2-01-2019/Filosofia&Co - Publicado por Por Luis Fernández Mosquera - Fotografía: ICAL (cedida por Jiménez Lozano).
El escritor Jiménez Lozano nos recibe en su casa de Alcazarén, el pueblo de Valladolid donde vive, apartado del boato de la literatura, desde hace tiempo, en su querida Castilla y León. Allí hablamos con él de las tres culturas, o mejor, nos matiza, de "las tres formas de vida, de fe y de cultura" que convivieron en España y han hecho de ella lo que hoy es. Y de tolerancia e intolerancia, de libertad.
Estudió Derecho, pero José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930) se ha dedicado toda su vida al periodismo y la escritura. Fue primero redactor del diario Norte de Castilla, y después subdirector, con Miguel Delibes al mando. Eran muy amigos, tanto que Cinco horas con Mario está dedicada a Jiménez Lozano y Delibes reconoció que el personaje de Mario, en su pensamiento, está bastante inspirado en Jiménez Lozano, aunque a este le veía como un intelectual mucho más riguroso que a Mario. Cuando Delibes se jubiló, Jiménez Lozano pasó a ser director del periódico. Ha sido, además, columnista de El País, ABC y ahora de La Razón.
Novelista, poeta y ensayista, en su amplia obra hay dos temas fundamentales: España como resultado de la convivencia de las tres castas, siguiendo las ideas del filólogo e historiador Américo Castro (ha escrito muchos libros, como Guía espiritual de Castilla o Sobre judíos, moriscos y conversos) y la reflexión sobre el cristianismo, a partir, sobre todo, de ser corresponsal en el Concilio Vaticano II (Meditación española sobre la libertad religiosa, Los cementerios civiles y la heterodoxia española, la biografía Juan XXIII). Estos dos temas se juntan en los tres escritores que más le interesan y a los que recurre en su conversación: fray Luis de León, San Juan de la Cruz y Santa Teresa. Sobre los tres ha escrito.
Ideó, junto con el sacerdote José Velicia, las exposiciones de Las edades del hombre que se organizan en Castilla y León desde 1988 para poner en valor y dar a conocer el arte sacro de la región, y escribió los guiones de las cuatro primeras.
Fue Premio Cervantes en 2002, pero vive bastante al margen de la típica vida literaria, si es que existe una típica vida literaria. Nos recibe en el pequeño pueblo de Valladolid donde tiene su residencia desde hace tiempo, Alcazarén, de nombre árabe muy apropiado a sus temas. En el despacho que tiene en su casa charlamos con él.
-Me gustaría empezar por el tema fundamental de su obra, que yo diría que es el de España como resultado de la convivencia de tres culturas.
Sí, estoy de acuerdo, pero no tres culturas; son tres formas de vida, de fe y de cultura, pero las tres se manifiestan en medio de una de ellas, la cultura cristiana europea. España es una especie de Europa oriental en cuyas ciudades o pueblos están la iglesia, el concejo, pero también la sinagoga, y a veces también la mezquita, y las tres clases de carnicerías. Y la abundancia de huertas de los islámicos.
-¿En qué se nota esa convivencia?
Convivencia no solo es estar unos junto a otros, sino vivir los unos con los otros. Y se nota en que las diferencias no tienen entidad por encima del vivir. Hasta el siglo XV aproximadamente tanto el cristiano como el moro o el judío tenían su creencia espiritual como algo que le venía de familia, era su ley, algo que no se discutía ni se oponía a nadie: mi ley, tu ley o vuestra ley. Tenemos conocimiento de comidas en las que coincidieron gentes de distintas religiones, y podían decir: "No olvides que yo no soy de tu ley, no me pongas cerdo".
