Premios y reconocimientos

1992

Premio Nacional de las Letras Españolas
(Discurso completo)
 

"Gracias porque sí"

Lo que creo que  me corresponde hacer, a propósito de este  Symposium o reunión en torno a mi escritura, es explicitar un par  de actitudes muy espontáneas por mi parte, la primera de las cuales es que, tras unos momentos de renuencia, decidí que debía aceptar esta reunión pese a ella, y la segunda es una mezcla de perplejidad y de agradecimiento. 

Esta perplejidad fue la razón de aquélla renuencia que digo, pero, incluso vencida ésta y aun ahora mismo, permanece en cierto modo, porque corresponde a mi manera de ser y de ver las cosas; esto es, el no encontrar  razones ni acabar de aceptar sin bastante extrañeza que un conjunto de personas, metidas en literatura, estudiosos de ésta casi la totalidad de ellos y en su vecindad y amor todos, no sólo se hayan ocupado y se ocupen de mi escritura; debiendo de saber, además, que están dedicando su atención a una escritura cuya solidez - suponiendo que hubiera algo mío en estado sólido literario por ahí - es una especie de mera hipótesis de trabajo. 

Por mi parte, sin embargo, lo único que está en mi mano  hacer; es decir, que, con su simple atención y la de otras pocas personas a esas mis escrituras, han sostenido verdaderamente la confianza que quien escribe necesita para seguir haciéndolo. A Juan de la Cruz y a las Brontë, por ejemplo, se la cercenaron sus críticos y sus eminentes colegas, y, con estar tan por encima de mí, no tuvieron mi suerte;  así que, por este cabo del asunto al menos, puede medirse la intensidad de mi agradecimiento. En último término, a un escritor le hacen sus lectores, y aquí se trata de lectores muy calificados en primer lugar; y, a mayor abundamiento, han hecho estudio y glosa de esa lectura. Es un don el que me hacen con esa atención, y, como toda dádiva, es lógico que me desconcierte, aunque el desconcierto sea gozoso.

Hace un tiempo, al final de una exposición pública sobre unos cuantos asuntos literarios, uno de los asistentes me preguntó en qué lugar, grupo, movimiento, cofradía, tendencia, o como se llamen todos esos apartados de la vida social de la literatura española me sentía adscrito, y tuve que contestarle sinceramente que no tenía ni lejana idea de ello, pero que probablemente no estaba en ninguna parte, ni me admitirían tan fácilmente.

Siempre he pensado que estas guerras de la escritura hay que hacerlas por propia cuenta, pero a estas alturas, obviamente,  ya es algo tarde para integrarme en algún colectivo, buscar aliados, e incluso para saber siquiera hacia adonde tendría que dirigirme. Nunca se me ha pasado por la cabeza tal cuestión, porque siempre he tenido muy claras tres cosas: la una, que no quería ser escritor, sino escribir, que no es lo mismo, como puso muy bien en claro Flannery O´Connor; la segunda, que debía ser yo el que decidiera lo que escribiese; aunque luego, en último término, no lo decida yo sino que se me impone en mis adentros, pero, desde luego nada desde mis afueras. Y la tercera, que es la misma aunque enfatizada, que, desde cuando siendo muy joven me leyeron en el señor Miguel de Cervantes que él luchó por no dejarse llevar de la corriente del uso, y me explicaron lo que esto significaba, también decidí yo, entonces, que no tenía por qué mirar a ninguna parte de las corrientes y los usos. Aunque he de  confesar, a seguido, que las corriente y los usos no me fascinaban especialmente, y siguen sin fascinarme, y que no he tenido que hacer, por lo tanto, ímprobos esfuerzos para apartarme de ellos. Y ésta es una de las razones por las que me gusta decir que soy un escribidor, porque lo que me gusta es escribir para contar, pero sin más complicaciones sociológicas. Como el señor Miguel de Cervantes que sólo anduvo por un Parnaso que él se fabricó y era muy apañadito; o, quizás y mejor todavía, como Berceo, que tuvo muchos menos incordios; muy pocos más que tener los pies calientes en aquel portaliello en que escribía. Ni media mala digestión por estos asuntos de la literatura, como decía tan divertidamente don Ángel Valbuena Prat.

