Estás en: 

Inéditos

Conferencias

Las preguntas del sayón

Lo que yo puedo decir aquí, en un foro como éste, acerca de la cuestión de la libertad de expresión es poca cosa, bastante escéptica, y desde luego al margen totalmente de mi trabajo de escribidor, que es un oficio que, como no dejó nunca de enfatizar Faulkner ante tanto quejica que hay en él, no precisa más que de un papel y un lápiz, y de ninguna clase de libertades. Así que lo que voy a hacer es una especie de ejercicio de reticencias sobre el tema.

1) Hay un apunte de junio de 1851 en el Diario de Sören Kierkegaard, que es un hombre que meditó mucho y muy radicalmente sobre la imposibilidad de la verdad para la multitud, y por lo tanto sobre los riesgos de la verdad al contar con ella en los actos de expresión pública, en el que escribe: "En un folleto de Franklin sobre el espíritu de persecución de los disidentes en los tiempos antiguos, dice que es poco a poco como se ha llegado a reconocer la tolerancia (es decir, que poco a poco se ha hecho indiferente).

Pasa luego al elogio de la tolerancia. Y en una nota ingenua puesta al margen se dice: "Tan evidente es que esta tolerancia aparece por la indiferencia de los hombres, pero no es menos cierto que en el origen es un fruto no de la razón, sino del comercio". Y añade Kierkegaard: "Y no importa que el traficante pueda comprender que la tolerancia va en interés del comercio. Y ocurre que es, cuando el mundo ha caído tan bajo hasta no tener una idea superior a las ideas de los traficantes, cuando surge entonces la tolerancia... ¡Bebamos a su salud!"

 

Y éste es, obviamente, un texto que admitiría varios y muy polisémicos comentarios, pero lo que ahora me interesa destacar de él es esa afirmación de que lo que ocurre con la libertad de expresión, bastante antes de que se teorice sobre ella, se la unja con óleos románticos, o se la inserte en el ámbito del Derecho, es que ya existe por puro desinterés e indiferencia, y se origina en el ámbito de la socialización de lo temporal en general, y concretamente del comercio. Lo que, ciertamente, no sólo ocurre en el Amsterdam de Spinoza, aunque sí de manera como singular y paradigmática, porque, además, allí se formula racional y jurídicamente.

2) En el plano político la libertad de expresión es una conquista democrática como derecho del ciudadano. Un presupuesto mismo del gobierno democrático nacido de la soberanía popular y sujeto a Ley de la que ese derecho ciudadano forma parte. Y no hay ningún otro ámbito al que el Estado pudiera remitirse para referirse a ese derecho, ya que el gobierno democrático es un gobierno de comerciantes, si se me permite decirlo así, para significar que de su ámbito quedan evacuadas cualesquiera apelaciones digamos místicas, como la legitimidad y cualquier tipo de transcendencias de lo fáctico, filosóficas, ideológicas o religiosas que no podrían ponerse a votación. Estas transcendencias son siempre asunto de un Estado totalitario o teocrático y religioso, aunque sea del ateocratismo.

Pero, de todos modos, hay aquí una cuestión. Y es la cuestión del pre-juicio, absolutamente inevitable tanto individual como colectivamente; porque es obvio que las sociedades se dan en un ámbito cultural del que forma parte lógicamente un ethos que es el pre-juicio y la argamasa de su existencia. Está, desde luego, en el orden práctico de lo que es la costumbre para Pascal, y en él se conjura la mayor de las desgracias, que es el conflicto civil. Discutirlo sería una necedad y una locura.

 

Pero la pregunta o reticencia es ésta: ¿compone ese prejuicio fundante un reducto o appartheid vedado a la libertad de expresión pública?

De ninguna manera. Por lo pronto, porque lo propio de una enunciación cultural -aunque sea la de la ortodoxia en el judaísmo y en el cristianismo- es el ser pensada, repensada y expresada por los filósofos con toda libertad, y precisamente porque es asunto interesante, y aquí no se está en el orden de la indiferencia del comerciante, ni de la necesidad política de la paz social, porque la paz social incluye esa libertad. 

