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Novelas

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Maestro Huidobro (1999)

«El maestro me sonrió y me dijo: "Si me dejas y te marchas, no lograrás ultimar ni uno solo de esos asuntos. Siéntate conmigo y te contaré algunos casos ejemplares del Maestro Abu Madyan. Yo te garantizo la resolución de esos asuntos"».

(Ibn Arabi de Murcia sobre Yusuf al-Kumi, su maestro)

 

"Dos aproximaciones al paraíso" - Fermín Herrero. Publicado en Soria en el Paisaje II, 2007.

Una

La obra de José Jiménez Lozano, en torno a 60 títulos, es ya, a estas alturas, tan extensa -y lo que es inaudito, al mismo tiempo, tan intensa- que como dijera, si mal no recuerdo, Borges sobre Quevedo, constituye en sí misma una literatura. Y qué literatura. Pocas veces en castellano ha sido recogida y anotada tanta belleza, como lo hace Jiménez Lozano, sin inmiscuirse, sin mancillar nunca su hondura. Una belleza, en su caso, a la vez leve y entrañada como pocas. Desde una estética que él llama jansenista, "así de sencilla, lo simple natural, que decía monsieur Pascal, nada de ‘faux brillants', de enmascaramientos o embellecimientos de lo real, nada de simulacros o ens fictum", según declara en su libro de conversaciones con Gurutze Galparsoro Una estancia holandesa  (Madrid, Anthropos, 1998). Dicho así parece sencillo, "lo simple natural", pero qué difícil seguir literariamente ese mandamiento sin que se note. Y él lo consigue. Comprometiéndose "con lo único que puede comprometerse, y que es con sus historias, sus personajes y, desde luego, con un lenguaje carnal y verdadero que nombre: con levantar vida con palabras, con lograr que su escritura no sea puro palabreo reluciente, ni construya, aunque fuera de modo consumado, narraciones-objeto", como argumenta el propio autor en "Coda sobre algunas pejigueras" del libro El narrador y sus historias (Madrid, Residencia de Estudiantes, 2003).

Pues bien, en un rinconcillo de esa literatura, en la "nouvelle" Maestro Huidobro, también editada por Anthopos, en apariencia, como otras narraciones suyas, ligera y frágil, algo naif, pero con un fondo de verdad que encanta y a la vez abisma, aparecen las tierras de Berlanga, sublimadas y esclarecidas, en especial, como veremos, Rello y la ermita de San Baudelio, presencia repetida en el autor. Los paisajes dependen de la mirada, no son nada sin ella, y este paisaje soriano está trascendido aquí, claro está, por la mirada hecha palabra de Jiménez Lozano. No es el único escritor, desde luego, que se ha recreado con la ermita de Casillas de Berlanga, según Sánchez Cantón "la joya más original y caprichosa de nuestra arquitectura prerrománica". Recojo esta cita de El alma de Soria en el lenguaje (Soria, Diputación, 2005) de J.A. Pérez-Rioja, que además de un fragmento de Guía espiritual de Castilla del mismo Jiménez Lozano, al que después aludiremos más por extenso, reproduce dos poemas de Gerardo Diego, uno de Dionisio Ridruejo y unas palabras de Concha Zardoya como prueba del interés estético que de siempre ha despertado la ermita.

 

Para situar un poco el asunto, resumamos brevemente la trama de la novela, toda vez que el lector de Jiménez Lozano sabe bien que desvelar parte del argumento de un escrito suyo no impide en absoluto el goce de un estilo que rebasa siempre la peripecia de los personajes y el desarrollo de la acción.

