Poética

 
Este gusto por lo pequeño nada tiene de elección sentimental o de blandura espiritual, sino que se trata también de una subversión contra las interpretaciones de la vida de los hombres. Jiménez Lozano rechaza la épica del progreso y de la confianza en la ciencia como modo de acabar con la desgracia, y de controlar los procesos humanos. En este sentido abomina del Gran Relato como sinónimo de esa pretensión de dominio y posesión. En el término ‘Gran Relato' se incluye por supuesto la interpretación de la historia de Europa, pero también las grandes novelas del XIX. Jiménez Lozano citará en más de una ocasión cómo Tolstoi, inteligente y lúcido, llegó a hacer un juicio sobre esas grades novelas salidas de su pluma -Ana Karenina y Guerra y paz- que tenían mucho de mentiroso frente a los cuentos que supieron ver la verdad de Rusia y de las almas rusas sin necesidad de embellecer artificialmente (cf. El narrador y sus historias, 2003). Viajando desde la posmodernidad a Mesopotamia, Jiménez Lozano quiere volver a ese relato que permita el conocimiento y no sólo la construcción de la justificación o posesión de la historia. Ahora bien, sabe que el conocimiento no viene de una tesis-antítesis-síntesis bien arregladita y completa, sino de un fragmento que nos revele algo de nosotros mismos, de un cuento cuyo centro sea un acontecimiento, un suceso, un evento que pueda ayudar a leerse uno mismo mejor: «El relato o narración, y recuerdo de lo ocurrido, que fue desde el principio el instrumento privilegiado del conocimiento del mundo y de la condición humana -el comienzo rapsódico del pensamiento del que hablaba Kant» (El narrador y sus historias, 2003).
Jiménez Lozano cree que este valor del cuento debe ser rescatado en un mundo que lo rechaza: «quizás pueda decirse que lo que mejor define lo más significativo de nuestra cultura de ahora mismo (...) es que, por vez primera, no somos, ni queremos ser, una conciencia implicada en historias» (El narrador y sus historias, 2003).
Es decir, en nuestro tiempo, el universalismo científico o la invasión de lo propio de la ciencia a todos los ámbitos del saber, de la cultura, e incluso de la convivencia humana, domina: «está el estatuto central de la ciencia como saber absoluto y más importante que el hombre, de manera que también la historia y la literatura tendrían que echar mano de un método científico» (El narrador y sus historias, 2003). De este modo, se ha pretendido que los métodos científicos fueran los únicos legitimados para el conocimiento, y así, sustituir el poder cognoscitivo de los cuentos por «expedientes técnicos y formales dirigidos a la objetivación». 
La tragedia de la negación de este carácter rapsódico del conocimiento, de esta utilidad del cuento para que el hombre se comprenda y sienta mejor a sí mismo, es que el hombre acaba leyéndose a sí mismo como parte de un engranaje: «Y el hombre que cuenta ya no es un enigma, es sólo un habitante de la granja tecnológica hecha a imagen de las granjas totalitarias, con ciertos arreglos funcionales para la felicidad futura, porque ya se ha llegado al final de la Historia, y sólo habrá la repetición de la misma felicidad, sin memoria y sin espera» (El narrador y sus historias, 2003). 
Lo más dramático que puede suceder es esa pérdida del presente que se escapa de entre las manos cuando ya «nada hay que recordar, nada hay que esperar». Así, nuestro mundo se convierte en una «playa tan limpia e higienizada de la que ha sido conjurado rastro de drama o tragedia, de alegría y sueño» (El narrador y sus historias, 2003).
Ante esta situación, ¿qué se puede hacer?, parece preguntarse Jiménez Lozano. Y si antes veíamos que de la posmodernidad había viajado a Mesopotamia, ahora invertirá el camino y tomará el que lleva desde Mesopotamia a la posmodernidad. Nuestra edad tiene la gran ventaja de rechazar el «Gran Relato del Progreso y la Razón (...). Y si la postmodernidad tiene un valor a radice, éste es el de tomarse a beneficio de inventario tales pretensiones» (El narrador y sus historias, 2003). En el centro de la posmodernidad, Jiménez Lozano nos devuelve los cuentos pequeños y fragmentarios.
Pequeños, porque nos tornan hacia nuestra paradójica naturaleza: la grandeza de la desproporción. No se trata, por tanto, de un nuevo Gran Relato de los pobres, sino de señalar nuestra pobreza humana fundamental que tanta fe en el progreso y en la perfectibilidad humana ha pretendido disolver, generando las mayores monstruosidades de la historia: el holocausto nazi que fulmina lo que cree inferior, o la pérdida del gusto por la vida tal y como es -limitada e insaciable- en nuestra sociedad: «De manera que los pequeños y humildes relatos están ahí no sólo ni principalmente para nuestro refugio -desengañados como estamos de los Grandes Relatos-, sino como iluminación y puerta del conocimiento; y el recuerdo alza su débil verdad como una peligrosa subversión contra la gran historia» (El narrador y sus historias, 2003).
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