3) Pero, de todos modos, mucho antes de la proclamación de los derechos del hombre y del ciudadano -ese griterío por escrito, que decía Jeremías Bentham-, estaba el principio de que el pensamiento no delinque; sólo que esta convicción se daba en el viejo mundo, en el que la libertad era precisamente el pre-juicio del sometimiento de cada cual a las leyes divinas y humanas, y, en cualquier caso, no había un pueblo de filósofos, cuya sabiduría es la opinión.

Pero la filosofía acerca de la cosa pública, como acerca de todo lo demás, ha experimentado dos grandes transformaciones: una es que todo pueblo es un pueblo de filósofos, y otra que esa filosofía es un pensar para la acción o de legitimación de la acción; y, desde luego, el pre-juicio del que hablaba no queda acotado y al margen en el derecho soberano de la libertad de expresión de un pueblo de filósofos que ejercen su soberanía al opinar.

Y todo esto podía quedar expresado de otro modo, si nos preguntamos, con la falsilla de Franklín y Kierkegaard, por la cuestión de si, en último término, puede haber libertad de expresión, si no se da la circunstancia de que lo que se expresa es ininteresante e indiferente, como en el caso de la tolerancia que decían aquellos señores. Y, tal y como se plantea la tolerancia moderna, desde luego que nada significativo o interesante debe darse en una sociedad tolerante, y para eso se debe renunciar a aparecer como lo que se es, o se piensa.

El Primer Ministro Gladstone contestó, en una determinada ocasión de hace ya muchos años, al jefe de la oposición al Gobierno de Su Graciosa Majestad que le hacía acusaciones muy graves para su honorabilidad, negándolas enérgicamente, pero asegurándole que, sin embargo, daría todo lo que estuviera en su mano para que aquella acusación pudiera hacerse. Pero ¿qué se jugaba realmente en aquella democracia como fair-play y asunto entre caballeros?

 

El theatrum político enmascaraba muy bien el theatrum belli, aunque ya desde Maquiavelo por lo menos esa identidad de naturaleza de política y guerra en ambos sentidos, y no dejaba de estar en la conciencia histórica, pero lo que ocurría realmente era que, de muy amplia manera con respecto a la realidad, Mr. Gladstone y Mr. Disraeli estaban del mismo lado de la trinchera, y la libertad de expresión no tocaba llaga real, y no era interesante. Pero los ciudadanos filósofos, y desde luego los maestros de la socialización de lo temporal y del pensar de la multitud, los periódicos, buscan por principio las llagas y lo interesante; lo tienen que hacer para arrastrar a la multitud hacia la filosofía, y lo hacen con la brutalidad de los antiguos encendedores de hogueras inquisitoriales o manejando el hacha o la espada, como también decía Kierkegaard. Y es en estas circunstancias en las que la libertad de expresión debe ser protegida; el gobierno democrático paga este precio para que el Estado no pueda velar la totalidad de sus acciones en los cofres de sus arcana Imperii, y no pueda coartar ni cercenar con su poder los seis pies de tierra de cada yo, sus libertades individuales.

4) Así planteadas las cosas, es decir, libertad de expresión para todos los ciudadanos por naturaleza filósofos, y sin reductos a ella sustraídos, el asunto se ha complicado extremadamente tanto en la teoría como en la práctica; y la doctrina y la jurisprudencia norteamericanas de los años sesenta y setenta han acudido al principio neutro y funcional de que unos ciudadanos puedan expresarse de una manera para que otros puedan expresarse de otra, mientras los Gobiernos miran, como si no hubiera nada interesante, y simplemente tratan de mantener un cierto orden. Pero lo cierto es que, sólo gracias al sistema de reticencias, enmiendas y contrapesos del sistema jurídico norteamericano, se van bandeando los problemas, entre contradicciones e ironía. [1]

 

Mas he aquí que, de repente, se viene a introducir una transcendencia que tiende a invalidar de hecho no ya el pre-juicio cultural e histórico, sino los mismos principios fundantes constitucionales de la libertad. Es ahora desde el Estado y desde una ideología prefabricada desde donde se trata de sustituir al pre-juicio cultural, y a la juridicidad garante de la libertad de expresión, con un novum en el que esa libertad de expresión queda cuestionada radicalmente, e incluida esta vez la libertad de gramática. En realidad se trata de la imposición de una nueva ortodoxia y de un Estado confesional ateocrático y totalitario; o, más abiertamente dicho, de la destrucción de la democracia liberal y parlamentaria con sus derechos civiles, y lleva el muy cínico nombre de Corrección Política.