 

En estos asuntos literarios, no tengo el menor inconveniente en reconocer de la mejor gana las autoridades tanto naturales como postizas de las que habla Pascal, o de aceptar lo que sea costumbre, como decía don Pío Baroja; aunque también es cierto que, desde la infancia debí mostrar ciertas proclividades que hacían predecir para mí un menor conformismo y un final funesto. María, entonces una mujer muy joven que ayudó durante toda esa mi infancia, en casa, a mi madre,  me reconvenía, como un profeta bíblico ante cualquier trastada infantil, con la advertencia de que yo era el mismísimo espíritu de la contradicción, y que debía tener cuidado, porque eso me iba a llevar un día a la cárcel o a los periódicos, dos destinos igualmente siniestros a sus ojos. Pero quizás fueron esas proclividades, precisamente, las que me hicieron harto fácil no sólo ir contra la corriente del uso de los tiempos, sino también de cualquier identidad cerrada. De manera que me he encontrado, luego, siendo tranquilamente un tory anarquista, un agustiniano helenizante, o un ilustrado pascaliano. Es decir, un desastre para cualquier carrera de competencia en  claridades. Salvo si se trata de las palabras, desde luego.

Ya he contado que, siendo muy joven también, alguien me señaló la feliz formulación de Marcel Bataillon quien, refiriéndose a la lengua de Cervantes, escribía que, si se la compara con los guisos condimentados, y hasta salpimentados de su tiempo - y no sólo del suyo - tiene la sabrosa insipidez de la leche o del pan. Más que ningún otro escritor [...] él permanece fiel al ideal de transparente sencillez que Juan de Valdés había formulado en el Diálogo de la lengua: escribir como se habla, que es la misma idea del Maestro fray Luis de León. Y tengo que decir que, si un cabo de mi escritura, o de la conciencia que de ella tengo, está en ese no mirar hacia fuera para escribir, el otro lo sería el para mi inquietante brillo que, desde niño, han tenido las palabras.

Así fue, en efecto; desde que ni entendía siquiera lo que querían decir, y las buscaba en el diccionario del señor Alemany y Bolúfer. Éste era el diccionario que había en casa, porque en la escuela no necesitábamos diccionario, aunque había dos ediciones distintas del de la RAE; pero se utilizaban como peana para llegar al mapa de Europa y Asia, o al encerado, que, por alguna misteriosa razón, no se podían colgar más bajos. Y también me extrañaba, entonces que, de todas maneras, los diccionarios decían cosas y ponían palabras que no tenían que ver nada con la realidad; y, sin embargo, no venían en ellos otras palabras que nombraban esa realidad hasta proporcionar aire y placer, o desazón. 

Por ejemplo, cuando se decía que la tierra del pequeño jardín o de los tiestos estaba o no estaba amorosa, el diccionario informaba de que el adjetivo amoroso se predicaba de quien sentía amor. María decía que eso se llamaba enamorado o enamorada, y ¿cómo iba a estar enamorada una tierra? La tierra estaba amorosa porque estaba blanda y acogedora de lo que se plantase en ella, y allí enmadraba como en el amor de una madre; pero que yo -decía ella - no tenía que andar preguntando a nadie porque ya preguntaría ella a quien tuviese que preguntar. Y lo hacía, desde luego, a los mendigos que llamaban a la puerta de casa, los famosos lunes sobre todo, tras informarse de dónde venían, adónde iban, y cuál había sido su vida anterior. Y unos se explicaban como podían, y otros no. Entonces ella comentaba: ¿Ni siquiera ves lo amoroso que es el trozo de pan que te llevas a la boca? ¿Es que no lo distingues de un mendrugo?

El pobre mendigo aguantaba el chaparrón y decía: ¡Dios se lo pague! Y ella contestaba siempre: ¡Y a ti también te proteja y te enseñe a ver lo que es el pan reciente y amoroso! Y, luego, dirigiéndose a mí, me aclaraba que todos aquellos mendigos la partían el alma, porque un hombre no tendría que andar así mendigando pan ajeno, pero que éstos que no sabían ni como se llamaban las cosas eran los que más pena la daban.

