Premios y reconocimientos

2012

Es nombrado Hijo Adoptivo de Ávila (Discurso completo)

 

"Ávila y un servidor de ustedes"

Excmos., Señor Alcalde y Ayuntamiento de Ávila, y queridos paisanos:

De algún modo, en la medida en que puedo hacerlo, tengo que agradecer el honor que me han hecho al otorgarme el título de "hijo adoptivo" de la ciudad, y seguramente no puedo hacerlo mejor que repasando siquiera someramente, en mi escritura, su relación con Ávila, en tanto que sería un reflejo o transfiguración literaria de la realidad de mi relación con la ciudad.

Contadas veces, hay una alusión topográfica directa o indirecta de Ávila y su tierra, en estas escrituras mías. Y contadas son también las narraciones e historias por mí publicadas que tengan que ver con historias reales de este ámbito abulense ni de ningún otro, y mucho menos con historias reales que yo haya vivido. Y esto es así,  porque quien narra una historia debe dejar su yo antes de comenzar a narrarla. Es decir, el odioso yo que no toleran ni la civilidad ni la cristiandad como decían Pascal y la "Gramática Razonada de Port-Royal", o, según Roger Martin du Gard, como quien entra en religión debe dejar ese yo en la portería. Aunque las cosas son bastante más complejas ciertamente, y me llevan a mostrar lo más simplemente que sea posible cómo Ávila estaría en el hondón o cogollo de esa mi escritura.

Y es cierto, por ejemplo, que la geografía más alusiva a una geografía real, en mis narraciones, se da, además de en el Arévalo y el Fontiveros de El Mudejarillo, en dos de ellas, Maestro Huidobro, y Las gallinas del Licenciado. En la primera de estas narraciones se trata de una geografía nominalmente soriana, pero no es menos cierto que esta geografía es, como toda geografía literaria, ideal y fantástica, o de ninguna parte, o que viene de más lejos de lo que los nombres y la topografía indican. Y,  si he leído bien a mis clásicos en estos asuntos, que son quienes se han ocupado de mis libros, puedo hacer dos afirmaciones fundamentales: la una que el libro concretamente dedicado a Ávila, a una Ávila vista con ojos infantiles es, según ha escrito uno de ellos, un discurso que imbrica varios de los temas, personas y lugares, de mi escritura; y la otra afirmación concordante alude al hecho de que algunos lectores mismos, han visto perfectamente lo que podríamos llamar las difuminaciones y "pentimenti"  o "arrepentimientos" que dicen los pintores, pero que en escritura son, con frecuencia, lo más importante, los cogollos del palmito. Y estas realidades interiores tienen al parecer como tres capas o son tres ríos que surcarían mi imaginario: una claridad que debería a los griegos antiguos, un sentimiento pascaliano o kierkegaardiano tan opuesto a aquella claridad, y una cotidianidad abulense a comenzar por el idioma. Y todo esto entreverado en silencios, que son los "pentimenti" de la literatura.

 

De una de las personas críticas o glosadoras supe casualmente que había venido a un cierto hotel abulense, hoy ya desaparecido,  porque pensó que allí se habían quedado Tesa y su familia la víspera de entrar ésta en el convento, según se cuenta en La boda de Ángela; y también hay quienes se han percatado, como decía, de que buena parte de mis cómplices literarios se pasea por las páginas del libro de Ávila, publicado en 1988, y está en el cogollo de ese mi imaginario. Y en una narración ya escrita, que está durmiendo lo preciso antes de pensar en que vaya a ser publicada, hay también uno o dos pasajes en que  se mira el mundo y la propia historia que se cuenta, a través de del ventanal del "Café Pepillo" que daba a la Plaza del Mercado Grande y a la puerta de la antigua muralla, llamada "Puerta del Alcázar". Mientras en el libro dedicado a Ávila sería, a juicio de esa crítica aludida, como una ventana a toda mi escritura.

