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Ensayos

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Los cementerios civiles y la heterodoxia española (1978)

El espíritu con que parece estar compuesto este ensayo recuerda en gran medida a Meditación española sobre la libertad religiosa. El segregacionismo que los prelados españoles asistentes a Vaticano II pedían para la nación se traslada ahora a la última morada del cristiano: el cementerio. Quizás sea éste el ensayo de Jiménez Lozano que mayor repercusión tuvo de todos los publicados hasta este año, sobre todo si prestamos atención a determinados comentarios de algunos críticos (Aranguren, Reyes Mate, entre otros) cuando este libro vio la luz en 1978. No cabe duda que Los cementerios civiles y la heterodoxia religiosa constituye un ensayo muy diferente a los anteriores. Pleno de erudición y labor investigadora no sólo bibliográfica -docenas de entrevistas abogan el trabajo de campo llevado a cabo por Jiménez Lozano- el lector puede sentirse abrumado por la ingente cantidad de notas a pie de página de una densidad tal que, en palabras de Reyes Mate, muchos pensadores de campanillas habrían hecho más de un libro de las mismas. Se podría señalar que Los cementerios civiles y la heterodoxia española comienza en el punto donde podría haber acabado Meditación española sobre la libertad religiosa. O, por lo menos, retoma el campo de investigación de esta obra y lo hace desde la perspectiva de los heterodoxos, es decir, de aquéllos que no comulgaban con el nacionalcatolicismo imperante. El discurso subversivo de estos personajes, erasmistas, luteranos, liberales, comunistas, dependiendo a la época en que nos atengamos, fue por lo general aplastado por el poder avasallador de la ortodoxia católica que incluso imponía fronteras en los cementerios en base a una ley de ‘polución' medioambiental para relegar a los renegados a un gehenna particular, que la tradición popular bautizará con el nombre de ‘corralillo'. Los cementerios civiles y la heterodoxia española parte con el firme propósito de rescatar del olvido, de rememorar el sufrimiento de unos pocos, que fueron condenados por sus ideales políticos y religiosos al no sentirse cómodos con el estrecho encorsetamiento religioso del país.

Textos adaptados procedentes de La escritura reivindicada: Claves interpretativas en los ensayos de José Jimenez Lozano (2005) de José R. Ibáñez Ibáñez

 

Reseña - Maximiliano Fernández Fernández

José Jiménez Lozano (Langa, Ávila, 1930), Premio Nacional de las Letras Españolas en 1992, Premio Cervantes en 2002 y doctor Honoris Causa por la Universidad Francisco de Vitoria, desentraña e ilustra en "Los cementerios civiles" la significación política, social y religiosa de los enterramientos en España y parte del mundo occidental. La obra contiene toda una sociología de la religión y de la muerte con la coherencia personal y la autenticidad existencial como fondo. Es un tema, el de la muerte y la forma de afrontarla, que, por más que la sociedad materialista y superficial de nuestro tiempo lo pretenda esconder y silenciar, preocupa recurrentemente no sólo a los pensadores sino a quienquiera que se haga de vez en cuando alguna pregunta medianamente profunda.

En esta edición de Seix Barral, sobre el texto originario de 1978, se ha optado por aligerarlo un tanto para una lectura más rápida y por situar las "notas a pie de página" al final del libro. Son notas abundantes, exhaustivas, eruditas y de amplio repertorio bibliográfico, que conformarían una segunda obra, de mayor carga académica, y con una extensión similar o mayor que la primera. Une Jiménez Lozano, como no puede ser de otra manera, la erudición, en forma de aglutinadora síntesis histórica, la sabia interpretación del siglo XIX y la documentación del buen ensayista con la calidad literaria y la riqueza expresiva del gran escritor, dando como resultado una obra doblemente interesante, rica, ilustradora y amena.