 

Y exactamente, entonces, como el maestro fray Luis que aseguró ante los señores inquisidores que él no hablaba ni escribía sino el lenguaje que le habían enseñado sus amas, es decir, las criadas de su madre, también podría decir yo, por mi parte, algo parecido; y expresar con ello que las palabras me parecían, y me siguen pareciendo, como cantos rodados que de alma en alma a través de mucho tiempo ruedan, y llevan en su entraña su historia geológica. Esto es, una historia de significados y significantes, y de todas las sonoridades de los seres humanos y los siglos de donde proceden y por los que han rodado.

¿Me quieres?, me preguntaba María, y yo la contestaba que mucho. ¡Mentira!, argumentaba enseguida. Tú eres un chico, y serás un hombre, y los hombres no tienen entrañas, sólo las mujeres; por lo tanto no puedes quererme ni a mí ni a nadie.  Las entrañas son lo de adentro, y  por eso se dice que el Niño Jesús estuvo en las entrañas de la Virgen María. Las tenía ésta, y también en general las mujeres, aunque no todas, en su opinión.  Y no sé lo que entendería yo entonces, pero ¿cómo podría olvidar, en adelante, todas estas filologías y teologías? Ni tampoco las visiones.

Cuando acompañaba a María, para la colada especial del año, en primavera, a un determinado manantial o fuente de agua maravillosa y en lugar muy recoleto que tenía una antigua leyenda, ella me recomendaba que me sentase en una pequeña manta que ponía sobre la hierba, y que me quedase quieto y callado, oyese lo que oyese y viese lo que viese, porque ella me iría diciendo y señalando. ¿Ves aquella mora que hay allí sentada y que está tan triste? Pues es una princesa que vive ahí abajo en un palacio que hay en el manantial, y sólo puede salir un poco cada día. Yo preguntaba; ¿y por qué lo sabes tú? Y respondía: ¿Es que no la ves? Tiene más de mil años y está más joven que tu y que yo. Yo insistía: ¿No habla?, y ella respondía: No; se está así en su ser estando, y nada más.

Así de heideggeriana era María, y luego a la hora del añilado de la ropa o de andar comprobando el blancor o el azulado de ella con mi madre, recibía yo otra enseñanza de luces o blancos y colores; y fui guardando todo eso en mis propios adentros. Nada de realismo mágico, se trataba de fisicidades; pero retiñían en los adentros.

Muchos años después, pregunté a María  por qué me contaba lo de la princesa mora, y después de sonreírse, me dijo que porque era algo muy hermoso, yo veía a la mora y ella también mientras me lo contaba, ¿qué más podíamos desear? Y de este modo enunció la que, digamos, sería toda mi teoría estética, si tuviese alguna. Ésta era la verdad en aquella historia, como en tantas otras narraciones tristes lo es la presencia de quien carga con el dolor, y a quien hay que compensarle de él, de algún modo, con la atención a sólo su sufrimiento, mientras se escribe o se lee. Y como si no hubiera mundo, y sólo ese sufriente y ese sufrimiento, o en su caso la esperanza y la alegría, existiesen

Así que nunca pude pensar que escribir fuera asunto de prosa construida, sino de buscar canto rodado, que dijera y nombrara lo que trataba de señalar y contar. ¿Cómo podría escribir, aunque quisiese, sobre la vida de los hombres según la ortodoxia literaria de hoy que la muestra como no significativa y con la obligación de exponerla con palabras no significativas, o cantos sin rodar, sino cogidos ahí a la mano, ensartándolos, luego, en filigrana?