La novela se inicia cuando tres antiguos alumnos de maestro Huidobro, Bea, Cosme y el narrador, se dirigen al pueblo para disponer su entierro, pues Huidobro se encuentra muy enfermo, en la UVI del hospital. Al llegar, se encuentran con que el cura ya ha sido avisado y están doblando las campanas. Van a ver, entonces, a su ama de llaves, que les indica que lo que buscan está en la biblioteca, dentro de un cajón, con el letrero "Mapas". Comienza a partir de ahí una digresión que ocupa tres capítulos sobre la fundación del pueblo y el nombre que se le puso, su plaza, la fuente, los huertos y, por último la casa de Maestro Huidobro, descrita de manera muy pormenorizada. A continuación, aparece, en forma de "flash-back", la acción propiamente dicha,  pues asistimos a la infancia de Isidro Huidobro, "Idro", que pese al sarampión, la escarlatina y las anginas crónicas crece muy fuerte gracias al hígado de bacalao y las vitaminas Lorenzini. En una excursión veraniega a la Granja de San Ildefonso, "a ver correr las fuentes", se equivocan de tren y van a dar a una vía muerta. Después de esta aventura, hay varios retratos de personajes relacionados con la infancia del protagonista: el trajinero, el ebanista o las coronelas. La infancia concluye cuando el niño marcha a un internado, al que no se adapta muy bien y del que es finalmente expulsado. Luego lo mandan a otros dos, en Orihuela y Arévalo, "pero en ninguno habían podido hacer vida de él" (y reproduzco la cita para que el lector aprecie, aunque sea mínimamente, y dado que no volveremos sobre ello al ser aspecto ajeno a este escrito, el delicioso sustrato estilístico, aquí la naturalidad poética de lo coloquial, que constituye una de las virtudes, entre tantas, de la obra de Jiménez Lozano). Huidobro, estudiante del montón, "díscolo y extravagante" acaba finalmente, por imposición paterna, la Licenciatura de Farmacia, "aunque durante un tiempo se lo impidió la guerra que hubo", carrera que luego nunca ejercería.

Idro tiene veinte años cuando llega la guerra y son fusilados ("Aquí no se reza. Está prohibido") el carpintero y el maestro. El pueblo ya no levanta cabeza, en la posguerra del hambre y del estraperlo quedan impresas las "visiones" de los mendigos, acuciados por la necesidad (y al hilo de este contenido, acaso convendría analizar cómo, en muchas de sus narraciones, Jiménez Lozano integra la fábula y la historia, pero es asunto que escapa también a nuestras intenciones). El protagonista emprende entonces un viaje por el mundo, con estancia incluida en un monasterio con Anastasia Marmeladova, del que regresa nada menos que con tres camiones de mudanza. Mientras desembala sus arcones, maletas, jaulas... suelta todos los pájaros que ha traído. Decide abrir una escuela y perseverar en la jardinería.

Estando en estas, se le ocurre la idea de poner una pintura en la Iglesia y duda entre una sobre El Juicio Final o una sobre el Paraíso. Así que se pone en camino a lomos de su mula Elisenda, a la que prefiere, adónde va a parar,  por su confort a un coche y se dirige a la provincia de Soria, en la que entra siguiendo las vías antiguas del tren (y tan antiguas, ya hemos dicho cómo en la narrativa de nuestro autor se entrecruzan con naturalidad lo real y lo mágico y a ello volveremos). Allí se encuentra con el pastor Eumeo (esta alusión al fiel esclavo de Ulises y guardián de su ganado en La Odisea es un indicio de que a menudo, al margen de la fábula y la historia, ya señaladas, está presente en los relatos de Jiménez Lozano el plano mitológico, pero tampoco nos detendremos en este aspecto), un poco antes de llegar a Rello y a San Baudelio de Berlanga (y este sí que es el motivo fundamental que justifica este acercamiento a Maestro Huidobro). En San Baudelio encuentra al Etíope, al que le encarga un fresco del Juicio Final para la iglesia de Alopeka, aunque este le dice que ahora está pintando una capilla debajo de una palmera. De vuelta al pueblo, cae una gran nevada y se refugia en una posada donde están al amor de la lumbre uno que está haciendo estudios para una carretera hasta Helsinki, otro hasta Samarkanda y un tercero del que ya hablaremos.

 

Maestro Huidobro cae enfermo de tercianas y el médico joven del pueblo diagnostica que es por haber pasado por cierta laguna o haber bebido leche o comido queso en una majada. Y creyeron que se moría pero se curó y a partir de aquí dejo el final de la novela para los ojos y el placer del futuro lector.