El texto se enmarca en la preocupación del autor por el sentimiento religioso y laico, como expresión social y política y como configurador, en el primer caso y en nuestro país, del sentido de españolidad. Desde este punto de vista puede decirse que se trata de una sociología de la religión, con España y Europa al fondo, muy recomendable para profesores y alumnos de estas disciplinas y para quienes deseen profundizar en estas materias. Y se trata de una sociología de la muerte, en la que el hecho de la despedida final, en medio de un entorno, revela una forma de vida más o menos auténtica y de predisposición "post mortem".

El Premio Cervantes 2002 y Premio Nacional de las Letras españolas en 1992 empieza hablando de los cementerios civiles, para analizar luego experiencias religiosas y de pérdida de fe señaladas y profundizar en sus motivaciones y en el problema del destino del hombre.

En oposición a los cementerios católicos, "camposantos" o "campos de la verdad", los cementerios civiles, "neutros", "laicos" o "corralillos", como fueron llamados por el pueblo llano en consideración a la mala calidad y conservación de sus construcciones, han sido, para Jiménez Lozano, el símbolo de la dificultad e imposibilidad individual y pública de una vida civil, símbolo de la disidencia con la mayoría católica. Identificando laicidad y civilidad, refuerza la idea de la singularidad hispánica y nuestra, "al parecer, incurable impotencia para la laicidad y, por lo tanto, para la civilidad".

El escritor abulense va más allá de la mera significación católica-laicista del cementerio para adentrarse en su significación política y social: "Cuando los cementerios civiles nacieron por exigencia de los tiempos y decisión del Estado, se convirtieron desde el principio en los ambientes populares por lo menos, en algo así como el pródromo de una aciaga suerte en el más allá, por un lado -desde el punto de vista católico-, y en desafío y negación de ese más allá, por el lado laicista. Pero también se convirtieron en lugar apartadizo de malos españoles que, al renegar de su catolicidad constitutiva o no aceptarla, negaban su españolidad igualmente. O en conventículos de locos o extrañas personalidades enfermas o rebeldes. La sociedad se deshace de ellos como de los delincuentes o de los locos -muertos en vida-, recluyéndolos en aquella especie de corral maldito u olvidado al que se dirigen miradas de terror o de piedad o sólo de indiferencia, mientras el cementerio general católico forma parte de la comunidad de los vivos y se siente como un lugar sagrado". (15) Son, por lo tanto, como un "apartheid" de los disidentes de la ortodoxia españolidad y de la religión oficial.

Los disidentes, marginados desde antiguo como descastados o antiespañoles, muestran, además de heterodoxia o concepciones discrepantes, una "heteropraxis" o comportamientos diferentes a los de la mayoría, considerados como amenaza para la unidad de la "gens hispánica". Y esto podía tener una de sus razones de ser en la actitud "anticatólica" y beligerante de quienes abandonaban la fe, más dados a ella que al agnosticismo o al ateísmo pacífico, en el universo mental español.

En el cementerio se prolonga la vida y la casta de uno y otro lado, que los afines tratan de perdurar: "Durante años, es decir, todo el tiempo que dure la lucha entre Iglesia y liberalismo, religiosidad tradicional y secularizada, clericalismo y anticlericalismo, a la cabeza de cada moribundo velará siempre alguien de la casta o de la secta -supercatólico o superateo- para que ese agonizante permanezca fiel a su condición de pertenencia a la casta y a la secta más que a sus convicciones profundas".

De esta forma, los cementerios católicos y los civiles representan las dos Españas de Machado o las dos medias Españas, que escribiera Larra, ("aquí yace media España. Murió de la otra media") en esa clásica división dicotómica o maniquea surgida de la simplificación: la España tradicional de rancios, inquisitoriales, aldeanos. o del orden y las buenas costumbres, y la España de los libertinos, masones, judíos, afrancesados, o de ilustrados y liberales.

O como el autor expresa inspiradamente: "Enterramientos civiles o religiosos después de una encarnizada lucha legal y hasta física por el cadáver, vigilancia sobre los agonizantes para que no se desdigan de su vida o mueran, desdiciéndola, con una palinodia solemne que dignifique un triunfo de «los otros». Sermón contra sermón, panfleto contra panfleto, burla contra burla, insulto contra insulto, ánimo cainita en los unos y en los otros de borrar al enemigo para siempre."

