Poética

 
Está claro que la dinámica es diferente en el ensayo y la literatura, y Jiménez Lozano tiene cumplida experiencia en las dos escrituras. Ahora parece que carga las tintas cuando pone tanto énfasis en la centralidad del yo en la escritura ensayística, probablemente influido por los desmanes de cierta crítica que desoye al objeto para obedecerse a sí misma. Es cierto que en la escritura ensayística el autor decide dónde pone su atención, cuál es el objeto de su estudio, de qué hipótesis parte, cuál es el desarrollo y a dónde quiere llegar. En cierto modo, decide el método de aproximación al objeto, -aunque sabemos que existe siempre uno que se adecúa mejor a la cosa porque la respeta más-. Incluso decide si quiere respetar todos los factores de la argumentación o subraya uno que le interesa más, o intenta llegar hasta el significado de la cosa, es decir, a la unidad de los factores presentes, y un larguísimo etcétera. A lo largo de esta descripción somera de algunos de los pasos del ensayo, que responden a esa dinámica crítica del conocimiento, se puede ver cómo el que quiere conocer y sistematizar ese conocimiento está sometido a una serie de opciones constantes. Su yo se exalta y ocupa un lugar central desde el principio del recorrido, a lo largo del desarrollo y en las conclusiones finales a las que se llega. Por lo tanto, esta preeminencia del yo está en la dinámica misma del pensamiento, pero también es cierto que cuanto más se ajusta al objeto que se quiere conocer, más completo es el conocimiento.
Ciertamente, la extrema oposición entre una escritura y otra tiene, además, otro origen: Jiménez Lozano quiere rechazar una literatura que se convierte en alquimia, en mera técnica, en uso y abuso del autor que renuncia a contar "otra cosa" distinta, diferente, diversa,... por oírse a sí mismo: «Un escritor tiene un enorme riesgo de perdición total: el que llene los cielos y la tierra con su ‘yo' o su nombre -que viene a ser lo mismo- hasta hacer que ese ‘yo' y ese nombre sean más grandes que su obra. Entonces se da ese espantoso espectáculo entre trágico y grotesco de un escritor mirándose directamente al ombligo o en el espejo de su público y de su gloria; su escritura se convierte en un puro ejercicio de resonancia, palabras y más palabras huecas y cada vez más retorcidas y sonoras. Da pavor» (Una estancia holandesa, 1998).
La feroz crítica no elude el miedo personal a dejarse llevar por esa exhibición del yo que pudiera ensombrecer sus figuras y sus historias. No se trata de humildad, sino de intentar evitar males peores, como caer en las modas y ahogar las historias que se le dan: «es pura precaución frente a los aires mundanales que producen hidropesía, sed e hinchazón constantes y progresivas hasta dar en la nada más sonora» (Una estancia holandesa, 1998).
Su combate es contra el escritor que, creyéndose todopoderoso, actúa como un demiurgo de la creación («Un escritor con un gran ‘yo' y con vocación demiúrgica se sitúa en el centro del mundo y mal puede hacer otra cosa que obligarlo a girar en torno a sí mismo», "La reconstrucción del recuerdo", en La balsa de la Medusa, 1990). A través de este texto, entendemos mejor el pensamiento de Jiménez Lozano y cómo su insistencia en la renuncia al yo no lo es por sí misma, sino en cuanto excluyente de los ‘túes' que hacen la narración. Por eso, continúa diciendo: «al narrador se le exige que renuncie a su ‘yo'. Un autor, un narrador, no es un ‘yo' a secas» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990).
El verdadero escritor, piensa el abulense, debe quitarse el disfraz de autoridad y consentir en entrar por la puerta de atrás para evitar los peligros de sentirse como una cosa distinta a la que se es: «Tales son los peligros de este oficio, especialmente, si se tiene la categoría de ‘autor' o escritor con auctoritas y se olvida que, efectivamente, el logro de una  escritura está en entrar en casa del lector por una puerta clandestina» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
De este modo, el oficio del escritor resulta una tarea sin tregua porque consiste no sólo en que el yo esté constantemente dejándose tocar por los personajes y las historias, sino dejándose juzgar por las visiones que tiene, por los rostros que le asaltan, por las historias que después cuentan, de modo que «son esos personajes y esas visiones las que nos juzgan» ("Sobre este oficio de escribir", 1996). Es decir, todo está sometido a las presencias que, al llegar al autor, le juzgan; el escritor debe aceptarlas o rechazarlas.
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