Me he detenido en la trama del relato y en ciertos detalles con una delectación quizá excesiva, porque se me antoja que el autor, no sólo aquí sino en toda su obra, engarza sus argumentos con una gracia y desparpajo que al menos a mí me pasma y maravilla, por ser tan inusual y tan de una oralidad primigenia y auténtica. Y qué decir de la caracterización de los personajes, que con unas leves, pero seguras, pinceladas se elevan en  nuestra memoria con una facilidad desconcertante. Y cuánto despilfarro, si así puede decirse, de historias apenas esbozadas, tan ricas, y de personajes, hay en los cuentos de Jiménez Lozano y aun en Maestro Huidobro, cuánta imaginación echada al aire para que el lector la recree o sea semilla en su invención y su recuerdo.

Ciñéndonos a la novela que nos ocupa, qué amor el de Jiménez Lozano hacia sus personajes, cómo los deja vivir, respirar, diríamos. Cómo los pone ante nuestro imaginario, con apenas cuatro trazos, como una cesta de mimbre, tan sencilla y tan asombrosa, tan admirable. Y con qué pocas mimbres -valga el lugar común-, y aun estas siempre amenazando con quebrarse, dada su fragilidad. Pero esa apariencia quebradiza es falsa y así, como en la antiquísima metáfora china del junco, lo que parece endeble es lo más flexible ante los vendavales y la destrucción y al cabo es lo que resiste. Qué amor, como digo, en esta novela, hacia el maestro Don Austreberto, o Mosén Pascual, o María Celeste o Don Alonso, el caballero enamorado, o el señor Martín, pocero y jifero de la matanza, o la señora Esperanza, atizadora de lumbres durante los interminables sermones del cura, o Asterio el ebanista-carpintero, o el señor Benedicto, el trajinero, o la citada Anastasia Marmeladova, una mujer muy leída y cultivada, o las Coronelas luteranas, dueñas de pintorescos conocimientos y maneras que han caído en el olvido, trasvasadas de otra novela de Jiménez Lozano, Las señoras, publicada curiosamente el mismo año que Maestro Huidobro, 1999. Y no vamos a entrar a fondo en el retrato del protagonista, a veces trasunto del propio autor -su austeridad, su infancia...-, a veces de sus lecturas, a veces tan suyo, siempre desconcertante.

Pero vayamos al tema del paisaje soriano, que es lo que ha dado pie a estas disquisiciones. Es, como hemos visto al avecinarnos al argumento, hacia el final de la novela cuando aparecen las tierras de Berlanga. Ya en su Guía espiritual de Castilla, publicada en 1984, quince años antes de este relato largo, comenta José Jiménez Lozano, justo al principio de la misma: "El paisaje en que ahora se alza San Baudelio es realmente estepario y eremítico: un pelado y pardo alcor cuyas tonalidades van del ocre rojo al amarillo, blancas manchas calizas y el verdor de matojos enanos. Pero no evoquemos, en seguida y sin más, a los Padres del Yermo; aquí hubo árboles, encinas exactamente, y agua que todavía puede verse correr hacia el pequeño valle. Los monjes o, más bien eremitas, que aquí buscaban a Dios en el desasimiento y la nada, vivían en medio de un bosquecillo y siquiera bajo la parva umbría tan ascética de la hoja de encina. Y, aunque nadie lo diría al contemplar ahora externamente este recinto cuadrangular que se prolonga en una especie de ábside igualmente cuadrado y gris, una vez atravesada la puerta de herradura aquí es verdaderamente el paraíso, una almunia sagrada, el Edén.

 

El edificio está concebido como un gran árbol de piedra, cuyas ramas sostienen el cobijo de la techumbre: son los nervios en que se despliega una columna que se abre en arcos de palmera y muestra su blanco tronco salpicado de rudos puntos rojos, como en un sarpullido de vida, un goteado de Pollock.

¿Y qué hace aquí una palmera, a orillas del Escalote, en este clima riguroso? Es pura teología, un símbolo paradisíaco: la sombra y la frescura tras el arduo caminar que es la vida; el canto tranquilo de celestes pájaros que anidan en ella, la dulzura de los dátiles y el ruido que hace el ventalle al entrechocar sus hojas suavemente después de tanto estruendo que es la historia y de tanto amargor que da el ser hombre".