Es decir, que, puesto a peso y a medida, ésta mi escritura tiene ese peso y esa medida abulenses, aunque de una Ávila, desde luego, rehechura imaginaria de la Vieja Constantinopla o la vieja Alejandría, de judíos y morisquillos, y de Port-Royal des Champs, pero también del Haworth de Emily Brontë, "la Comevientos", y de la Costancica de quien, desde que leí, de adolescente, las novelas ejemplares de Cervantes compradas en la librería que hacia esquina a Mercado Grande y San Segundo, siempre pensé - o pensábamos  porque éste es uno de tantos imaginarios compartidos con Jacinto Herrero, ahora presente para mí de manera muy especial- que era una criadita de la Posada del Rastro, porque siempre pensamos que, si Azorín había llevado un tren hasta Madrigal de las Altas Torres, bien podríamos nosotros tomarnos otras licencias. Y, aunque Jacinto Herrero se veía constreñido por la fidelidad a una poética clásica, en la que levantó su jardín propio y muy alto, y con su dolorido sentir y medida, yo podía arreglar mucho más fácilmente un encuentro con Spinoza hasta en Rello, un viejísimo pueblo soriano, amurallado como Ávila, y otro encuentro en Arévalo con Cervantes y los viejos humanistas italianos que allí abrieron estudio, o recordar los garbanzos de Langa, que entraban en un cierto peso de calidad primera  - cuarenta o cuarenta y dos en romanilla - y recordaban el dicho de San Juan de la Cruz según el cual, preferible era, y es, manosear estas pequeñas criaturas con su perfil de hombrecillos silenciosos, a ser manoseados por los hombres, aunque sólo sea en los decires.

"El primer nivel direccional de «Ávila» -ha escrito Francisco Javier Higuero - está presentado en busca de la niñez tardía y adolescencia temprana", y el "quid" de las historias contadas en el libro, de los  "conflictos históricos, de personajes heterodoxos o marginados, de algunos lugares geográficos relacionados con contextos lejanos y aparentemente exóticos, de edificios cargados de pasado, radica en su incidencia en el momento existencial de la redacción de Ávila"; esto es, que mi imaginario o parte de él vienen a arraigar en esta ciudad, y  "proyecta sobre ella un microcosmos".  Y asegura que mientras en la revivencia de la infancia, que se hace, por ejemplo en la narración de "El paraíso perdido", de El santo de mayo, se produce "una desilusión progresiva", ésta no se da en "el discurso expositivo de Ávila"; y, por mi parte, podría decir que me ocurre, entonces, lo contrario que de Maurice Barres dice Bernard Henri Lévy. Es decir, que ciertamente "hay lugares familiares que no son siempre, ni siquiera a menudo, aquéllos  en los que el destino le ha condenado a nacer, (al escritor) sino que son lugares elegidos por él mismo, escogidos entre todos los lugares posibles y en los que ha levantado el armazón de su teatro íntimo". Y así es en este caso de Barres.  Pero, en mi caso, lo imaginario que haya elegido o que me haya seducido, ha sido transfiguración de lo real de mi espacio biográfico, de manera que no puede haber desteñimiento ni decepción alguna. Salido de lo real está fuera del tiempo. 

 

En mi libro de Ávila escribí, por esto precisamente, que lo que me importaba a mí de la ciudad, siendo  niño o en la primera adolescencia,  era que la muralla por mi imaginada mientras leía historias o leyendas bizantinas "era verdad". La muralla resumía todo un mundo aprendido en los libros, un mundo antiguo y fascinante que se podía volver a ver.

En más de un aspecto, mi generación ha podido vivir o revivir tiempos del pasado, y no me refiero en absoluto al hecho del clima cultural o socio-político que esbozaba y pretendía la vuelta a los tiempos imperiales de los Reyes Católicos; me refiero a otro hecho mucho más profundo y es que la España que vivíamos tenía desde luego más que ver en el imaginario colectivo, en la existencialidad cotidiana  y en el plano del idioma mismo con los tiempos de Cervantes, pongamos por caso, que con el imaginario, las costumbres y la lengua de las minorías españolas que vivían en el siglo XX y que, como Santayana entendió, se habían ya mundializado.

Como, además, éramos niños y estábamos descubriendo el mundo, asistimos materialmente a desconcertantes y maravillosos espectáculos. El viaje a Ávila, entonces, se hacía, muy de mañana   - y el canto de las alondras de junio quedará allá dentro de mí como una de las experiencias más melancólicas y hermosas - para tomar un autobús de línea cuyo motor era movido por un gas producido por una combustión en un artilugio adosado a la parte posterior del coche, que ardía en la noche todavía oscura, y en torno a cuya lumbre se agitaban dos o tres figuras humanas como en "La fragua de Vulcano", y, al llegar luego a la ciudad, allí estaban las murallas, y el portón de la amurallada catedral con sus hombres con escamas que eran tal y  como nuestros abuelos se imaginaron en principio a los americanos; y todo esto nos certificaba de la realidad de Bizancio y de los cruzados. Y nos maravillaba no menos la vieja historia protagonizada por unos amantes, en la que el amador se introducía en el pozo de su jardín y atravesando una corriente  subterránea emergía en el pozo del jardín de su amada. Hasta que alguien apuñaló a ésta diciendo: "¡Para que sangres más!". Nos sonaba a Tristán e Isolda, y luego a La Celestina pero con mayor dolorido sentir. Y nos maravillaba, en fin, el procedimiento de los correos y comunicaciones y encuentros.

