Poética

 

El escritor aprendió con María a sentir la orfandad de los mendigos de quedarse sin palabras, sin su sentido -más allá del de los diccionarios-, sin historias -las que cuentan los mendigos- y sin la experiencia del amor de madre, que es como la tierra blanda y acogedora, o como una casa en la que se acoge con piedad a los que nada tienen.
Ahora bien, Jiménez Lozano sabe bien que las palabras nombran el dolor. Son también portadoras del sufrimiento, de la tragedia del enfrentamiento, del balbuceo de la incomprensión. Lo dice respecto a aquel periodo del que fue testigo durante la infancia, y en el que escuchó muchas historias de dolor, que tenían también una forma y estilo propios: «Y este descubrimiento o narración y relato se hacía en un cierto estilo, con frecuencia sinuoso y amplificatorio (...) que iba desvelando poco a poco la historia que se contaba o ampliándola hasta ocupar el mundo: como una historia universal del sufrimiento. U ocurría, otras veces, como si el habla se tornase asmática y la memoria tuviese que ser reconstrucción de muchos fragmentos cuyo ajuste fuera doloroso» ("La reconstrucción del recuerdo", 1990).
De estas corrientes de vida se nutrió la adolescencia de Jiménez Lozano. Este legado le permitió entender que las palabras que le interesaban, la gramática que las ligaba y que quería usar, y el estilo que más le convencía era aquel que «se asoma(n) a pozos y abismos» ("Palabras y baratijas", 2003): es el caso del tono y estilo de La salamandra. Como también le interesa esa escritura que desposa «sencillamente los susurros y la misericordia». De modo que su ideal de escritura es el que definió Juan de Valdés en su Diálogo de la Lengua: «escribir como se habla»; defender el que expresó Fray Luis de León ante sus inquisidores, que fue «el que me enseñaron mis amas, que es el que ordinariamente hablamos» ("Palabras y baratijas", 2003); y el que usó Cervantes huyendo de las «baratijas».
De este modo, con agradecimiento y temblor, Jiménez Lozano comienza su batalla con las palabras. Su búsqueda de la más bella, de la más justa, de la que pueda devolver al lector esos rostros que su imaginación ha encontrado. Las palabras que son la carne y la sangre de lo que se quiere contar, el corazón del cuento: «Son las palabras: su verdad y la sensualidad y belleza de la forma». De vez en cuando suceden como un milagro: «Pero uno tampoco sabe de dónde vienen las palabras, la más humilde es la más justa y hermosa» ("Palabras y baratijas", 2003). A veces producen temblor: «El escritor lucha con las palabras y tiembla ante ellas, busca y vuelve a buscar humildemente aquellas que nombran lo que es preciso nombrar, exactamente aquellas y no otras» (Una estancia holandesa, 1998). En otras ocasiones su búsqueda consiste en una lucha contra la muerte: «La lucha del escritor es por encontrar las palabras que muestren lo real y lo levanten aunque sea de su sepultura, como decía Juan de la Cruz, las palabras carnales y verdaderas» (Una estancia holandesa, 1998). En otras, las palabras se resisten y deben ser arrancadas: «Un escritor es ante todo un gramático de palabras verdaderas y digamos que la búsqueda de éstas da tanto trabajo como la de los mimbres del cestero. Esas palabras deben ser arrancadas de raíz en la laguna de la vida y la memoria y, como cuando se arrancaba la mandrágora, también hay aquí un dolor y un grito, pero aquí del escritor que la arranca, después de mucha búsqueda, entre los viejos griegos o de la mendiga que alarga su mano» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
La batalla atraviesa diferentes momentos. Unas veces requiere coraje; otras agradecimiento y estupor por lo que se da; otras produce temblor. Sea como sea, el escritor no puede en ninguno de esos momentos adueñarse de lo que no es suyo. Por eso el lenguaje está «para ser servido, para expresar y transparentar la realidad como una finísima película de cristal o, más bien, de aire, para ser servido en su verdad y su hermosura, su poder a veces terrible» (Una estancia holandesa, 1998).

[GA]

<< anterior  Página 2 de 2