Creo que los que aman la literatura me perdonarán que haya alargado la cita. En ella aparecen las alusiones a la mística del desierto a las que volveremos más adelante, así como al cronotopo que forman el paisaje actual en torno a la ermita y lo remoto paradisiaco que anida, al unísono, en la concepción de Jiménez Lozano. Pero, sobre todo, como sospechará el lector, esta cita indica claramente que muchos años antes de publicar Maestro Huidobro el autor había fijado ya su visión del lugar que, ahora a modo de ficción narrativa, desarrollará en la novela. Es pues un espacio real y al mismo tiempo mental, un paisaje que más que estar, se lleva.

En la novela, como hemos dicho, aparece un pintor llamado "El etíope" que, al encontrarse con el protagonista "le contó que él estaba ahora pintando una capilla debajo de una palmera. - ¿Es que hay por aquí palmeras?- dijo Maestro Huidobro muy excitado. El etíope le contestó que ahora ya no, pero que, cuando pasaban por aquí el Éufrates y el Tigris, había muchas, y otros muchos árboles y agua, y animales de todas clases".

Y luego continúa con una serie de digresiones sobre el origen de los dibujos de S.Baudelio y los materiales que usó para pintar lo que J.Lozano llama, tanto aquí como en su ensayo la Capilla Sixtina castellana, el supuesto autor de la misma. El pintor, por cierto, está también prefigurado en la Guía cuando al acabar el capítulo "Los fauves castellanos " se pregunta Jiménez Lozano: ¿Acaso los propios ángeles de los Beatos no son "etíopes", y no es igualmente "etíope" esa lúdica imaginación de fauna oriental y fantástica del oso, el dromedario o el elefante de San Baudelio?"

 

Lo que es novedoso en la novela, como anticipamos, es la aparición del cercano Rello, otro de los lugares más queridos por nuestro autor. En el capítulo 23 el protagonista, a lomos de su mula, "se encontró a las puertas de la fortaleza y lo primero que vio le encogió un poco el corazón, porque fue un rollo de ajusticiar, todo de hierro y con la argolla para el cuello muy gruesa y poderosa, como si aquella ciudad la gobernase un tirano. Pero de todas maneras se hizo el fuerte, llamó a la puerta de la muralla que daba frente al camino y le abrieron.[...] En seguida se dio cuenta de que era un pueblo muy bonito. Tenía las calles con piso de mosaico como los de los romanos o los bizantinos, representando animales y plantas, o historias y escenas, y las casas eran blancas o de un color ocre encendido...". Y la descripción continúa.

Hasta aquí una primera aproximación a Maestro Huidobro, con el fin primordial de este escrito, dar cuenta o noticia de cómo uno de los grandes narradores contemporáneos también se ha acercado a una zona de nuestra provincia, muy querida para él sin duda, idealizándola, iluminándola, como dijimos más arriba.

 

Dos

Otro acercamiento posible a Maestro Huidobro, más ortodoxo con la hermeneútica al uso, podría iniciarse señalando las numerosas intertextualidades que, como en tantas de sus obras, aportan un espejo multiplicador a esta novela de José Jiménez Lozano. Hay incluso, como hemos adelantado respecto a las figuras de "las coronelas", intertextualidades internas dentro de la propia narrativa del autor. Y así, precisa también la profesora Amparo Medina Bocos en una reciente antología de sus cuentos publicada en la colección "Letras Hispánicas" de la editorial Cátedra que la estructura narrativa de la novela, como fruto de las investigaciones de los tres alumnos del protagonista, es muy cercana a la de otra "nouvelle" del autor, concretamente El mudejarillo, donde también alguien hace "pesquisas y averiguaciones" acerca de Juan de Yepes. Y aún añade que la estructura externa, con veintisiete capítulos cortos es también similar. El propio protagonista, reaparece como personaje en un cuento del último libro publicado por Jiménez Lozano, El ajuar de mamá (Palencia, Menoscuarto, 2006), concretamente en "El secreto de la nieve", donde asistimos a la labor pedagógica de Maestro Huidobro y se recuperan reminiscencias de su estancia en Rusia.