Era un tiempo en que el hablar por teléfono con Barcelona o Bilbao suponía la espera de horas, según oíamos, y a nosotros nos parecía que eso era porque el mundo era más ancho que Castilla y España y se extendía hasta los países de la nieve que con los que se emparentaba Ávila.  Y luego ocurría que, hasta en Ávila, además de en sus pequeños pueblos, "se iba la luz", como se llamaba líricamente a la corriente eléctrica, cual si un ángel la hubiera interrumpido para dar lugar a un misterio o representación; porque entonces surgían las velas, los velones, los candiles, las candelas, los faroles, los quinqués, los carburos, las antorchas, las linternas, y los faros de un coche, en las noches sin luna, como lejanas y poderosas luciérnagas; y estaban las quemas de los rastrojos, u hogueras del otoño, que nos hacían asistir a la mayor de las lecciones que se nos podrían haber dado: las condiciones formas y calidades de la luz y de las sombras, los enrojecimientos del rostro de los seres humanos cercanos a esas luces o que éstas iluminaban en diversas actitudes, y jugando con increíbles movimientos como son los de una sombra subiendo por una escalera. Ni el mejor cine me ha impresionado nunca tanto. Sólo mucho más tarde entendí, pero ya como iniciado en el secreto y leyendo un libro abierto, a los Caravaggio y los Honthorst, o a Artemisia Gentilleschi, y también surgió, a la vez,  el desamor o temor de aquellas otras sombras, como de materia pesada y espesa, del tremendismo  pictórico español,  tan fúnebre y terrible.

 

Todo esto que llevo diciéndoles conduce a una conclusión, que es a la vez muy simple y muy poderosa, y que, aunque no tenga nada de novedad alguna, siempre es nueva y gozosamente confirmada: la conclusión de que la patria y el arca de los tesoros de un escritor está en su infancia. Y mi infancia no ha transcurrido en Ávila, pero Ávila sí entró en ella y fue la fiesta de toda esa infancia. No sólo porque al ver las murallas, periódicamente -y con una periodicidad frecuente - revivían las historias de cruzados que leíamos entonces, y por eso, como ya dije, Ávila me parecía a mi Constantinopla, y la Constantinopla en defensa, hasta que, abandonada por quienes hubieran debido defenderla cayó en manos de los turcos el 28 de mayo de 1453, y de cuya caída decía la Princesa Bibesco en los años treinta de nuestro siglo que ella todavía no se había repuesto. Y esta rememoración me evoca, a mí, los versos de Jorge Santayana que hacen de la muralla de esta nuestra ciudad el fuerte contra los tiempos que borran la memoria. Porque Santayana piensa que, si la filosofía y la especulación exclusivamente racionalistas - y de una racionalismo meramente instrumental - tratan de suplir o suplen el territorio de la costumbre o herencia de los padres y el de la poesía, todo se trastoca, y todo desciende a lo insignificante o anárquico y vulgar, si se prescinde de estos amparos. A él le habían hecho Ávila más Boston, dijo exactamente;  y en Boston recoge todo lo que en el campo literario se ha dado en llamar "metafísico", aunque me parece más modesto y verdadero que nombrarlo más bien "medievelizante", que, sin duda es una categoría estética del imaginario existencial y poético de Santayana. Es Ávila quien le impone la coraza que luego nos transmite para que Constantinopla no caiga; esto es, la soberbia y armónica construcción cultural de la que Santayana se hace defensor no se desfleque, y, porque comenzaba a hacerlo, se vino a vivir la vida que le quedaba a Roma, y recordaba así su Ávila en el poema que lleva este nombre (en la traducción, levemente retocada, de José María Alonso Gamo):

                      Amplio desierto donde de torres la diadema
                      sobre  el  Adaja ciñe una ciudad silente
                      y encierra sin cuidarse de las burlas del tiempo
                      veinte templos en una corona de granito

Y en el soneto XXXIX habla el poeta de sí mismo, viviendo en la ciudad:          

                     Yo fío en ese cielo, cuyos astros perennes
                     me envían sus mensajes como antes a mis padres
                     y no sé de otra duda que tanto me confunda,
                     ni de amor más intenso para guardarme puro.
  

