Poética

La historia que se cuenta

Y, obviamente, está ese otro asunto del argumento; y, en este sentido, ya dije que son los personajes los que deciden, y de que todo depende de que los encontremos. Pero, si la literatura es levantar vida con palabras, parece muy expuesta la pretensión de diseñar la vida y lo que en ella debe ocurrir; esto es, la historia y los personajes por parte de quien escribe, sin que el narrador se convierta en el demiurgo de quien he hablado más arriba. Me parece que hay que esperar humildemente el encuentro al que tanto me he referido, y el tiempo que haga falta. Y pienso que hay que esperar y narrar luego en el ámbito intelectual y moral que William Faulkner señalaba en su discurso de recepción del Premio Nóbel como aquél que debe desposar el escritor de historias. En este ámbito y entendimiento del oficio quizás todas estas cuestiones de que vengo hablando se simplifican del todo, pero se trata  de nada menos, en este caso, que de la pervivencia misma del oficio, y de la escritura significativa.

"Actualmente nuestra tragedia -dijo allí Faulkner- es el haber experimentado por tanto tiempo un miedo físico, universal y generalizado que apenas nos es dable soportar. Ahora ya no existen problemas del espíritu y la única pregunta que se plantea es: ¿en qué momento voy a desaparecer?". De modo que quienes escriben habrían olvidado "los problemas del alma humana en conflicto consigo misma", y sólo ellos pueden constituir lo que sería la literatura, y "sólo de esto es de lo que vale la pena escribir; lo que justifica la zozobra y la extenuación". Y entonces el escritor debería percatarse de que "lo esencial de todas las cosas es experimentar temor; y, una vez que haya asimilado esto, borrarlo de su mente para siempre, sin dar cabida a nada en su taller, salvo a las antiguas verdades del corazón, las verdades universales de otros tiempos que, cuando están ausentes, hacen de cualquier historia algo efímero y vano: el amor y el honor, la piedad y el orgullo, la compasión y el sacrificio. En tanto el autor no proceda de esta manera trabajará como bajo un anatema; escribirá no acerca del amor sino de la lujuria, de derrotas en las que nadie pierde nada de valor, de victorias desesperanzadas, y lo peor de todo sin misericordia y compasión. Sus congojas no se abatirán sobre osamentas universales, ni dejarán cicatrices tras de sí. No será a través del corazón a partir de donde escriba, sino de las glándulas. Entre tanto no aprenda de nuevo esto, escribirá como si estuviese perdido entre la multitud, observando el fin del género humano".

 

Y así es, aunque parece que Faulkner no podía sospechar que tal asunto llegaría a convertirse en un valor para nuestro tiempo. Pero, si todas esas palabras de Faulkner constituyesen una poética del narrar, tendría que decir yo entonces que me esfuerzo por estar en su círculo y a su sombra. O que, desde luego, soy su cómplice, y ahí estoy seguro de que siempre encontraré a personas a las que algo ha sucedido, a las que escuchar y ver, y en cuyo "yo" renunciar el mío, y todo se me dará por añadidura. Otro asunto es que logre acogerlo.

No tengo que inventar nada, y cómo dije, no sé a qué final llegará la historia que estoy contando. Todo me ocurre exactamente como Flannery O´Connor, a propósito de su cuento, "La buena gente del campo", escribe: "Cuando comencé a escribir ese cuento, ignoraba que en él fuese  a haber una doctora con una pata de palo. Simplemente, una mañana me encontré trabajando en la descripción de dos mujeres acerca de las que sabía algo, y, antes de que pudiera tener conciencia de ello, ya había provisto a una de ellas con una hija que tenía una pata de palo. Luego hice entrar en escena al vendedor del biblias. Pero sin tener aún idea de lo que iba a hacer con él. No sabía que el hombre iba a robar la pata de palo, sino hasta diez o doce renglones antes de que lo llevase a cabo; pero, en el momento en que me di cuenta de que esto es lo que iba a suceder, supe que el hecho era inevitable". 

Y así son las cosas, ciertamente, y a veces he pensado en que podría escribir para divertirme, o quién sabe si también con un final no sospechado, las apariciones, conversaciones y aventuras de los personajes e historias de mis novelas y cuentos. Pongamos por caso la multitud de viajes hechos a Mesopotamia hasta que me encontré con Sara de Ur, o mi encuentro con el señor Spinoza en el pueblecillo soriano de Rello, o los años de Port-Royal des Champs, o los pasados en la Raya con Portugal, o en Sanabria etc. Y las revisitaciones.

Porque, uno tiene que releer  lo escrito tras un tiempo de dormir el relato; y entonces, a veces, todo vuelve a rearmarse o a desarmarse, y surge también la objeción y la resistencia a lo escrito, incluso porque, a veces también, no se quisiera que sucediese lo que ha sucedido en lo ya narrado, ni que las cosas fueran como son. Hasta llanto las costó a las Brontë la muerte, que no querían admitir, de alguno de sus personajes. Y cosas así no las sabrá nunca nadie, y quizás sólo lectores muy ya de la familia podrán ver los "pentimenti" o  todo aquello de lo que no se habla, y se hablaba en la primera redacción y luego se tachó, pero cuya presencia sigue ahí, cubierta por el silencio. O incluso a veces sugerida en él, porque se presiente que algo debe quedar, en el momento mismo de ir tachando algo, o incluso eliminándolo del todo, algo  como las huellas en la arena, o el aroma en el vaso. Y personajes e historias siguen irrumpiendo luego, a veces al cabo de años. Pero éstas ya son las cuentas que debe hacerse el escribidor consigo mismo. Y, así acompañado, es como se sigue escribiendo, porque sí, porque éste es el oficio de uno, y quizás todo esté en hacer las cosas de modo que no sea deshonroso, y entonces alguien, un solo lector, se pueda sentir también él acompañado muy en los adentros con los silencios mismos de las historias que uno cuenta. Como a mí me han acompañado tantas vidas, estas mismas, cuya historia cuento, y, naturalmente, las vidas de las historias que he leído. Aunque también me percato de que tal pretensión puede ser desmesurada, y que lo que único que debe importarme es que la historia contada tenga hermosura, y una hermosura que no tiene que valer para nada, como el canto del ruiseñor no oído. 

Y a lo mejor esto no es una poética, ni nada que se le parezca, pero a ello quiero atenerme, sin más intríngulis ni transcendencias de ninguna otra clase. Y me acuerdo entonces de Emily Dickinson tratando de explicar, a un desconcertado Higginson, un maestro en literaturas, que sus poemas sólo eran una réplica a una súbita luz sobre el jardín, o a un cierto modo de soplar el viento. Pero es que son así las cosas, el escribidor no pone nada de su parte más que esa réplica a lo real.

Y esto es todo.

 

José JIMÉNEZ LOZANO

INÉDITO

 

<< volver