Los europeos siempre habían sido incapaces de convivir con los judíos y les habían encerrado en guetos, pero nosotros no. En Ávila, por ejemplo, hay tres juderías, pero corresponden a los diversos oficios junto a los cristianos que tienen esa misma dedicación, no a la religión. Unos son labradores y viven arriba, otros son tintoreros y viven junto al río, y los otros tienen tienda y viven en el centro. No son guetos, por tanto; son barrios. Pero ya a mediados del siglo XIII hay un ramalazo de antisemitismo muy sospechoso. Si pensamos en la tumba de Fernando III en Sevilla, hay cuatro leyendas: en castellano, en árabe, en hebreo y en latín. La latina dice una cosa distinta que las otras, que dicen: "Entró, liberó la ciudad.", nada, en definitiva. Pero la latina dice contrivit, hizo trozos, el islamismo y el judaísmo. Claro que esa solo la leen las clases instruidas, que saben latín, y expresa la idea de Europa, que nunca había soportado a los judíos. No los conocía. Ni a los islámicos.
Hay una anécdota muy interesante a este respecto. Cuando Carlos I llega a España, el práctico no es capaz de arrimar el barco lo suficiente al muelle, y los viajeros se calan los zapatos, y se ponen de un humor de perros. Y uno de los acompañantes dice que los cortesanos castellanos que los reciben no saben latín, no saben alemán, no saben nada, y además había uno "vestido de rey mago". Pero no estaba vestido de rey mago, estaba vestido a la usanza mora, es decir, con una chilaba, un sobretodo. No es ningún misterio, pero los europeos no tenían ni idea de cómo era un moro, porque nunca los habían visto. España siempre ha sido extraña para Europa. Incluso Erasmo, cuando le invita el emperador, no quiere venir porque tiene miedo de los judíos.
-Entonces, en la Edad Media convivían las tres leyes de manera tolerante.
Sí, porque no existe conciencia grupal ni religiosa que se oponga a otras. Hay tres leyes, pero no eran tres ideologías. Vivían su religión como lo esencial de su vida, como respiraban, sin más, con toda naturalidad.
-¿Y cómo se llegó de esa tolerancia medieval a la intolerancia de los siglos XVI y XVII?
Primero vamos a distinguir entre tolerancia y libertad. Tolerancia, como la propia palabra indica -viene del latín tollere-, es "soportar a otro". La libertad, en cambio, no tolera a nadie, porque la diferencia no es un peso que haya que soportar. Si usted invita a alguien a casa y no puede tomar azúcar, no le da pasteles de postre, y no hay ningún problema. Ahí hay una simple diferencia, no una cuestión ideológica. Igual ocurre con el que le dice a su amigo que se acuerde de que él no toma cerdo. El problema es que la conciencia de identidad se empezó a formar como ideología grupal y religiosa, como en Europa. En España, para los cristianos una sinagoga o un mezquita son un templo, porque era una casa de oración. No había, en principio, política de por medio. Había chistes que hacían los judíos sobre el cristianismo, pero también al revés. No tenían la menor importancia, nadie se ofendía, porque no tenía entidad ninguna. Entraba dentro de la convivencia. El problema es que, desde aproximadamente el siglo XIII, se empezó a producir ideología y a convertir estas cuestiones en un asunto político e identitario. Y el asunto estallaría en el XV.
La expulsión de los judíos posiblemente respondió a motivos políticos. Los judíos eran los que entendían de dinero y, como se decía, se habían aupado, habían ascendido en la sociedad. Su expulsión tuvo algo de revancha, pero se revistió con la ideología religiosa de la que hablo.
En una y otra situación, en todo caso, la verdad de la vida española -tiene razón don Américo Castro- es esta, la convivencia entre las tres leyes en la cultura cristiana, y hay muchísimas cosas que no se pueden entender sin tenerlo en cuenta. Por ejemplo, Cervantes dice en El coloquio de los perros que un pantalón que se ha perdido debe ser de un cristiano porque tiene manchas de jamón. Esa ironía es muy clara. Yo mismo me he dedicado a comprobar en los pueblos de Castilla, y está comprobado por un lingüista, que los famosos duelos y quebrantos es el huevo con jamón o con chorizo, que se llaman así porque un judío solo podía comerlos con duelos y quebrantos. Aunque una vez me dijo una profesora de inglés de Valladolid que sería beicon.