Al margen de estas concomitancias dentro de la propia obra del autor, hay relaciones evidentes con otros referentes literarios. Los citaremos sin profundizar en su pertinencia y valor dentro de la novela. Elena la espigadora, a la que a veces acompaña Idro en su ingrata labor -y qué pena este durísimo oficio de posguerra que tan bien debió de conocer de chiquillo Jiménez Lozano- es una Ruth rediviva y de más está indicar la influencia bíblica en la obra de nuestro autor, recordemos, los títulos de dos de sus novelas Sara de Ur y El viaje de Jonás, o las numerosas recreaciones de episodios de la Biblia en sus relatos. Un poco más adelante, cuando Idro, junto a sus compañeros, va de excursión a la Granja y por error se suben al tren que se dirige a París y no a Segovia, resulta que el Jefe de estación del apeadero donde los bajan se llama Virgilio y es un guía al modo dantesco de La divina comedia, pero esta vez turístico y los conduce al Parque Municipal de Isola, una isla situada, como figura en el mapa, entre los dos ríos del Paraíso, con un palacio de cristal y toda clase de animales. Y también una de las dos monjas que en el capítulo "El trajinero" se encuentran en una posada porque se les ha roto el eje de su tartana, la "que se pasaba casi todo el día escribiendo en un cuaderno" se nos antoja un trasunto de Santa Teresa de Jesús.

 

Y, por no alargar mucho esto de las intertextualidades, son varios los guiños cervantinos de la novela, como no podía ser de otro modo en uno de los autores más cervantinos, si no el que más, que ha ganado el premio Cervantes, valga o no la redundancia. Así, ya de crío el protagonista se rompe el brazo en una batalla de Lepanto que los niños simulan en la laguna y cuando Maestro Huidobro vuelve al pueblo y va ordenando su equipaje aparece un remedo del famoso escrutinio quijotesco y se dice de Sara de Ur, de manera irónica como es tan frecuente en la narrativa de nuestro autor, que es "un buen libro, que ha sacado a más de un viejo de su vejez y a más de un muerto de su sepultura" y luego se coloca la novela de Jiménez Lozano junto a un libro de Spinoza, uno de sus autores predilectos (y Espinosa es también el personaje que vive en Rello, pero no apuraremos las múltiples referencias diseminadas a lo largo de la novela). Y ya dijimos que hacia el final del libro hay una recreación de las charletas que antiguamente se mantenían en torno a la lumbre y citamos a dos de los contertulios, diseñadores de enormes carreteras y dejamos en suspenso al tercer hombre, que resulta ser manco y escritor y ha perdido sus cartapacios al bajarse del tren. Las alusiones al Quijote no pueden ser más explícitas, porque además la posada se llama "Venta del verdugo" y, para más inri, la vieja mesonera, que también está al fuego, les cuenta la fantástica historia del verdugo, también al modo cervantino de intercalar un relato dentro del relato.

Esto de las intertextualidades argumentales viene a cuento porque Jiménez Lozano opera del mismo modo en lo relativo al espacio, si bien en este caso, con una naturalidad infrecuente en la narrativa moderna, lo maravilloso irrumpe con frecuencia en lo cotidiano, ya citamos, por ejemplo, el caso del solitario apeadero en el que de pronto el empleado se metamorfosea en Virgilio y los conduce ni más ni menos que a un parque que es en realidad el paraíso, ante el indecible encantamiento de los niños. Y de los lectores, porque Jiménez Lozano mezcla una rara ingenuidad que recupera la infancia con una fina ironía que nos recuerda quienes somos.

 

Por eso, respecto a esta súbita irrupción de lo maravilloso, no estaría de más acudir al estudio de J. Le Goff, "Lo maravilloso y lo cotidiano en el Occidente medieval" (Madrid, Gedisa, 1985), donde, por ejemplo, se dice que "lo sobrenatural propiamente cristiano, es lo que se desprende de los "miraculosos", sólo que el milagro, el "miraculum", me parece únicamente un elemento, y diría yo, un elemento bastante restringido del vasto dominio de lo maravilloso". Y, al preguntarse por la función que cumple lo maravilloso, señala que "compensa la trivialidad y la regularidad cotidianas" y que "la irrupción de lo maravilloso en lo cotidiano se verifica sin fricciones, sin suturas. El reconocimiento de lo maravilloso en lo cotidiano es natural". Afirmaciones, creo yo, aplicables tanto a Maestro Huidobro como a otras narraciones de Jiménez Lozano.