Pero quizás es que se ha dado ya la crisis de la democracia, y estamos en el pleno auge de una democracia que es la que gusta al Diablo, como decía Kolakowski. Esto es, una democracia que ha dejado de ser laica y neutra, y se interesa por transcendencias o ideologías, siempre más allá de los asuntos meramente materiales del gobierno democrático del pueblo; esto es una nueva democracia filósofa, y no de comerciantes o gestores hábiles y honrados, que es lo suyo. Y Kolakowski dice que gusta al Diablo, porque, en efecto, ya es un pródromo del totalitarismo, o totalitarismo puro y simple, con animada tertulia de partidos, prensa libre de pre-jucio y de prejuicios, y pedagogía del cariño.

En cualquier caso, y sin entrar ahora en más dibujos, aunque la verdad es que no los tiene y su sustancia es la mera implantación en las gentes de un chip mental muy simple, la corrección política supone, y ya ha supuesto en algunas sociedades, la anulación de los derechos civiles, y desde luego del derecho de expresión, si ésta no se ajusta a las exigencias de concepto, gramática o estética correctas. De tal manera que, comparado esto con el diktat que los alemanes llamaban hace unos años el canon de la literatura social-demócrata, este último es la pura libertad, entre otras razones porque no obligaba a nadie.

En realidad, la corrección política es adiestramiento al totalitarismo y totalitarismo en sí misma, porque no se trata siquiera de que sea aceptada y convenza. Como escribe muy finamente y ex experientia, Tatiana Góricheva: "El totalitarismo perfecto no necesita de hombres perfectamente convencidos. Por el contrario, es justamente a esas personas a las que aniquila antes de establecerse de modo definitivo. Y así, el totalitarismo celebra su triunfo cuando todos mienten. Los de arriba y los de abajo".

Así que me parece que, a los Estados a los que importe la libertad, no les queda más remedio que hacer frente a esta invasora neo-ortodoxia y confesionalidad, y reafirmar los derechos civiles, y particularmente este derecho de la libertad de expresión. Sacándole, en primer lugar, del ámbito del sayón o de la checa, que es como habitualmente se plantea. Porque lo cierto es que los viejos Estados y los filósofos y luego los ciudadanos filósofos, pero especialmente sus maestros filósofos, los periodistas, han venido jugando un juego que se parece siniestramente al del sayón o práctico de checa, que pregunta a la ley o a los señoritos de la casa: "¿Hasta dónde puedo llegar, Jefe?"

 

Obviamente ésta no es una pregunta de quien es libre, tampoco del que tiene una conciencia cultural y ética, ni de decencia pública municipal siquiera. Es pregunta de siervo, y de siervo encanallado que pide instrucciones para el mal. Y para un mal que, desde luego, no sólo está en el pre-juicio ético sobre el que la sociedad se asienta, sino que también está señalado por la ley, y exactamente tipificado y castigado con penas muy concretas [2].

5) Mas, a este último respecto también, cada día muestran su más peligrosa presencia dos aspectos esenciales. El uno es la constitución en verdadero cuarto poder del Estado de un grupo de ciudadanos que, sin estar normados como tal poder del Estado y a través de la libertad de expresión, puede afectar al funcionamiento y equilibrio mismo de los otros poderes, de los que se constituye no en crítico, sino en juez, y en ejecutor real, y con ya no escasa práctica de estar manejando sentencias y cadalsos. Y esto hasta un punto que la racionalidad del juego democrático queda totalmente sustituida por la agit-prop, al igual que en un Estado totalitario, y Gobierno y partidos tendrán como único propósito de acción disponer del servicio de agitación y propaganda de esos media a través de la libertad de expresión, más o menos monopolística y convertida en conformadora de opinión, e incluso en fabricante de un pensamiento, conceptuación y vocabulario únicos o aplastantemente mayoritarios, una ortodoxia, corrección política, y reino del Gran Hermano, gracias a los cuales los ciudadanos filósofos adictos pueden comprobar cada día cómo se amplían sus mentes y su cultura.