Pero las diferencias no son tan bipolares y maniqueas, porque "la propia irreligiosidad es teológica y la sociedad ideada por los ateos hispánicos tiene como fin la expulsión de lo religioso, que es un fin metasocial y religioso". O, dicho de otro modo: "Con la Ilustración, en efecto, aparece así de modo eminencial el católico político que puede ser perfectamente agnóstico pero que ve en el cristianismo y la Iglesia los guardadores del orden social, y aparece el «agnóstico político», que bien puede tener una subjetividad religiosa, pero trata de destruir la religión social para destruir el orden social".

El autor de "Los cementerios civiles" se adentra en casos muy señalados del siglo XIX, como los de los escritores José Somoza, llamado por Pío Baroja, "El hereje de Piedrahíta", y Antonio Gil Zárate, ambos enterrados en sagrado tras controvertidos procesos, y expresa sus dudas sobre la autenticidad de sus palinodias o retractaciones, tras haber vivido al margen de la ortodoxia y de la ortopraxis. O los de Gumersindo Azcárate, cristiano laico sepultado en civil, y Julián Sanz del Río, cuyo cadáver fue el primero enterrado en el cementerio civil de la Revolución de 1868, si bien poseía un fuerte sentido religioso, incluso católico, aunque quedara fuera de los esquemas y corsés eclesiásticos de la época. Y en el del sacerdote y rector de la Universidad Central de Madrid en 1868, Fernando de Castro, quien pasó de la fe católica a la religión de la Humanidad, y del sacerdocio católico a la increencia en los dogmas de la Iglesia, pidiendo finalmente un entierro cristiano no sacerdotal en cementerio civil, "en la comunión de todos los hombres". Algunos de ellos, como los de Castro y Alfred Loisy, son "tragedias sacerdotales que concluyen en una tumba laica".

Más bipolar o pendular fue el caso del sacerdote Jean Meslier, que "se emancipa de los dogmas de la Iglesia y critica las estructuras sociales con un vigor y una radicalidad totales y acaba en el más absoluto materialismo y ateísmo y en una especie de comunismo revolucionario".

Estas experiencias muestran, según Jiménez Lozano, una determinada forma de responder al dilema entre ciencia y fe o Iglesia y mundo moderno, dilema al que no resistieron católicos como Lamennais y Renan, pero que empujó a la iglesia católica a Newman y retuvo en ella a Lacordaire y Montalembert.

En realidad y pese a la constante contraposición, la mayoría de los casos no responde a la dicotomía del blanco o negro, católico o civil, Imperio o Iglesia, sino que conjugan mejor una cierta espiritualidad con un sentido civil y de libertad no necesariamente excluyentes. Así era en la consideración de Ruiz de Quevedo expresada en el entierro civil de Sanz del Río, "toda la tierra es bendita" o "sagrada", incluida la no bendecida por la Iglesia, y todos los finados pueden "reposar y vivir en las eternas y serenas regiones de lo infinito".

Manifiesta Jiménez Lozano que muchos de los ejemplos de no retractación no son de "hipócritas" o "tácticos", sino que representan angustiosas dudas vocacionales y espirituales, hubiera o no ruptura. Y que muchos nobles y burgueses católicos y Don Guidos machadianos obran de buena fe.

Se podría objetar a esta gran obra una cierta tendencia a la bipolarización, contra la que ya hemos argumentado recurriendo a los casos y explicaciones del propio autor, porque no todo el mundo es tan claramente simplificable y clasificable en uno u otro bando. Las dos Españas se mezclan, y todas las Españas.

Quizás otorga asimismo un sentido excesivamente político a los enterramientos, como actos de reafirmación triunfal sobre la ideología contraria: "el cementerio católico es un monumento levantado a ese triunfo, pero también lo será el cementerio civil o, por lo menos, el entierro civil celebrado con música y discursos. El catolicismo o la increencia tienen una expresión política, y la muerte y el enterramiento la tienen igualmente". El texto no alude al dolor profundo de los familiares, ajenos a influencias políticas y sociales, y el sentimiento religioso de quienes confían en la resurrección y esperan otra vida al margen de las consideraciones de este mundo.