Y más adelante precisa, y lo traemos aquí a colación a partir de lo que unía en torno a S.Baudelio las nociones de desierto y paraíso y a la influencia de lo oriental y, sobre todo, la Biblia, en nuestro autor: "Se ha planteado la cuestión de si hay una religión del desierto, si el desierto predispone más a una determinada forma de experiencia religiosa que a otra y en particular se pensó que el desierto favorecía el misticismo. En su Historia del pueblo de Israel, Ernest Renan afirmaba, no sin audacia, que el desierto es monoteísta". Y añade: "los modelos culturales de Occidente proceden ante todo de la Biblia, es decir, del Oriente. Allí el desierto es realidad geográfica, histórica y simbólica a la vez". Y, por reunir lo expresado hasta aquí, puede aducirse que A.Guillaumont, en "La conception du désert chez les moines d´Egypte", dentro de Les mystiques du désert, precisa que el desierto de los monjes de Egipto se manifiesta como el lugar por excelencia de lo maravilloso. El monje, en cierta manera, encuentra en el desierto al Dios que ha ido a buscar allí.

En un inventario, por cierto, de lo maravilloso, incluye Le Goff las islas y los animales imaginarios. Recordemos a este respecto que Jiménez Lozano, en una de esas fusiones entre lo cotidiano y lo mágico nos lleva de las habituales travesuras de antaño, casi iniciáticas, como era la de robar fruta de los huertos ajenos -y que él mismo, claro, debió de practicar en su infancia de Langa a la que tanto se alude seguramente en la novela- a, ni más ni menos, el jardín de las Hespérides, en una lejana isla, donde un único árbol o bien toda una arboleda daban manzanas doradas -como las que aparecen en Maestro Huidobro, aunque aquí el árbol no es de hermosas ninfas hijas del atardecer, sino del Señor Manuel Ruzo, peón caminero para más señas- que proporcionaban la inmortalidad. Hay también otros árboles milagrosos en la novela, sin contar el árbol pintado de S.Baudelio. Y, para cerrar el inventario, una cabra-unicornio, increíblemente despreciada por la ciencia.

 

Estamos, pues, ante una formulación del cronotopo del paraíso, ante lo que Batjin llama un hipérbaton histórico. J. M. Pozuelo Yvancos, en "José Jiménez Lozano: fábulas pequeñas de historias memorables", artículo incluido en Nuestros premios Cervantes, José Jiménez Lozano (Valladolid, Junta de Castilla y León, 2003) habla de extrañamiento poético en el episodio de la aparición del Edén cerca del apeadero del tren y de cronotopo alegórico en lo relativo a lo paradisiaco en S.Baudelio. Y como comparece Batjin y ya ha aparecido la famosa palabreja cronotopo, tan en boca de todos a la hora de abordar el análisis novelístico, no estaría de más delimitarla un poco. El citado autor pergeñó este concepto en Estética y novela (Madrid, Taurus, 1990), considerando la inseparabilidad entre tiempo y espacio en la novela europea. El problema es que es un término que dada su escasa delimitación admite múltiples interpretaciones. Espigamos una cita de este ensayo, a ver si nos aclaramos: "En el cronotopo artístico literario tiene lugar la unión de los elementos espaciales y temporales en un todo inteligible y concreto. El tiempo se condensa, se comprime, se convierte en visible desde el punto de vista artístico; y el espacio, a su vez, se intensifica, penetra en el movimiento del tiempo, del argumento, de la historia. Los elementos del tiempo se revelan en el espacio, y el espacio es entendido y medido a través del tiempo. La intersección de las series y uniones de esos elementos constituyen la característica del cronotopo artístico". Aunque en lo relativo a lo edénico convendría más, creo, iniciarse con la lectura de "Los iconos del paraíso", de Los ojos del icono (Salamanca, CajaSalamanca, 1988), si bien, justo antes de este capitulillo se pregunta de manera retórica, casi a modo de advertencia J.Lozano: "¿y nunca habrá ya ningún paraíso?"

