Poética

 

Ahora bien, esta necesidad de mirar la realidad en su profundidad, de concebir la historia según tiende a su significado último, de usar las palabras como reveladoras del ser, no justifica, en ningún caso, una escritura confesional, sino que afirma, hasta sus últimas consecuencias, la extensión de la realidad que llega hasta el misterio: «El elemento teológico de una escritura, por lo demás, que está en toda la gran escritura necesariamente» (Una estancia holandesa, 1998). El suyo es un arte realista y, por eso, laico: «En el Occidente cristiano no hay arte religioso, sino arte de tema religioso, pero de ejecución naturalista bajo el imperio de la estética, asunto completamente laico. Mucho menos podría darse una narración literaria religiosa, porque ello equivale a decir que se narra algo religiosamente, prescindiendo absolutamente del lenguaje y de la realidad estética que hace que una novela sea una novela, una narración una narración. Y hay que decir que hasta la mayor parte de los relatos bíblicos, aun teniendo una significación teológica, son narrados literariamente, y ni siquiera son relatos de lenguaje religioso. El arte de narrar es un asunto naturalista, sometido, como el arte de pintar, al sentido estético y a una técnica. Narrar es asunto de este mundo» (Monjas pintadas. La imagen de la monja en la novela modernista, 2005).
Un realismo siempre leal con esos huecos de lo real vicario, y que además configura, como veremos, la forma de sus cuentos. Jiménez Lozano les confiere un carácter fragmentario, pero no porque quede satisfecho en la obtención de ese fragmento, sino porque cada uno de esos trozos está como a la búsqueda de un espacio nuevo: ese lugar con el que se anhela contribuir y que sólo es capaz de crear ese interlocutor último de su escritura. Es el espacio de ese libro del final de los tiempos -«liber... in quo totum continetur»-, en el que Jiménez Lozano descansa porque ninguna de sus historias -mejor, ninguna de las historias de hombre- se perderá. Ni las historias del pasado, ni las del presente, ni esas imaginadas proféticamente y ligadas al futuro quedarán fuera de ese libro del final de los tiempos. Así se cumple el deseo del escritor: «Es tan admirable la vida y tan admirable el hombre, que todo debiera conservarse, absolutamente todo: la luz de la mañana, los sonidos de la tarde, y cada cosa que le sucede a cada hombre. Incluidas sus fantasías, sus deseos eróticos o criminales, estúpidos o nobles, sus dudas, sus miedos, sus sufrimientos, la pobre ceniza de su mediocridad, los objetos, las naderías. Nada debería perderse. Por misericordia, y para ejercerla con nosotros mismos» (La luz de una candela, 1996)

[GA]

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