Poética

 
Pero si en estas consideraciones se presenta como escritor anónimo, también compara su escritura con otras numerosas actividades: con la pintura («Seguramente todo sucedió como quien, de niño, frecuenta el taller de un pintor, y luego se pone él a hacer borratajos, a trazar escorzos y a colorear, y queda fascinado», Una estancia holandesa, 1998). Se compara también con los autores de los graffiti carcelarios: «o como el condenado a muerte en su celda deja su nombre escrito en la pared» (Una estancia holandesa, 1998),  con los enamorados que «graban sus iniciales entrelazadas en el tronco de un chopo» (Una estancia holandesa, 1998); o con la labor de las humildes recogedoras o disponedoras que aparecen por sus cuentos: hacen un poco de todo y atienden a quien lo necesita, «es como alguien que recogiese el papel más pequeño, o incluso un botón» (Una estancia holandesa, 1998). Su actividad se parece a la del centinela vigilante que no desprecia una «mirada, y [como] una especie de sabueso, que recorre infierno, tierra y cielo para dar con un rastro de hombre» (Una estancia holandesa, 1998). Pero también su oficio es el de la fabulación y la imaginación: «desde pequeño comenzaste a frecuentar el mundo que está en los libros, te encontrabas a gusto con él, te parecía más verdadero que el mundo real y, un día, de repente, tú también echaste a andar por ese camino y ese oficio hasta que te decidiste a hacer un libro» ("Por qué se escribe", 1992). Siempre sin perder de vista que la escritura es un trabajo manual, humilde, que sale del taller como los zapatos que confecciona el zapatero o las sillas que fabrica el carpintero: los libros son, entonces, esa «clase de sillas o de zapatos que salen de mi obrador» ("Por qué se escribe", 1992). También se compara a sí mismo con un cestero: «No es más difícil que la tarea del cestero que cuenta cómo se las arregla para hacer sus cestos. Éste dirá, sin duda, que todo está en las mimbres y su trenzamiento, y quien escribe no podrá decir mucho más seguramente: todo está en las palabras y en su ordenación» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
Ahora bien, este oficio que consiste en una forma de dedicación y de relación con las cosas («se trata de una cierta concepción del oficio de escribir como oficio artesano, como expresión de una manera de ser hombre y de estar en el mundo que no pide relevancia pública alguna», "Por qué se escribe", 1992) exige una estricta obediencia: «El oficio de escritor es muy humilde por su propia naturaleza, y quien lo tiene sabe que lo que hace en él lo debe a otros. Un narrador es poco más que un amanuense de lo que ve y oye en sus adentros, y allí en ellos ha sido levantado por guiños o laceraciones de la realidad, él carga con esa gloria y ese peso de contarlo» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
A este respecto, y a modo de resumen de todas las citas que hemos ido espigando y en las que el autor reclama para sí la autoridad de un maestro de oficio, cabe recordar el epílogo de Sara de Ur: «El sello del escriba». Aquí el autor nos pinta al narrador -o escriba- mediante la descripción del esfuerzo terrible que le ha supuesto ir tras la hermosa princesa Sara de Ur. Lo ha hecho con frío y calor, en la salud y en la enfermedad, encerrado en casa o viajando. Durante este tiempo se le han agarrotado los dedos, se le ha debilitado el pulso, se le ha encorvado la espalda, se le han dormido las piernas, se le han desgastado los ojos, ha perdido sus días en viajes llenos de peligros y en el aprendizaje de lenguajes extraños y desconocidos. Así y todo, declara que lo más difícil ha sido «comprender el corazón de Sara y soportar su belleza» (Sara de Ur, 1989). Está tan cansado, que decide abandonar su oficio, y es entonces cuando cae en sus manos la carta de un padre a un hijo recomendándole que se haga escriba porque es el mejor oficio. El padre va repasando las ocupaciones de los diferentes artesanos de la Mesopotamia de entonces: el carpintero, el joyero, el barbero, el cortador de caña, el alfarero, el hortelano, el aldeano, el tejedor, el embalsamador, el curtidor. Cada uno de estos oficios supone la pérdida de la vida: el carpintero «tiene que cansarse más allá de sus fuerzas», el joyero se agota, el barbero «no come más que según lo que trabaja», el alfarero «está cubierto de tierra», el hortelano «tiene que uncirse el yugo», el aldeano tiene los dedos «llagados por la tierra que apesta», el tejedor «es más desgraciado que una mujer en dolores de parto», el embalsamador «no puede librarse de su suciedad», el curtidor es muy desgraciado. Al final de esta descripción, el escriba le dice al joven: «No hagas caso a tu padre. Peor es ser escriba, porque tendrás que padecer todos esos oficios para poder escribir» (Sara de Ur, 1989).
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