, seducido por lo políticamente correcto y adoctrinado por el pensamiento único. Es decir: la moda que aprisiona en cada momento. Hierba que por la mañana florece y por la tarde está agostada.
José Jiménez Lozano dijo en una ocasión que sólo aspiraba a hacer un poco de compañía a un puñado de lectores. En mi caso, la compañía fue mucha. Y seguirá haciéndomela, porque la muerte nunca interrumpe la conversación con los escritores que han tenido algo que decir y lo han dicho. Su primera novela Historia de un Otoño -y también mi preferida- cuenta la historia de las monjas de Port Royal des Champs, el célebre monasterio parisino. Vivían en la más absoluta austeridad, pero también en la más completa libertad y en la más perfecta alegría. Fueron acusadas de jansenismo, por su manera de vivir el cristianismo, muy lejos de una religión barroca y huera. Se resistieron heroicamente a las imposiciones del propio Luis XIV, lo que provocó su ira. La comunidad tuvo que dispersarse y el monasterio fue arrasado hasta no dejar piedra sobre piedra. Esta novela bien podría ser una parábola de su propia vida y una invitación a ser libres en un mundo en que -y esto es lo más triste- cada vez optamos más por la "servidumbre voluntaria".
Le debo algunas cosas, yo diría que bastantes.
1. Sus lecturas me llevaron a otras muchas lecturas, por ejemplo a Simone Weil, a Willa Cather, Julien Green, Stefan Zweig o a Shushaku Endo, por citar algunos. Que alguien te descubra nuevas vetas en la mina de la literatura o del pensamiento es impagable. Por eso, de toda su producción literaria, fueron sus dietarios los que más alimento proporcionaron a mi alma. Recuerdo aún la impresión de Los tres cuadernos rojos y de los diarios que vinieron después. Leídos y releídos, subrayados y resubrayados. Admiraba su inteligencia iluminadora y su compasión dulce. Y también su alegría por las pequeñas cosas, por las pequeñas noticias al margen, por las pequeñas conversaciones. Una alegría necesaria para seguir respirando. Una alegría que no se deja abatir por las calamidades de los periódicos y por los profetas agoreros. La alegría de un niño por unas canicas o por un charco bajo sus pies.
2. Su cristianismo heterodoxo. José Jiménez fue corresponsal en Roma durante los años cruciales del Vaticano II. Sus crónicas fueron dando buena cuenta de lo que se estaba jugando en la Iglesia Católica, la ilusión que estaba generando el 'aggiornamento' en tantos cristianos cansados de una Iglesia rancia, cerrada, clerical, unida inseparablemente al poder. Recuerdo la impresión de la lectura de Los Cementerios civiles, donde Lozano rinde homenaje a tantos hombres que acabaron en el cementerio civil, o corral ignominioso, al lado del cementerio, donde acababan los descreídos o los suicidas o los que habían decidido apartarse de la Iglesia y solicitado un funeral no católico. Esa opción de apartarse de la fe social y normativa, les convertía, a los ojos de Lozano, en personas dignas de respeto e incluso de admiración. Miguel Delibes dedicó su libro Cinco horas con Mario a José Jiménez Lozano, compañero suyo en los afanes de El Norte de Castilla. Delibes se inspiró en 'Pepe', como llamaban a J.J.L., para construir el personaje de Mario.
3. Una tarde de invierno, en Alcazarén, conversaban, como otras muchas tardes, Jiménez Lozano y José Velicia, un sacerdote vallisoletano, apasionado por el arte y la belleza. Fue en ese momento donde surgió la idea de mostrar obras de arte que contasen un relato y que pudieran hablar de nuevo a los hombres y mujeres de esta tierra. El proyecto se llamaría Edades del Hombre. El guión de las primeras muestras de las Edades se lo debemos a Lozano. Todos los que vimos aquella primera exposición en la Catedral de Valladolid, en 1998, salimos heridos por la belleza. Nunca se había hecho nada semejante. Y a partir de ese momento, todo se haría al estilo de las Edades. Millones de personas dan testimonio de esto. Cuando murió Velicia, le dedicó un bellísimo poema que terminaba: "¿Seguiremos conversando?".
4. Yo era uno de los colaboradores de la revista guaneliana Servir. Propuse hacer una entrevista a Lozano. Llamé por teléfono. Le expliqué que quería entrevistarle y me dijo que no le gustaban las entrevistas, y que casi nunca las concedía, porque luego el periódico ponía lo que le daba la gana, etc. Estaba a punto de darme por vencido, cuando le dije que la entrevista no era para ningún medio importante, sino para una revista humilde, ligada a un centro de chicos con discapacidad. "Ah, bueno, bueno, eso es otra cosa. Dígame cuándo le viene bien, etc. -me contestó". No puso ninguna traba, contestó a todo lo que le preguntamos y aceptó encantado una pequeña cerámica que le regalamos y que habían hecho los chicos con discapacidad.
5. Su amor hacia los aplastados. Contó en más de una ocasión que su madrina se había enfrentado, como una Antígona rediviva, contra los asesinos que querían impedir que una madre gritase y llorase cuando se llevaba a su hijo hacia el paredón. Y contó también que la criada de casa le advirtió más de una vez: "fíjate en esos pobres, parecen eccehomos". Fueron estas enseñanzas vividas en su infancia las que marcaron su sensibilidad hacia los aplastados. Su literatura está llena de estos seres de desgracia. Todos ellos son mirados con piedad y compasión, que es lo propio del alma cristiana. Su desconfianza hacia el poder y los poderosos, forma parte también de esta mirada compasiva por aquellos que el poder o la fuerza va dejando en la cuneta.
***
Le tacharon muchas veces de 'escritor católico', que era una manera de descalificarlo y de condenarlo a la muerte civil, algo muy propio de este país cainita. Pero quien ha leído a Lozano, se encuentra con un catolicismo heterodoxo, una fe que duda, una vivencia que nada tiene que ver con el clericalismo imperante ni con la iglesia triunfante. La suya es la mirada de un eccehomo que descubre otros eccehomos en la inmensa paramera que es el mundo.
José Jiménez encontraría este texto muy grandilocuente. Pero así me ha salido y así se lo ofrezco. Se ha ido muy discretamente de este mundo. Un mundo que sucumbe ante el pánico del coronavirus y el derrumbe de las bolsas. La noticia de su muerte ha ocupado exactamente 50 segundos en el telediario. Es lo normal en un país que desdeña la cultura de un cierto grosor. Nada para escandalizarse. El grosor de su sabiduría y de su pensamiento no resulta digerible para estómagos acostumbrados a las dietas suaves.
En cambio, para el pequeño grupo de sus lectores, su figura seguirá agrandándose, vitamina insustituible para nuestra alma. Compañía necesaria. Candela en mitad de la noche oscura. José Jiménez Lozano está ya -lo estaba desde hace mucho- en mi personal Liber Amicorum. El Libro de los Amigos.
Adán Breca
(*)Este texto fue publicado originariamente el 10 de marzo de 2020 en el blog Adán Breca en camino: https://adanbreca.blogspot.com/2020/03/en-mi-amicorum-jose-jimenezlozano-acaba.html