Poética

Una presencia real

Una presencia real

La escritura de Jiménez Lozano es realista, pero no se detiene en la realidad que se puede medir. Desde la descripción naturalista, atiende al vértice hacia el que se yerguen todos los elementos. Es una escritura que debe ser descubierta en la tensión que anima cada situación. Se organiza en torno a un acontecimiento; es decir, un hecho que, perteneciendo a la naturaleza de lo fáctico, de lo visible y de lo audible, señala a algo situado más allá de sí mismo. Es lo que él ha llamado la parte de atrás o la urdimbre del tapiz de lo que se cuenta. Si la escritura no cuenta con esa trama que se oculta, se aparta de la belleza y de la verdad de las cosas. La dinámica de la escritura consiste en un ejercicio de comparación con la realidad, que no es la literatura, pero a la que atiende y de la que se nutre. Se trata de la «confrontación de la escritura con el peso de lo real. Para saber si uno ha descubierto su parte de atrás, lo que de la realidad no se revela fácilmente» (Una estancia holandesa, 1998). Mediante una confrontación así, se toca el plano del misterio, de lo que remite al origen y permite entender el orden. La literatura, tocando la realidad en la que se inspira, llega a un factor religioso que no es serio evitar. En este sentido, la religiosidad, lejos de identificarse con lo oscuro o lo desconocido, es definida por Jiménez Lozano como «la seriedad ante lo real y el enigma humano» (Una estancia holandesa, 1998).
Lo terrible de la negación de este plano religioso es que convierte a la literatura en algo previsible, aburrido y decepcionante. Jiménez Lozano va más allá y, parafraseando a Adorno -que afirmaba que lo que en política no es teología es negocio-, considera que esto es aplicable a la literatura. Si la literatura no atiende a esta dimensión última de las cosas, se convierte en industria cultural, planificación del ocio, ventas masivas de best-sellers de ínfima calidad, etc. Con nocivas consecuencias para la cultura y para quienes la aman, porque se transforma en negocio y «asunto de celebración del poder cultural cómplice de los otros poderes con los que se confunde, cuyos grandes relatos y cuyas víctimas perfuma» ("Por qué se escribe", 1992).
El escritor coincide con el sentido que daba Pascal a las consecuencias del olvido de esa parte de la realidad, de esa presencia ‘extraordinaria' o divina. Su abandono deja las cosas a sus propias leyes, y se abre un hueco que el escritor rellena con lo que tiene a su alcance -la retórica-, pero deja la escritura huérfana de drama y de tensión por el significado. Es una división de la realidad en dos planos que reduce el espacio de las cosas a los logros del talento cerrado sobre sí: «La di-versión de esa trascendencia deja el vacío; y sobre él se pueden hacer cabriolas, juegos, barroquismos, ‘experteces', y ejercer el ingenio o el talento» ("Por qué se escribe", 1992).
La paradoja de la escritura es que, siendo materia y descripción naturalista, estando hecha de modales y maneras, de polvo y siendo oficio, sin la ‘resonancia' de la teología, sin la «ventana abierta a lo que no es, resulta pura banalidad o caña hueca» ("Sobre este oficio de escribir", 1996), está vacía. La pregunta por el significado, por el destino, por Dios, impide que la narración se cierre sobre sí misma y permite que sea caja de resonancia o ventana abierta desde las cosas mismas. La cerrazón sobre sí no es posible; si lo es, trunca la narración, porque no abre ese espacio, ‘esos huecos' sobre la realidad que permiten una visión verosímil de las cosas.
Esta apertura hacia otra cosa está presente en la primera realidad que el escritor recibe, el legado de sus mayores, que es el que le permite dar cuerpo a su mundo imaginario, a las palabras: «Porque ¿cómo un escritor, que se supone que es y debe ser servidor y hasta siervo del lenguaje, puede no percatarse de que el lenguaje implica que hay más que la realidad, y que él construye una realidad más profunda, las ‘presencias reales'   -por utilizar una fórmula de G. Steiner- de la narración y la poesía?» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).
Son las palabras mismas las que obligan a una apertura más allá de sí mismas para nombrar la ontología o naturaleza de lo real. En este sentido, la presencia de una tercera persona o de un Desconocido que llena las historias de su ausencia es central: «¿Qué significación tendría el habla sin la referencia a una tercera persona ausente, y la narración sin la consistencia real del recuerdo que no es un factum de la realidad? La narración es un invento bíblico, porque el hombre es, y su gran memoria permanece en medio de un gran silencio del mundo y de Quien no es como el mundo y los hombres son. ¿De qué se reiría el hombre de la pesadilla que es la vida y la historia, si en ella no hubiera ventanas reales que dan a abismos o a jardines?» ("Sobre este oficio de escribir", 1996).

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