Al margen de lo maravilloso, habría otros dos cronotopos, al menos, a estudiar en la novela: el del camino y el del regreso. Recordemos que Maestro Huidobro, después de la guerra,  marcha por el mundo y, fundamentalmente, hacia el norte. A la manera del Persiles, hacia tierras septentrionales, y en concreto a Rusia e Islandia, dos lugares tanto física como literariamente, y ahí Tolstói o, sobre todo, Dovstoievski, en un caso, Laxness en el otro, muy importantes en la narrativa de Jiménez Lozano. Y aún cabría considerar el ámbito y la atmósfera nórdica, a lo Dreyer o Bergman, de algunos de sus relatos, en este orden de cosas. Incluso en la novela, antes de nacer Huidobro, llega un visitante a casa de sus padres, "un capitán de barco que venía de Islandia, alto, atlético y atezado, fumaba en pipa y hablaba diez lenguas". Trae, por otra parte, un fardo con velas de esperma de ballena, bacalao y aceite de hígado de este pez, alimento básico para la supervivencia de Idro en su infancia. Teresa Domingo, en "Talante y escritura: Maestro Huidobro de José Jiménez Lozano" publicado en la revista "Espéculo"(2002) conecta, en otra de tantas posibles intertextualidades del relato, la figura de este misterioso marino que aporta sus dones con Isaac o con Jesús. Sobre estos cronotopos, para cerrar esta incursión, matiza Batjin en la obra señalada: "la salida de la casa natal al camino y la vuelta a casa constituyen generalmente las etapas de la edad de la vida. Por eso, el cronotopo novelesco del camino es tan concreto, tan orgánico, está tan profundamente impregnado de motivos folklóricos".

 

También podría entenderse que Jiménez Lozano, al convertir en ficción, como dijimos, sus ideas sobre S.Baudelio y sus alrededores, trasciende este paisaje, este espacio real, hasta elevarlo, por decirlo de algún modo, a mitológico. Son indicativas, en este sentido, las palabras de J.Lotman en Semiótica de la cultura (Madrid, Cátedra, 1979): "Es propia del mundo mitológico una concepción específicamente mitológica del espacio, que no se presenta bajo la forma de un "continuum" marcado por rasgos distintivos, sino como un conjunto de objetos aislados. De ello se deduce que en los intervalos existentes entre estos, el espacio parece interrumpirse, al no disponer del rasgo distintivo, fundamental desde nuestro punto de vista, de la continuidad. La transferencia de un locus a otro puede darse fuera del tiempo, o bien el tiempo puede contraerse o dilatarse arbitrariamente respecto al tiempo de los "loci" designados". Y concluye: "El espacio mitológico siempre es pequeño y cerrado, aunque el mito por lo general conlleve dimensiones cósmicas".

No es lugar aquí para profundizar en el análisis del espacio en la novela o, más en general, dentro de la novelística de Jiménez Lozano, pero es evidente, por ejemplo, que el estudio de G.Bachelard, La poética del espacio (México, F.C.E., 1983), sería aplicable, sus dos primeros capítulos, especialmente, a la parte de la novela que describe minuciosamente la casa de Maestro Huidobro. Esa casa como microcosmos que me trae a la memoria La casa del ángel de Beatriz Guido. Otros análisis canónicos, me parece, son los de James M. Curtis, aparecidos en el v.18 de la revista "Modern Fiction Studies" (1972) y en el vol. 78 de "Sewanee Review", dedicados respectivamente al espacio en la novelística de Dovstoievski: "Spatial form as the intrinsic genre of Dovstoevsky´s novels" (centrada en Los hermanos Karamazov y Crimen y castigo) y en Tolstói: "Notes on spatial form in Tolstoy" (a partir de Guerra y paz y Anna Karenina). Novelistas esenciales, en particular el primero como hemos dicho, para la concepción narrativa y estética de Jiménez Lozano. O, por citar un artículo sobre una obra en concreto, "Secret space in Pérez Galdós´La de Bringas" de Chad C. Wright, de la Universidad de Virginia, publicado en "Hispanic Review", 50, (1982) y hasta donde se me alcanza, como los anteriores, tampoco traducido.

En fin, pistas para futuros exegetas que quieran adentrarse en los vericuetos espaciales de la obra de Jiménez Lozano, para los más osados, o para especialistas. Para el lector normal, basta el placer de la primera aproximación, de la lectura deleitosa, o al menos a mí me bastó, y de sobra, en su día.

Fermín Herrero
(Soria en el Paisaje II, Soria edita, 2007)

 

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