Cabe recordar otros comportamientos de nuestro tiempo que quizás tampoco pondera el autor suficientemente en esta dialéctica religión-laicidad. Existen muchas personas que, mostrándose críticas con la jerarquía eclesiástica o no siendo cristianas, desean ser enterradas en sagrado y con las bendiciones de la "Santa Madre Iglesia", y no sólo por razones sociales o políticas ni por el mal estado del corralillo. Algo así como cuando bautizan y dan la primera comunión a sus hijos, aunque abriguen muchas dudas. Los bautizados -la inmensa mayoría de la sociedad española- están tan impregnados de doctrina, sentimientos, literatura, incienso y agua bendita que, aunque no practiquen, difícilmente conciben salir de este mundo sin las bendiciones sacerdotales, aunque sólo fuera por aquello tan español de poner una vela a Dios y otra al diablo o sencillamente porque en la hora suprema de la verdad se acusa más la fragilidad humana y la necesidad de lo divino.

Bien es verdad que el autor parte de que el ateo hispano, "al encontrarse sacralizado el mismo aire que respira y hasta sus propias coordenadas mentales, ha de comenzar por luchar contra ello para encontrar su propio aire y se ve constreñido no sólo a una especie de «ascesis atea», por decirlo así, es decir a una dura lucha por sacar su cabeza laica fuera del agua de un mar religioso profundo, sino a atacar para salvarse, a «matar para sobrevivir»". Esto es cierto históricamente, pero la actual desacralización y secularización de la sociedad occidental en general y española en particular aconsejarían ensayar otras explicaciones.

Resultaría, por lo tanto, muy interesante un análisis más amplio del problema en las circunstancias de laicidad y civilidad predominantes en la actualidad. El Premio Cervantes apunta a que el corralillo conserva todavía ese carácter de maldición y deshonor sociales, pero sin sentido religioso, debido a que "el heterodoxo ha desaparecido porque no habría ortodoxia ni verdad ninguna respecto a la cual ser heterodoxo o disidente".

Por otra parte, no entra a fondo en el fenómeno cada vez más generalizado de los crematorios, que no distinguen a creyentes de agnósticos, y cuyas urnas cinerarias no van necesariamente al campo de la verdad o al corralillo, aunque cualquier destino que no sea el "camposanto" -palabra elocuente y de honda raíz castellana que, salvo error, sólo emplea una vez el autor en el texto principal, a pesar de su riqueza léxica, excelente dominio y uso magistral de la lengua- se puede identificar con la sepultura civil.

No es muy extenso lo que afirma a este respecto, pero sí muy atinado y esclarecedor: La "irrupción de los tiempos", la "tercera modernidad" o crisis de liquidación de la vieja herencia cultural, "ha herido brutalmente a cristianos y no cristianos, y ha dispensado a la cultura misma de ser cultura y a los hombres de ser hombres y, por lo tanto, de enfrentarse con los problemas del destino y de la historia humanos, e incluso con los de una convivencia plena y civilizada, quedando sólo amparados a la pura no significatividad y a la irrelevancia total de todo."

Con la misma clarividencia y capacidad de síntesis asegura que "la muerte misma resulta anacrónica en este mundo tecnológico, y si antes se contestaba a su pregunta inquietante con respuestas filosóficas o religiosas, ahora se responde integrándola al progreso, y el misterio del cuerpo muerto es resuelto en el incinerador y en el cementerio intelectualmente higienizado y sublimado".

Es el signo de nuestro tiempo sin memoria, sin personas individualizadas y sin conciencia, contra el que reclama finalmente el escritor -en todo el sentido de la palabra- y hombre de ética: "No se quiere saber nada de la historia, ni de historias particulares de hombre. Pero el sufrimiento y la desdicha permanecen, y se precisa que sepamos y nos avisemos a nosotros mismos. Por eso seguimos recordando y escribiendo historias".

Maximiliano Fernández Fernández  

Universidad Rey Juan Carlos
1 de septiembre de 2009

 

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