-La visión de Américo Castro, que usted comparte, es muy polémica.
Es cierto. Esta adivinación de don Américo sentó muy mal entre algunos estudiosos que, en primer lugar, no lo comprendieron. Alguien llegó a decir que don Américo negaba la descendencia biológica, y era porque no lo entendió. Cuando habla de "morada vital" o de "vividura", es muy fácil de entender. Si hablamos de fenicios, por ejemplo, hablamos de algo absolutamente extraño, pero si hablamos de fray Luis, ya es tan parecido que es res nostra o "cosa nuestra" y se puede decir que esa es nuestra España. Con el Cid tenemos poco que ver en cuanto a los lazos intelectuales y sentimentales, pero con fray Luis, San Juan o Santa Teresa tenemos mucho que ver. Cuando a fray Luis le dicen unos alumnos que hable más alto porque andaba diciendo algo así como "tututú" y él responde: "No sea que nos oigan los señores inquisidores", eso lo entendemos perfectamente, esa es nuestra España. Pero alguien del siglo XIII no lo entendería porque no era así su mundo, su "morada vital". Es más, la morada vital de muchos españoles cristianos es judaica o mora, en algún aspecto, en lugar de ser cristiana. El cristianismo, en principio, está absolutamente separado de la política porque es imposible juntar algo que se supone venido de Dios con algo que hemos inventado nosotros. Claro que la fe tiene una dimensión histórica, pero la unión del plano religioso y el plano secular que se dio en España tiene mucho más que ver con el judaísmo y el islam que con el cristianismo. Y algunos aspectos más recientes de nuestra historia se entienden también así. Américo Castro tiene mucha razón cuando se pregunta qué es el Barroco español más que antijudaísmo. Esa inquina antijudía llega hasta muy tarde y a los protestantes, a los comunistas, a los masones se les llamará también judíos.
Pero en realidad la influencia oriental está presente en las cosas más cotidianas. Yo recuerdo, de niño, en mi pueblo, cerca de Arévalo (Ávila), que alguna gente en misa se sentaba en el suelo ante el hachero de las velas, y a veces también a la puerta de casa en verano. ¡Se sentaban como los moros! Pero esto tampoco lo ha tenido en cuenta quien hizo algunas traducciones desastrosas de la Biblia, incluso en la liturgia.
-¿Arrastramos todavía en España esa intolerancia de la que habla?
Yo diría que algo sí. Obviamente los caracteres adquiridos no se heredan y la historia tampoco, sino que se hace y deshace voluntariamente, pero ciertamente en nuestra tradición en medio del mundo moderno no es ardientemente libre.
En este tiempo hemos puesto de moda el diálogo. Me parece que es una manera de hablar. Desde siempre ha habido que hablar para tratar de superar unas diferencias, pero para eso hay que considerar al otro nuestro igual. Por lo menos dejar de satanizarlo, y proponer exactamente lo que se busca hablando los dos y para los dos. Y no utilizar retórica ni lenguaje correcto, que siempre son un fraude. No creo que esté España tan dividida como para no entenderse, pero para hablar hay que ser libre y lo políticamente correcto no lo permite. No permite una ironía ni una verdad. Es un lenguaje totalitario, además de ser estúpido. Y tampoco hay que mitificar a España. Se suele decir desde el extranjero que la intolerancia española nos viene de la Inquisición. Es hablar por hablar. Europa también tuvo Inquisición, y en Alemania desgraciadamente se quemó a miles de mujeres por brujas. Todos tenemos cosas de las que avergonzarnos, pero los españoles fueron los que adivinaron que un hombre, si no era libre, no era hombre, y que todos los hombres eran iguales, y Carlos I es el único príncipe en la historia que reunió a su clero, a sus universitarios y a sus soldados para que se preguntasen si la conquista de América era justa.
-Quería preguntarle por el Concilio Vaticano II. Usted fue corresponsal del Norte de Castilla y de la revista barcelonesa Destino en Roma en esos años y le dedicó varios artículos.