Mi abuela materna me leía en el Tratado de la Oración de fray  Luis de Granada, sobre todo aquel pasaje en el que se pinta a un enterrador golpeando una calavera para hundirla en la tierra y alisar ésta, afirmando que esa calavera podría ser la de Alejandro el Grande; y por entonces fue también cuando vi un Hamlet, interpretado por actores en gira por los pueblos, y, en la obra, la escena, naturalmente, en la que el propio Hamlet habla con la calavera de Yorick. ¡Ah, pobre Yorick! Son dos pasajes que marcaron mi infancia, porque podía ver que la calavera era de verdad y que lo que decían aquellos libros sobre la calavera la verdad era. Luego, hubo textos literarios de los que ya he hablado - los que corresponden a la casa del Caballero del Verde Gabán, o la figura de Antígona en mi propia madrina de bautismo etc.-, pero éstos que he invocado ahora mismo, fueron los primeros, y a una edad en la que no podía entender ni al P. Granada ni a Shakespeare. Pero sí lo que era una calavera, y casi lo que monsieur Lancelot, autor de la fabulosa Gramática General y Razonada de Port-Royal, decía de ella; a saber, que es nuestro único verdadero retrato: Hoc est ego. Aunque, sin duda, yo debía de tomarme este asunto con mayor distanciamiento que monsieur Lancelot. La calavera de los cómicos que representaban Hamlet en el pueblo estaba tan pulida y era tan presentable que, según el comentario de la misma María, con poca carne bien puesta y que los huesos tuviesen sus coyunturas para abrir la boca, sería capaz de hablar, y sólo Dios sabía las cosas que podría contar.

 

Porque aquel tiempo, el de mi infancia y adolescencia, era un tiempo de historias. Y, ante las historias que se contaban, de ordinario terribles - aunque lo irónico rondaba a veces muy cerca a lo que era atroz -, se hacía continuo hincapié en que se trataba de historias verdaderas, y en que se contaban sin quitar ni añadir nada; esto es, con el exigencia misma que había sido la gran preocupación de Erasmo y de Cervantes. Y, también se insistía en que debían contarse sin aderezos ni declamación de sentimientos, y con las menores palabras posibles. La que yo podría llamar, más tarde, mi familia de cómplices literarios, así entiende las cosas, y está claro, entonces, que aquellas tempranas experiencias han sido lo más excelente que ha podido ocurrirme. 

Desgraciadamente, en mi escritura no me he limitado a la narración, porque, por de pronto, hay otras realidades que me fascinan tanto como la narración, y narración no puede hacerse sobre ellas; y, otras veces, en fin, porque he cedido a la tentación de entrar también en el análisis y juego de las ideas. Pero ese alguien muy importante, a quien yo debo mucho y de quien hablaba más arriba, no dejó de advertirme que el lenguaje del ensayo debe ser un lenguaje formalizado, y él creía que por lo menos no debía frecuentar el género que, a sus ojos, y también a los míos, no es literatura. Y esta prevención o aviso venía a cuento de que, un poco o un mucho, como el lenguaje periodístico, el ensayo envara la expresión, la seca; no la deja amorosa; e incluso acomoda necesariamente la mirada al instante y al juicio, en sentido kierkegaardiano, a las concesiones, que decía Joseph Roth; y esto es fatal para la escritura narrativa, la liquida. Estoy también de acuerdo.

Lo que pasaba, y pasa, sin embargo, es que se tiene necesidad de expresar otras realidades que no son el contar historias; y, sin ir más allá, como ya he dicho en otras ocasiones, lo que más me fascina después de escuchar historias y de escribirlas - por lo menos por dentro, porque el que salgan luego hacia fuera es otro asunto que no siempre concluye - es mirar pinturas o la linterna mágica, y hablar sobre ellas. No, desde luego, con una mirada crítica o técnica, sino en el plano del mirar simplemente, porque también me fascinan la luz y las sombras, los colores, la textura de las telas y las piedras, la delicadeza de las hojas, o la herrumbre de un hierro que es tan recordadora, las candelas muertas o encendidas; y desde luego los rostros y las manos, las historias de vida que los cuadros cuentan, incluso o sobre todo si son pinturas de silencio. Como en literatura hay que recoger la palabra y los silencios de los muertos, según Pirandello nos narra en un hermosísimo cuento, en el que cuenta su regreso del mundo a la vieja casa paterna en un pueblecito siciliano, y su madre ya difunta le aconseja, para que el pueda narrar con verdad, mirar por los ojos de los que miraron el mundo.

