Poética

 
Como se ve a través de estos comentarios, Jiménez Lozano ha desplazado las alternativas del lugar en el que normalmente se sitúan. La pregunta «¿cómo se hace uno escritor?» ha sido desplazada por «¿cómo se deja uno juzgar y arrastrar por una historia?». Y la pregunta «¿qué técnicas e instrucciones son las necesarias para escribir un cuento?» se sustituye por «¿cómo hacer para que la batalla con las palabras no ahogue las historias regaladas?». Esto supone un quiebro respecto al pensamiento más generalizado sobre la escritura -incluso en los casos en los que se refine y adorne el razonamiento- y marca una distancia respecto a quienes podríamos llamar escritores profesionales. La diferencia es que el escritor «juzgado por sus historias» está constantemente ante una opción que no puede soslayar: ser constructor de la historia o estar a su servicio, «¿se alza el yo del escritor como un demiurgo o un imperio, un constructor, ante su escritura; o sencillamente la sirve?» (El narrador y sus historias, 2003).
Se trata de una opción inicial, pero que no se agota en la primera decisión, sino que continúa presente a lo largo de todo el proceso dramático de la escritura, porque a la atención de esas historias que sorprenden y se cuelan por la puerta de atrás, suceden las dudas que acompañan a la escritura. Dudas de dos tipos: las que se refieren a la bondad de la escritura: ¿han transparentado las palabras la historia que se le reveló?, y una segunda, ¿merece la pena dar a los lectores la historia que se ha escrito? Ésta es la carga del oficio y no otra y que, según testimonia Jiménez Lozano, puede llegar a ser un fardo: «La realidad es verdaderamente humilde: uno escribe lo que puede y como puede, exactamente como piensa lo que puede (...) Algunos días se querría solamente pedir excusas por haber escrito y publicado, y en los otros días que no son éstos se siente tanta pesadumbre por haber escrito y escribir, que es como sostener un fardo» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
Un ejemplo de la ficcionalización de este drama aparece muy bien reflejado en uno de los relatos del libro de cuentos Los grandes relatos. Se titula «Los Episodios Nacionales» y está situado en el centro del libro. En él se nos pinta al narrador que se confiesa balbuceantemente a un interlocutor desconocido o narratario («Ya le digo a usted-...»). Con un parloteo desordenado le cuenta sus dudas, temblores e inseguridades sobre la escritura. Las locuciones verbales que muestran esta duda son abundantes: «Es un asunto que según se mire», «no sé cómo decir», «qué sé yo», «o que te confundes», «o no te acuerdas bien», «siempre tienes miedo», «pero, ¿cómo vas a andar diciendo todo esto?», «¿cómo lo dices?», «¿y tú qué sabes, no?», «¿y qué vas a contar de la cuadra tuya o de la cuadra de los otros?», «no sé yo», «... como para encima andar con madejas y tramas o episodios nacionales, ¿no?». Es un narrador que duda de todo menos de una cosa: «Pero no son novelas ni figuraciones lo que yo cuento, sino lo que yo recuerdo que pasó y cómo eran las personas, una por una, sin meterme yo a nada en lo que cuento, salvo que puedo decir: ‘Pobrecillo'». De lo que no duda es de lo que ha visto; el narrador es el testigo «compadecido» de lo que ha visto, el escritor cuenta lo que se le ha hecho presente en su mundo imaginario.
Se trata, pues, de un fardo y una responsabilidad. El escritor debe bregar y responder a algo que parece de otros, del mundo, aun siendo, creo yo, totalmente suyo: «Después de haber leído algo que hemos escrito, nos encontramos con que nos parece que no es nuestro, que está escrito por «otro», que nosotros seríamos incapaces de escribirlo. Y lo somos realmente. Es algo que se nos regala no sabemos cómo. Se lo debemos a los demás y al mundo entero» (Una estancia holandesa, 1998).
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