Es un asunto cuyas consecuencias no sabemos dónde llegarán. En el momento planteó dos problemas. Se hablaba mucho de modernidad, pero justo cuando ya se estaba acabando. ¡Y resulta que entonces se interesan por ella en España y la Iglesia! Y por otro lado, ni se mentó el comunismo, a los "camaradas", que durante un tiempo pareció que iban a ser los dueños del mundo. Pero cuando yo fui a Roma, oí en una conferencia que ya había comenzado su declive, y el Concilio no privilegió la atención al ateísmo comunista como se pidió por parte de algunos padres conciliares porque era el ateísmo político más significativo hoy.
El Vaticano II apenas tocó la vida espiritual, pero sí afectó al cristianismo español, que tiene una raíz demasiado política. Digo política en el sentido más amplio de perteneciente a la polis. Una chica, por ejemplo, que se fuese a Madrid a servir como criada, iba a misa si iba su señora, y si no, no. Porque su religiosidad es expresión de la sociedad, quizás tiene unas convicciones mínimas y muy difusas. Y, por otra parte, la descristianización que parece que ha habido quizás responda a esto y no sea más que una postura social diferente, y no una descristianización en el sentido profundo. Hasta no hace mucho, ser español se suponía que era ser católico. En una comedia de Calderón alguien dice a un vecino que por qué no deja a su mujer ir a misa, si es para que no la vean. Y él dice que no, que es que si es cristiana vieja y de la casta limpia, ya no necesita ir a misa. Este es el tipo de religiosidad política a la que me refiero y llega hasta los años del Concilio Vaticano II. En una carta que yo he leído de la década de 1970 se decía de alguien que no parecía español, que no era católico siquiera. Ser español era ser católico porque España se formó sobre el mito de la limpieza de sangre, la sangre que venía de los godos y no se había mezclado con los judíos ni con los árabes. Pero sin duda ahora la secularidad es un gran disolvente cristiano.
-¿Entonces el Concilio Vaticano II qué supuso frente a esa manera política de ser católico?
El Concilio funcionó o fue utilizado frente al franquismo como una especie de reto por la libertad política y supuso para el régimen un golpe grande, sin duda.
-¿Y cuánto queda de eso hoy en la Iglesia?
¿De libertad religiosa? Sí, mucho. Y sin control ni autocontrol responsables.
-¿Representa el papa Francisco los valores del Concilio Vaticano II?
El papa Francisco no es ya un papa inmediato al Concilio y no representa ya su problemática. Es un hombre muy volcado hacia la gente y busca ser grato y servicial a todo el mundo. Con respecto a la cultura, creo que la Iglesia muy marcada en este sentido por el papa Ratzinger ha optado ahora con el papa Francisco por una vía pastoral de masas, pero esperaría que no fuera exclusivamente.
-Cambiando de tema, usted critica en su obra la posmodernidad y, por ejemplo, tiene un libro irónicamente titulado Los grandes relatos, que en realidad son relatos mínimos.
Sí. La posmodernidad es como dejar tu modo de vivir, tu casa, tus costumbres. y vivir en la casa que te ha hecho Hegel, si con la locución "casa de Hegel", que es de Martin Buber -filósofo judío austríaco-israelí-, señalamos al gran relato de la modernidad. De ahí surge un desencanto, y para algunos, como para el filósofo alemán Walter Benjamin, desgraciadamente ya no hay nada que contar. Pero claro que hay cosas que contar. En mi opinión, la tarea del escritor es precisamente contar esos pequeños relatos de gente humilde que si no serían olvidados, y la grandeza del escritor o del artista reside en ser capaz de narrar las historias y las desgracias de estos pequeños personajes. Me gusta poner el ejemplo de Las Meninas. Sin María Bárbola y Nicolasillo Pertusato, los dos enanos que aparecen en el cuadro, sería otro retrato de una familia real, un Gran Relato prestigioso más. Pero Velázquez los retrata también a ellos y deja recuerdo de su historia.
-Usted mismo ha dicho que la literatura entendida de esta manera es subversiva. ¿En qué sentido?