Mas probablemente no tendría que haber hecho otras muchas cosas con mis escrituras. Quizás no tendría que haber publicado poemas, de cuya publicación a lo mejor tenía razón Emily Dickinson al decir que es como sacarlos a subasta pública. Quizás tampoco tendría que haber escrito o escribir en periódicos, - que es muy distinto asunto al de hacer un periódico -, porque siempre éstos le imponen a uno un tempo que no es el propio, y de esto - aparte de María que ya me advirtió tan tempranamente como he dicho - ya me avisaron, por cierto, en la Escuela de Periodismo misma.

Pero hechas están todas esas cosas, y mejor será tomarlo todo con una mica salis. Ni siquiera cabe ponerse a redactar unas Retractaciones como san Agustín lo hizo. Aunque no el Agustín escritor, porque un escritor no puede retractarse; ya que, digamos que no hay en la escritura literaria objeto propio para la retractación. Lo importante sería no haberme dejado ir, tampoco en este ámbito de escrituras, con la corriente del uso, y no estoy tan seguro de ello. Pero dejemos estar las cosas, carguemos con lo que haya que cargar, y en paz. Tampoco es tanta carga, ni yo soy capaz de tomarme tan en serio, sin ironizar sobre este tan transcendente asunto de lo que a un escribidor le ocurre en su oficio.

Al fin y al cabo, esto de los escribidores es algo muy sencillo, tal y como Marcel Cohen explica muy bien, en sus deliciosas y terribles Letras a un pintor que creya azer retratos imaginarios, o carta dirigida al pintor Antonio Saura, que se publicó en 1984, escrita tres años antes en judeo-español, pero leída por mí hace solamente unas semanas, cuando me las ofreció un librero de viejo a quien ni me acordaba que se las había encargado. Y dice ahí Marcel Cohen: Kyeres ke te diga? Los eskrividores  no tyenen nada ke decir. La sola coza es ke lo kieren dizir byen. Esto es el sekreto suyos: avlar para amostrar kualmente siempre stán bivos, esto es  lo ke kieren.

Y los livros? Los livros son como los jouetes ke se dan a los tchikos. Komo los jouetes los livros dan un poko de repozo. Esto es. Ama no te olvide ke, en kada livro, siempre es el silensio ke se gana la mijor parte.

 

En ese silencio, o de ese modo no expresado, sino simplemente avisado con estas palabras, quiere ir mi agradecimiento a quien tuvo la idea y ha organizado esta reunión, a quienes la patrocinaron, y a quienes han tomado parte en ella. En el tono de la sencillez y como de informalidad como la acepté, y también del modo especial en el que una persona a quien yo había enviado un librito, y, al cabo de un tiempo que ella contaría, me envió unas letras de agradecimiento, a la vez que un aviso o cautela de mucho espíritu de fineza a propósito de este capítulo de los agradecimientos. Me recordó, en efecto, que, como Tomás de Aquino escribía, los favores o los regalos no deben agradecerse de manera inmediata, porque eso sería pecar de ingratitud, ya que no permitirían que la persona que hace el regalo o el favor, algo gratuito en lo que se da ella misma, lo haga realmente y se goce en ello, porque ese agradecimiento inmediato adquiere como un sentido de devolución de eso gratuito o de compensación de ello, y de su pago por lo tanto.

Creo que la reflexión es admirable. Y, así, aunque estas gracias mías de ahora mismo por la atención a mi persona y a mi escritura sean dichas tan inmediatamente, debe quedar claro que no quieren compensar ni pagar nada, entre otras razones porque no podría hacerlo. Me siento realmente desvalido para algo así, de manera que este mi agradecimiento y estas mis gracias son gracias porque sí, y nacen de la dádiva de la atención, a la que me refería al principio; y, ahora mismo, al final de esta reunión, de la amistosa alegría de ella.  

José JIMÉNEZ LOZANO 

 

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