El otro aspecto concierne directamente a una cuestión de civilidad o barbarie. Lo que Kierkegaard encontraba como éticamente perverso en el periodismo, aparte de su crítica filosófica a la imposibilidad del pensamiento de la verdad en relación con su homologación para ser recibida no por un individuo sino por la multitud, era el lado nocturno de la cuestión, como él mismo le llama. Es decir, el sacar a la luz pública los tristes desechos materiales humanos, en relación con la infamia, la desgracia, y el crimen, o nuestra pobre miseria fisiológica.

Todo ello es, de hecho, la complacencia pública con el reino del horror del despiece de lo humano y de la Muerte, la representación democrática del divertimento de los señores de este mundo en la cámara sadiana, como resulta obvio en los llamados literatura y pensamiento hipster [3].  Pero son los hombres de cultura de este talante hipster quienes, como un deporte más, exhibirán su condición de sayones y chequistas yendo siempre más allá, y buscando el martirio por la libertad de expresión, y de paso su clientela de chequistas. Porque también los nuevos ciudadanos filósofos han sido entrenados, durante mucho tiempo, en los dos grandes totalitarismos, en la asistencia a las sesiones de autodenuncia y acoso a los demás, las farsas de los juicios predeterminados por la vileza social y política, y las ejecuciones públicas reales o simbólicas.

Se trata de un acostumbramiento a la carnicería y a la fosa, una estetización de todo ello. Una escuela de crimen, pero la expresión de la cual no parece que plantee cuestiones de libertad de expresión exactamente, sino de supervivencia civilizada. Éstos también son asuntos y prácticas de sayón o de encargado y responsable, aunque parezcan otra cosa.                        

José JIMÉNEZ LOZANO
Guadarrama
Julio de 2009

 

 

NOTAS 

[1] El eminente jurista y profesor de Yale, Mr. Owen M. Fiss lo ha visto perfectamente en su libro, The Irony of Free Speech, donde escribe: "La concepción libertaria - segura cual la Primera Enmienda protege el interés del individuo en expresarse - apela al ethos individualista que tanto domina nuestra cultura popular y política. La libertad de expresión es vista de modo análogo a la libertad religiosa, que también se encuentra protegida por la Primera Enmienda. Pero esta teoría es incapaz de explicar por qué los intereses de quienes se expresan deben tener prioridad sobre los intereses de los individuos acerca de los cuales se discute, o los intereses de quienes escuchan, cuando aquéllos entran en conflicto con éstos. Esta teoría tampoco puede explicar por qué el derecho a la libertad de expresión se debe extender a las muchas instituciones y organizaciones... que de modo regular reciben protección bajo la Primera Enmienda, a pesar de que no representan directamente un interés individual en la autoexpresión. A mi juicio, la expresión de opiniones adquiere un valor tan importante en la Constitución, no porque constituya una forma de autoexpresión o de autorealización personal, sino porque es esencial para la autodeterminación colectiva. La democracia permite a la gente elegir el modo de vida que desea llevar, y presupone que esta elección se hace en el contexto de un debate público que es, por usar la ya famosa fórmula del Juez Brennan, . En algunos casos, los órganos del Estado tratarán de asfixiar el debate libre, y abierto, y la Primera Enmienda constituye entonces el mecanismo, de éxito ya acreditado, que frena o evita esos abusos del poder estatal. En otros casos, sin embargo, el Estado puede verse obligado a actuar para promover el debate público; cuando poderes de carácter no estatal ahogan la expresión de opiniones. El punto preciso en el que se deben fijar estos límites ha variado de una época otra y de una Corte (de Justicia) a otra,  e incluso de un juez a otro, pero ha reflejado siempre un equilibrio entre los intereses en conflicto: el valor de la libertad de expresión, por un lado, y los intereses que el Estado aduce como justificación de su regulación (los llamados ), por el otro. A veces la armonización de los intereses contrapuestos se ha logrado a través del establecimiento en un conjunto de categorías o tipos de expresión que pueden ser objeto de regulación. Así, por ejemplo, se ha permitido al Estado regular las (fighting words), pero no (general advocacy of ideas).  En otros casos, la Corte ha realizado un ejercicio más abierto y explícito de ponderación sopesando el interés del Estado y el interés de la libertad de expresión. El principio jurisprudencial que permite al Estado suprimir aquellas expresiones que supongan un para un interés vital del Estado puede ofrecer el mejor ejemplo de este tipo de método...El principio de neutralidad de contenido prohíbe que el Estado trate de controlar la decisión de las personas acerca de los diversos puntos de vista enfrentados, favoreciendo o perjudicando a una de las partes en el debate. Así entendido, este principio tiene un fuerte atractivo, y puede ser aplicado con provecho en muchos contextos. Las protestas contra el aborto que se producen en nuestros días es uno de ellos. El Estado violaría los principios democráticos si adoptara una regla que protegiera las manifestaciones públicas de quienes están a favor de la voz del derecho al aborto, pero reprimiera las fuerzas pro vida. Pero el principio de neutralidad de contenido no es un fin en sí mismo, ni debiera ser reificado. El principio responde a cierta preocupación subyacente en el sentido de que el Estado podría usar su poder para sesgar el debate y lograr así ciertos resultados; esta finalidad debería tenerse siempre presente. En consecuencia, el principio no debería extenderse a situaciones como las de odio, la pornografía, y los gastos electorales, en las cuales los particulares están sesgando, y lo  que hace la regulación del Estado es promover un debate libre y abierto. En estos casos, el Estado puede estar desfavoreciendo la expresión de ciertas personas - así, de quien quema la cruz, del pornógráfo, y de quien incurre en grandes gastos electorales - y haciendo juicios basados en el contenido de la expresión, pero puede argüirse, solamente con la finalidad de procurar que todas las partes sean oídas. El Estado actúa simplemente como el presidente de un Parlamento dedicado a asegurar que todo los puntos de vista sean expuestos". Es decir la libertad no se entiende refiriendo un contenido a un quid filosófico, ético o religioso, que quebraría la neutralidad del Estado en este sentido y haría de la democracia una democracia del Diablo - para seguir utilizando la expresión de Kolakowski -, pero tampoco se atendría al pre-juicio histórico y cultural de la comunidad, sino que se convertiría en una pura estrategia de igualdad de oportunidades para todas las expresiones de cualquier contenido. Y por lo tanto, como estrategia que es, pendiente de las circunstancias, y, en último término, sin posibilidad de objetivación jurídica, en puro decisionismo y capricho.