Claro, subvertir es tratar de dar la vuelta a unos valores sociales, morales, políticos, literarios, a un presente triunfante, y encarnado en grandes relatos sobre la plenitud humana ya alcanzada y que significa el fin de la historia porque el hombre está en su plenitud, según el señor Fukuyama -politólogo estadounidense de origen japonés-, y entre muchos otros narrar las historias que sean pequeños relatos, y el título levaba esa ironía. Uno de los padres de la modernidad literaria, el señor Ignatieff, subrayaba como un sinsentido contar historias felices de otro tiempo o que no fueran urbanas ni se desarrollaran en un mundo evolucionado y democrático. El historiador ruso Grígori Pomerants asegura que "el cristianismo comenzó para millones de rusos con la lectura de La casa de Matriovna, de Solzhenitsyn, que no aborda un tema cristiano, ni el cristianismo aparece allí invocado en ningún aspecto, pero está en la entraña misma de la lengua y del significado de una estructura narrativa, y esto era lo que resultaba heterodoxo y subversivo en esa narración y la tornaba intolerable para la ortodoxia del régimen. Se trataba de una peligrosa historia del pasado acerca de una anciana pobre y no iluminada por el sistema, que, sin embargo, aparecía como un ser humano muy logrado, y había sido, y era, feliz. Pero tampoco sería nada grata esta historia para los valores literarios occidentales de la última ortodoxia por estas mismas razones que subrayó el señor Ignatieff, ofreciendo el canon narrativo de esa modernidad: nunca una historia de un mundo y una humanidad no progresados.
-Se lo pregunto porque yo hice un trabajo en la universidad sobre su novela El mudejarillo y cité esta idea suya y en el tribunal les extrañó, no estaban nada de acuerdo.
Estoy seguro de que en el plano literario no he escrito ni una sola línea de subversión política, pero ya le digo lo que yo entiendo por subversión, y ya que soy un narrador, le contaré lo que ocurrió con Romano Guardini, un teólogo y ensayista, además de profesor, cuando se trató de echarle de la cátedra durante el nacionalsocialismo. Una de las autoridades hizo observar que jamás dicho profesor hablaba solamente de teologías y literaturas, pero nunca había tocado un tema político, y entonces se le dijo que por eso mismo era subversivo. Y ciertamente en un totalitarismo todo tiene que ser político.
-Creo que usted se apoya en el cristianismo, en la caridad y la misericordia, para hacer frente a la caída de los grandes relatos en la posmodernidad.
No, si no cuento una historia cristiana o piensa o habla un cristiano en cualquier historia por mi parte no digo nada, porque no estaría haciendo literatura, no estaría haciendo sino de Santo Padre y teólogo, como se le ha señalado a Claudel a veces. Otra cosa es que en nuestro ámbito español todavía se sigue hablando de literatura católica. Me he limitado a contar historias que no son modernas, pero no trato de que vehiculen una doctrina antimoderna.
Personalmente, además, miraría con más respeto a la modernidad, pero cuando se escribe literatura se cuenta y en paz. Lo que ocurre, por ejemplo, es que, aunque no sabemos si Matriovna, la protagonista de la novela de Solzhenitsyn de la que hablaba, tenía alguna fe personal, la historia que se cuenta tiene ese "sabor" cristiano que diría un inquisidor. Y exactamente como El doctor Piçario de los Palacios, que es inquisidor hacia 1605, tuvo que censurar De los nombres de Cristo, de fray Luis. Y pensó que este señor no podía menos que ser de "la mala casta", porque sentía misericordia por los herejes y los enemigos. Y acertó. Y supongo que nadie pensaría en Santayana como autor católico, y no lo era, pero podía decir de sí mismo: "Era hijo de la cristiandad; mi herencia procedía de Grecia, de la Roma antigua y moderna, de la literatura y filosofía de Europa. La historia y el arte cristianos contenían todas mis mediciones espirituales, mi lenguaje intelectual y moral". Algo distinto es que una narración o un poema no tengan ni sabor ni color culturales, cualesquiera que sean estos.