Poética

 
De esta manera se inclina a que, desde la situación y la época en la que vive -la posmodernidad- se vuelva a la vieja Mesopotamia del relato bíblico: «Pero, en el principio y desde el principio fue así, y podríamos decir que en esto la posmodernidad ha vuelto a Mesopotamia, salvo que en el principio, y desde el principio, es el pequeño relato el que se ha considerado verdadero» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990). Jiménez Lozano vuelve al relato bíblico, pero también al homérico. Uno y otro están marcados por la brevedad que nace del silencio: «El mínimo relato que Mateo hace del entierro de Jesús por mano de José de Arimatea: "Y rodó la piedra del sepulcro, y se fue" (Mt 27, 60), aboliendo todo discurso fúnebre como lo abole el llanto mismo de Aquiles por Patroclo. El pequeño relato es verdadero, y deconstruye incluso la más alta retórica de Homero, aunque a éste también, como vemos, se le concedió el genio de poder contar la desgracia hasta con el silencio mismo» (El narrador y sus historias, 2003).
A la opción estética de volver a los orígenes del relato para iluminar la creación propia, hay que añadir una circunstancia personal, la del periodo de la historia de España en la que el autor vivió su infancia y adolescencia. Jiménez Lozano considera que todo escritor vuelve a la infancia «para buscar en ella los secretos y los tesoros del mundo, que le parece que entonces le fueron revelados» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990). Su infancia coincide con la posguerra española. Durante ese periodo recibió lo que él llama una educación nada sentimental, porque los oídos de los niños se llenaban de historias de dolor y sufrimiento; imperaban en el ambiente los silencios, las medias palabras o las historias eludidas para que los niños no tuviesen que soportar el peso que imponía la tragedia  de España. Pero los niños oían y sentían el peso de las historias de dolor que los ‘mayores' se contaban y que ante ellos intentaban silenciar.  Estas circunstancias fueron las de los silencios de la posguerra, época en la que las historias de dolor, de injusticia, de infamia y de abuso no se podían contar, escondían historias que ocupaban los cuartos de atrás y las esquinas ocultas, que se contaban en susurros y en la oscuridad y, sin embargo, eran las historias que importaban. Porque, ya de niño, se dio cuenta de que esas historias eran las que se le habían regalado, y asume la responsabilidad de rescatarlas: «se nos cargó con unas visiones y relatos que comenzaron por traumatizar nuestras vidas, con una experiencia de los hombres y las cosas en carne viva y en situaciones límite y con algo así como un destino ineluctable: el de guardadores de la memoria de todo ese acontecer, y de los rostros de los hombres en él implicados» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990).
Había dos discursos que nacían de dos tipos de mirada sobre las cosas: el público y el privado, el amplio relato largo y amplificatorio y el cuento corto susurrado, lleno de silencios, porque había cosas que no se podían contar: «Por lo pronto, tuvimos que aprender a escrutar esos rostros de hombres y mujeres, y a adivinar qué era lo que había detrás de ellos (...) Las conversaciones estaban punteadas por locuciones como "es mejor callar" o "si yo hablara", que, sin embargo, sólo eran el prólogo de una confesión» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990). Esas locuciones sugieren una historia incompleta y el relato de un fragmento de algo que nunca se llega a conocer del todo.
La educación del niño marca una preferencia personal y casi natural por lo pequeño, y un horror, a la vez que tristeza,  por lo humillado y  lo ofendido. Se manifiesta en la selección de los personajes -Obdulia, Sara, la disponedora, la señora Julia, María, la criada de los Sabios Astrólogos, o un pobre maestro de escuela- y en el estilo que usa («Esa brevedad viene seguramente de mi horror a la retórica, a la amplificación y a la palabrería. Incluso a todo lo que no sea necesario para que sea lo que es»). Impregna sus costumbres de escritura y corrección: «Digamos que algo así como mi amor a la teoría de la navaja de Ockham o de la forma como expresión del ser que es lo que produce el llamado estilo cisterciense; y, por otro lado, a un método de escribir que es algo así como ir circuncidando lo escrito o como quitando hojas al palmito hasta llegar al cogollo, en el tiempo de la revisión. Lo que puede hacer, y hace, que diez o doce cuadernos se queden en seis. En ese tiempo de la revisión veo lo que sobra, y soy implacable; aunque me guste, me llevo por delante lo que sea, si me parece una mínima amplificación o concesión, o no necesario simplemente; o que eso lo he escrito yo y no el otro» (correo electrónico 12 de noviembre de 2007).
Pero además ésta es una opción que se extiende a toda obra artística que, como simbolización de la cultura o reflejo de la belleza del ser, debe realizarse a la medida humana: «Me interesa para mis libros el impacto de una iglesita románica o de una pequeña tabla flamenca que -ni siquiera catalogadas- se descubren un día y a las que se hacen luego peregrinaciones durante toda la vida porque su belleza se necesita para vivir» ("Desde mi Port-Royal", 1983).
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