 

[2] Sören Kierkegaard  veía encarnada la libertad de expresión en la opinión y en el periódico, y estima, en otras páginas de su Diario de 1850, "que es el intento más infame de instituir la falta de conciencia como principio del Estado y de la humanidad; y una tentativa impía de hacer de la abstracción el poder absoluto; y el anonimato ha rematado el triunfo de la mentira"

Sería seguramente demasiado melancólico ponernos a discutir o establecer, si,  al intento y a la tentativa de todo eso en la sociedad de su tiempo, ha sucedido ya su logro en nuestras sociedades.

Para Kierkegaard, no sólo del hecho de que la opinión es en sí misma y necesariamente una no-verdad, por la sencilla razón de que la verdad no es opinable, sino de que es imposible la expresión de lo verdadero fuera del ámbito individual, ya que el simple hecho también de dirigirse a la  generalidad exige una homologación o manipulación de lo que se comunica; y el lenguaje de y para la generalidad es abstracto. 

Por otra parte, la expresión misma de la opinión se hace como opinión de uno o varios ciudadanos, cuyo nombre propio queda anulado por esa su condición ciudadana. Ésta condición - la de la multitud - es en nombre de la cual se expresa quien reclama su libertad de expresión, y esa condición es también en el nombre de la cual el Estado reconoce esa libertad.

Tratándose de un libro, las cosas serían muy distintas, porque un libro no  iría dirigido a una multitud, sino a un lector en tanto que individuo. Pero es más que dudoso que lo que Kierkegaard llamaba un libro sea lo mismo que lo que hoy llamamos un libro. Sin ir más allá,  el autor de un libro hoy se dirige de ordinario a la generalidad como los periódicos, y su autor no parece sentirse responsable de él en tanto que persona con  su nombre propio, sino en cuanto ciudadano. Es decir, sería realmente un anónimo; o, lo que es lo mismo, un ciudadano entre muchos, cuyo yo y cuyo nombre quedan disueltos en esa su condición ciudadana, o multitud. Por eso mismo, porque no es un yo, hace también las preguntas del chequista o del sayón.