Es decir que el "yo" poético de Santayana se alinea en la herencia cultural de sus antepasados, tras las murallas de Ávila, y en esta imagen es en la que  retiñe ética y estéticamente el ámbito del "retromedievalismo" o "neo-medievalismo" inglés y norteamericano, como en Thomas Stearns Eliot, en cuya poesía algunos estudiosos han señalado  complicidades con Santayana de quien, por otra parte, fue oyente en sus aulas, durante  algún tiempo.

 

Pero, en cualquier caso, éstos, y otros muchos y similares, son los imaginarios, sentires y pensares de quien vio a Ávila  amparando su propia existencia y situándole como en el otero desde el que ver el mundo, que es como se ven las cosas cuando se es niño; y ahora resulta de todo esto, para mí,  que, al recibir el honor de este nombramiento de hijo adoptivo de la ciudad, el Ayuntamiento de Ávila no sólo me ofrece un honor o distinción, sino que, con él, me devuelve algo esencial de mi infancia y adolescencia, removiendo mi propio imaginario literario, y todo ello quiero agradecerlo,  muy sinceramente.

El anuncio de este nombramiento fue hecho por el señor Alcalde de este Ayuntamiento en la circunstancia en que la Junta de Castilla y León quiso anunciar, aquí en Ávila, por boca de su Excelentísima Señora Consejera de Cultura, que se había puesto en marcha una página web a mi escritura dedicada,  que dirigiría la Prof. Guadalupe Arbona, Titular de Literatura en  la Universidad Complutense de Madrid. Y ahora debo decir que es ella quien ha rastreado y visto esos lugares, elegidos en mi imaginario, y renacidos de mis lugares reales, cuando abordó críticamente mi libro de cuentos, "Los episodios nacionales". Un libro de historias, que son historias inventadas o fábula, sin ningún elemento materialmente real o realista; pero el material transfigurado, y la cantilenación especifica de la lengua que allí se habla, subyacen en buena parte en la fábula como realidad soterrada y elíptica.

Por lo demás, una muy antigua amiga que estuvo presente en el acto al que acabo de referirme, me advirtió que debía sentirme obligado a contar a todos ustedes, algún día, lo que nos ocurrió antaño con otros gestores municipales, al narrar, por mi parte, lo que a Teresa de Jesús la había sucedido con el Concejo de su tiempo. Y esto es lo que haré ahora, precisamente, para poner una sonrisa en medio del protocolo de este acto.

El caso fue que en los años ochenta vinimos a proyectar en Ávila un video sobre Santa Teresa, cuyo texto yo había escrito y en el que había subrayado, con una cierta pero muy amistosa ironía, lo mal que a aquel Concejo le había sentado la apertura de un convento más  y que el Concejo, entonces, había  azuzado a las gentes de tal manera que la propia Teresa dejó escrito que hubo una tal algarabía que parecía que habían entrado moros en la ciudad. La voz prestada a Santa Teresa era la de María Luisa Merlo, que hizo un cierto retintín en la ironía de mis palabras, y entonces alguien protestó con cierto enfado porque aquello le parecía un insulto al Ayuntamiento y a los abulenses, aunque, naturalmente, se pudo apagar, enseguida, una indignación tan pasional,  señalando la evidencia de que aquel Concejo de los tiempos de  Teresa no tenía que ver nada con el que regía la vida municipal de Ávila en los ochenta de fines del siglo XX, ni tampoco los abulenses de entonces con los de este tiempo nuestro, y la cosa debía tomarse con la apacibilidad y la ironía que exigía la distancia en el tiempo; y, finalmente, sonreímos todos, y en último término nos felicitamos  de un eco más bien inocente y divertido, pero poderoso todavía después de cuatrocientos  años.

Así que ya ve que aquello ya lo hemos arreglado, señor Alcalde, y lo que quería decirle precisamente a usted y a su Ayuntamiento  es que, así como "la Teresa" decía que hay cosas que no son para carta, hay también agradecimientos que no son para ser dichos, aunque lo peor es que tampoco pueden ser correspondidos. Ni yo podría intentar pagárselo como no sea en llevar el título que me otorga con la dignidad que pueda,  y no quitarles, a quienes me lo han concedido, el placer del don que tiene quien regala, a tenor de la vieja norma aristocrática del medioevo. De manera que les doy las gracias sincera y simplemente. Y también a las personas que me han hecho la deferencia de asistir a esta pequeña y amistosa reunión en la que se me ha otorgado la distinción decidida por este Excelentísimo Ayuntamiento de Ávila.

GRACIAS.

                        José JIMÉNEZ LOZANO

 

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