 

[3] Hace ya años que el señor Mailer nos reveló el secreto del escritor que desposaba los desechos de la sociedad y se hacía uno de ellos en su escritura, convertida en acto revolucionario. Pero, en referencia a la novela de Mailer, The Dear Park, y a su sonado artículo, The White Negro: Superficial Reflections on the Hipster, donde exponía su teoría, ya he escrito en alguna parte que el admirable critico compatriota suyo, Alfred Kazin comenta muy lúcidamente que "la tesis de Mailer es que la discriminación ha hecho del negro un verdadero proscrito, que ha desarrollado una sexualidad primitiva y sin inhibicionismo que no pueden permitirse los blancos. Conforme la moderna sociedad capitalista va corrompiéndose más, interiormente ciertos sectores avanzados de la sociedad blanca - los más rebeldes, inteligentes e intrépidos - se vuelven versiones blancas del negro, y tratan de hacerse (proscritos espirituales) en lugar de (conformistas convencionales). Siguiendo el modelo del negro pueden encontrar en las sensaciones de un orgasmo sublimado ese directo y candente contacto con la realidad, que tantas personas han perdido por las convenciones e inhibiciones de la vida de la clase media... Pero el cuadro que Mailer presenta del negro y de sus orgasmos revolucionarios, sin precedentes, deja al lector... con la sensación de que aquello le está siendo comunicado desde muy lejos, de que todo es una mera invención. Nada ha sido tomado de la vida o de la lucha diaria, de la vida como conflicto auténtico. Es un intento de imponer un significado dramático -y hasta noble- a ciertos acontecimientos que realmente no lo tienen. Tan ansioso está Mailer - como lo estaba Osborne- de algo que le permita ser revolucionario, que, después de decirnos despectivamente que el moderno psicoanálisis se limita a ablandar al paciente, adaptándolo a la moderna sociedad de clase media, afirma que, en cambio, dos robustos gandules de dieciocho años que le destrozan el cráneo a un tendero tienen cierta clase de valor, pues no sólo matan a un débil anciano de cincuenta y cinco años, sino también a una institución, violan la propiedad privada, entran en una relación nueva con la policía e introducen un peligroso elemento en su propia vida. Así los gandules están desafiando lo desconocido, y, por brutal que sea su acto, no resulta completamente cobarde".

Kazin cita esto, sin comentario porque no lo necesita obviamente, y concluye: "Muchos de los escritores nuevos se valen del sexo exactamente como un hombre ebrio y confuso se vale de vulgaridades y groserías para expresar su ira, su irritación, su exasperación, y librarse así de la embrutecedora opresión del aislamiento que hace imposible romper el cerco de las propias ideas, el aislamiento que puede hacer imaginar cualquier cosa porque no tiene contacto con nada, pero que, en la imaginación de la soledad, es incapaz de ofrecernos el calor o la sensación táctil de algo, sino tan solo la categoría abstracta a la que pertenece la experiencia; es la única vivencia verdaderamente significativa que hay detrás de toda esta literatura.

Y, sin embargo, esta soledad no se llama a sí misma soledad; se llama revolucionarismo... Al perder el hombre su contacto con el mundo, se ha encontrado jugando al moralista, al revolucionario, como parte de esa misma impostura, cuyo propósito es efectuar cualquier acción, verse a sí mismo desempeñando cualquier papel".

Esta página del gran crítico norteamericano no puede saltarse por alto fácilmente, y es suficiente contrastar con ella casi cualquier escritura de hoy, para comprobar que  la infección hipster no es sólo amplia y profunda, sino ya canon literario; y, al menos, conviene saber las cosas, porque no todo lector de estas transgresiones y subversiones resultará tan avisado como él ante tal elogio del destrozo del cráneo de un tendero de cincuenta años para establecer nuevas relaciones con la policía y conectar con lo desconocido.

¿Y desde qué otra facticidad que no fuera ésta podría legitimarse que se nos sirva en los media, por ejemplo, la fotografía de la atroz agonía por hambre de una niña junto a la cual un buitre espera su muerte para darse un festín? El autor de la fotografía ganó con ella el Premio Pulitzer, y luego encontró la única salida a su éxito: se suicidó. ¿Quizás también será la única salida honorable de una sociedad eventualmente convertida en vile pecus, y hasta en patrocinadora del asesinato, que sería proclamado por los hipsters, siempre más y más reclamadores de la libertad de expresión, como el más allá del chequista?

 

<< volver